Varios días intentando pensar cuáles son las palabras que pueden hacerle justicia a una vida como la de Javier. Y el fracaso es permanente, no existe tal cosa. ¿Demasiado cerca, tomada por el dolor? Sí, y a la vez la certeza de que habrá que activar muchas otras cosas, además de palabras, para lograr algo parecido a eso que buscamos. Mover cuerpos, organizar colectivos, idear estrategias, impulsar vitalidades. Todo eso que Javier generó con nosotros mismos. Jordana Blejmar decía el otro día que tanto le preocupaba a Javier la palabra revolución, ¿habrá llegado a dimensionar que revolucionó nuestras vidas? Javier fue un revolucionario, qué duda cabe, en búsqueda incansable de una vida más justa. Podría haber elegido el camino académico, con credenciales extranjeras, pero no era por ese lado, no podía serlo. 

Estos días en las palabras dolidas, amorosas que circularon, se puso énfasis en sus clases, en su rol docente, profesor, que lo hacía como nadie, dentro y fuera del aula. Su preocupación: esos otros con los que quería construir más que un vínculo de transmisión. Javier como historiador (tarea que jamás entendió deslindada de la docencia) nos enseñó que el pasado no es algo cerrado, no es un objeto de laboratorio, pulcro, asunto de especialistas. Y nos lo enseñó justo en los años en que no pegar una beca conicet era prácticamente asunto de locos o quedarse afuera del mundo. Nos enseñó que si el pasado no se conjuga con el presente poco vale, que la pregunta por el pasado es una pregunta política o no es. A lo Benjamin, a lo Nietzsche, a lo Javier. El compromiso que tenemos con nuestros muertos, que siguen estando en peligro, “y en nosotros nuestros muertos/pa que nadie quede atrás”. Amar a nuestros muertos no puede traducirse en plagarlos de método, conceptos y procesos. Amarlos significa acercarnos lo más posible, seguir las huellas, abrir lo que pretende estabilizarse. Su escritura, no siempre igual, muchas veces enrevesada, preciosa, lúcida, era en sí misma una apuesta, que nos decía a gritos que en la historia la forma importa y mucho. Una estética que buscaba desplegar sentidos complejos porque la comprensión del pasado y también del presente nunca puede ser lineal ni simple. Contiene enigmas y Javier nos convocaba a develarlos juntos aunque pocas veces se llegara a una respuesta cerrada, unívoca. Como si el ejercicio de pensamiento fuera más esa búsqueda que la resolución. ¿Cómo pensaremos las épocas por venir sin esa pluma irónica pero nunca cínica? Generoso como casi nadie, también porque prestaba su escritura, sus clases y su cabeza para que reaparezcan autores condenados al olvido. Y así la tradición argentina se despabilaba.   

En nuestros años kirchneristas su convocatoria al pasado, su trabajo sobre nuestra historia, se volvió fundamental para aquello que creíamos estar encarnando en tiempo presente. No porque, como se dice ahora, hacía “uso” del pasado, sino porque no podía conjugarse un tiempo sin el otro. Si el kirchnerismo tuvo un vital vínculo con el pasado y despertó sentidos emancipatorios, escondidos de la cultura argentina, eso se debió en gran medida al lugar que ocupó en él Javier Trímboli. Porque Javier no sólo ponía cabeza, ponía el cuerpo entero. La marca profunda de quienes tuvimos el privilegio de compartir y ser compañeros de él en esa experiencia política es tan indeleble como el haber transitado las derrotas posteriores, que no eran tales si las atravesábamos con él. “Entonces hizo de la conversación un frente popular que tiene su marca. Parecido a una patria” escribió Matías Farías. Javier es, para muchos de nosotros, nuestra Patria.

Javier no paraba de enseñar. También nos enseñó que una posición política que valga es aquella que impone una mirada crítica, que cuestiona, que incomoda. Diego Sztulwark tituló a su texto “El inconformista lúcido” y esa definición le calza como anillo al dedo porque Javier hizo del no conformarse una forma de vida, innegociable en cuanto a sus convicciones. Discutía determinadas palabras naturalizadas por nuestras bocas, la lectura monolítica de autores de panteón y con acreditaciones, la falta de textos teóricos para entender la historia. Inconformista de que las batallas, las nuestras, sean sólo terrenales y no también las celestiales. Polemista además en su modo de leer y viajar al pasado. Buscaba en los recovecos, en el basural, en lo descartado por las lecturas canonizadas, entendiendo que éstas habían hecho y mucho por clausurar el pasado. Marcó diferencias, tensiones durante toda su vida porque entendía que así agitaba eso que tanto lo obsesionaba: el pensamiento. En un universo complaciente, Javier fue el historiador punk, el que quiso discutir con los modos de producción científica del conocimiento, convencido de que se producía conocimiento histórico en un aula, en una charla con militantes, en miles de conversaciones que abría y mantenía. En las instituciones educativas, en dependencias estatales, en unidades básicas, en las calles. Manchándose, lleno de barro, en el pantano, como le gustaba decir. Sólo de manera colectiva y en el intercambio podía darse algo de esa naturaleza. Y también marcando diferencias hacia el interior de la propia fuerza política en la que decidió zambullirse. Porque sobre todas las cosas, dejó en claro que es imposible sentirse cómodo en un mundo como este, en una época como esta. En la intemperie, esa palabra que, tomada del Halperin, repetía. Esa incomodidad, la suya, permanente, también nos enseña algo. 

Y como no le gustaba la comodidad, era la enemiga que había que evitar, la trama de tristeza de estos días nos señala que Javier no se quedó quieto. Se lo llora desde Salta hasta Ushuaia, desde La Plata hasta Mendoza porque recorrió el país no predicando la palabra porque eso sería suponer que sólo importaba lo que él tenía para decir. Nada más lejos. “Y si esto es así es porque su vida no era solo suya” dijo Javier respecto de Horacio González y que nosotros citamos para hablar de él. Nana, delegada de ATE, con quien compartimos un proyecto hermoso de podcast sobre historias del movimiento obrero en el 2022, posteó en estos días tristes parafraseando a Juan Gelman: “mejor hacer otro mundo/yo digo: mejor hacer otro mundo/ mejor hagamos un mundo para Javier/ mejor hagamos un mundo para que Javier se quede”. Javier nos deja una tarea vital y radical, como lo fue él. Por Javier, por todos nuestros muertos, mejor hagamos un mundo que esté a su altura.