El MOCASE (Movimiento Campesino de Santiago del Estero) nació un 4 de agosto de 1990. La retórica áspera del movimiento, su gramática militante, está asociada a una forma de vivir y de construir vínculos que, lejos de la aspereza, tiene que ver con el cuidado: de la comunidad, de la tierra, del alimento. Su composición social, fundamentalmente campesinado y comunidades indígenas, se fue ampliando con el tiempo gracias al entusiasmo que sus prácticas han despertado en jóvenes de todo el país. Se los conoce por su consistencia ética y política, por su capacidad organizativa y su valentía en cada lucha.
Tal vez, eso explique la saña de empresarios, políticos y medios de comunicación contra el MOCASE. En 2016, Orlando Canido, empresario sojero, dueño de la gaseosa Manaos, declaró que su objetivo era «destruir al MOCASE«. Quién dice, envalentonado por el ascenso al gobierno de su amigo Mauricio Macri, incorporó a sus prácticas violentas, antes solapadas, una declaración de guerra que visibilizaba el empoderamiento de grandes propietarios y parte del empresariado. Pero el problema no son las declaraciones, sino los hechos concretos: avances sobre tierras de campesinos y comunidades indígenas, amedrentamiento con patotas armadas, asesinatos incluso mediante el uso de sicarios; policías, jueces y políticos de localidades enteras comprados por los empresarios.
¿Qué tiene que hacer o qué puede hacer una organización como el MOCASE frente a tales ataques, muchas veces convalidados por las autoridades? ¿No es acaso esperable que se defiendan y defiendan a su gente? El nacimiento mismo del MOCASE tiene que ver tanto con un deseo de «vivir bien» de las comunidades campesinas e indígenas, como con un conflicto histórico abierto por el comportamiento expropiador de actores económicos, con complicidades políticas y judiciales. Se trata de una conflictividad que, al menos del lado empresario, involucra históricamente armas de fuego, de modo que las condiciones para un foco de lucha armada fueron engendradas por ellos mismos. No se trata de una circunstancia que involucre nada que se parezca a ejércitos identificados ni a estrategias de guerrilla, sino de un accionar entre paraempresarial y paraestatal. Aunque, como sabemos, lo paraestatal anida estructuralmente en las fuerzas de seguridad y lo que socarronamente llamamos «paraempresarial» no es más que la versión explicitada de una violencia propietaria siempre latente en el avance del capital sobre la tierra, el trabajo y la cooperación humana.
Esta vez, un abogado con pretensiones de terrateniente, Ernesto Luis Porta –según se afirma en una gacetilla difundida por el MOCASE–, acudió a una banda armada que hace casi veinte años viene siendo contratada por empresarios en el norte de Santiago del Estero, «Los Padilla«. La organización armada de «Lito» Padilla ofició como fuerza de choque a través de un comando de unas veinte personas a cargo de por Jonathan Padilla, hijo de Lito, para usurpar el campo de la familia Salazar, una familia trabajadora, conocida en la zona.
En el MOCASE, explican que «los Salazar son campesinos de raíces indígenas nativas de la provincia de Santiago del Estero y constituyen varias familias, dueñas legítimas de las tierras donde nacieron y se criaron. Allí, siguen viviendo y mantienen sus derechos posesorios de manera ininterrumpida, continuada por 5 generaciones en el paraje San Francisco del departamento Alberdi. Son pequeños productores dedicados principalmente a la cría de ganado vacuno, utilizando como pastoreo gran parte de la extensión de su tierra. Hoy por hoy, cuentan con un sin número de mejoras construidas y ejercidas en esta misma posesión. En el campo de los Salazar, existen desde hace ya muchos años las viviendas de 5 familias constituidas, instalaciones productivas como corrales, cercos, alambrados, pozo de agua, represa. Todas estas, pruebas indiscutibles del extenso recorrido histórico en el cual los Salazar desarrollaron su vida en el lugar».
Lo que había ocurrido, un modus operandi habitual, es que una familia de «El Porvenir» vendió un campo con deliberada imprecisión, al punto de abarcar la extensión de la tierra de los Salazar. Se trata de una forma maliciosa de construir la posesión como mecanismo de ‘acumulación originaria’ repetitivo. Entonces, mediante la colocación ilegal de alambrados, la patota contratada por Porta cercenó el terreno impidiendo que las vacas se desplacen para alimentarse y tomar agua en la represa. Al mismo tiempo, amenazaron a las familias y se dispusieron en el lugar para consolidar la avanzada.
El asesinato de Fabián Martínez, integrante del MOCASE
Pero, como ocurrió muchas veces, ante un intento de usurpación de tierras campesinas, las familias cercanas se solidarizaron y, muchas de ellas organizadas en el marco del MOCASE, se acercaron para contener a la familia Salazar y defender pacíficamente el territorio. La provocación por parte de «Los Padilla» escaló y el conflicto estalló cuando la patota comenzó a disparar a las familias que resistían, hiriendo a algunos de sus miembros y asesinando a Fabián Martínez. Desde el MOCASE acusan a Jonathan Padilla de haber efectuado los disparos que terminaron con la vida de Fabián, un joven solidario que se había acercado a colaborar con los Salazar. Fabián era, además, un integrante del MOCASE, nacido y criado en la comunidad campesina indígena de Las Carpas, ubicada en el departamento Alberdi.
Ernesto Luis Porta es un empresario acaparador más, que compra posesiones de tierras mediante cesiones de acciones y derechos. Como relatan desde el MOCASE, «estas cesiones se caracterizan por ser imprecisas, indeterminadas, con escasa descripción del bien cedido a tal punto de ser absolutamente relativo el inmueble comprado. Porta trata de justificar con la maniobra mencionada, el posterior apoderamiento de superficies donde viven y ejercen posesión otras familias distintas a los supuestos vendedores. Esto lo hace a partir del apriete, en términos más precisos, la coacción ejercida por parte del grupo armado contratado por el mismo Porta».
El modus operandi de los empresarios acaparadores
Se trata de la construcción de una escena ficticia de cesión de propiedad por parte de alguien que no puede justificar la superficie que declara. Luego, personajes como Porta contratan a la patota del momento para hostigar violentamente las familias poseedoras de la superficie pretendida, hasta expulsarlas. Pero la expulsión no siempre se concreta, gracias al nivel de organización y solidaridad de las familias y al soporte del MOCASE.
En Santiago de Estero, existe una muestra clara de «inseguridad jurídica» cada vez que fiscales y jueces forman parte de transacciones espurias contra los damnificados, haciendo la vista gorda ante los graves delitos cometidos por los empresarios. De hecho, en algunas ocasiones la alevosía del incumplimiento judicial motivó procesos de intervención federal en la provincia. «Así, se pueden detectar, con fecha de décadas anteriores, muchos remates en bancos, producto de prendas o créditos que nunca fueron pagados por sus aparentes titulares; o transmisiones de dominio sin que se produzca la llamada ‘tradición'»., insisten en el MOCASE.
Otros empresarios que habrían contratado los servicios criminales de los Padilla, mencionados en distintas comunidades santiagueñas, son el empresario santiagueño oriundo de Nueva Esperanza, Esteban Boix; Saúl Cortada, empresario santafecino; Hernán Cossio, empresario tucumano; Flavian Strukov, político y empresario tucumano; Damián Alejandro Porta, familiar y socio de Ernesto Luis, quien además registra graves denuncias por parte de integrantes de la Comunidad Indígena Tres Leones del Pueblo Originario Vilela (entre los años 2005 y 2013).
Estos personajes, expropiadores de mala muerte o millonarios con ambiciones, odian la desobediencia organizada, las comunidades y las redes tejidas en base a la defensa de la vida, en cada territorio. De hecho, gracias a la organización, las comunidades que integran el MOCASE, a lo largo de todo este tiempo fueron denunciando los ataques y registrando a los responsables. Con el dolor a cuestas por la saga de asesinados y toda la violencia sufrida, pacientemente, denunciando, defendiendo su forma de vivir con el cuerpo, perseverando en las acciones colectivas, con inteligencia organizativa, estos espacios nos enseñan formas de pelear. No pocas veces, la presencia del MOCASE desalienta a buscones de negocio fácil, a gringos y locales que se creen dueños antes de tiempo.
Un fallo con sabor a justicia
Hoy, Jonathan Padilla y algunos de sus comandados se encuentran detenidos acusados de homicidio agravado. También se encuentra detenido por el poder judicial santiagueño Ernesto Luis Porta como «acaparador» y coautor de las amenazas y del homicidio. Se trata de un hecho destacable, teniendo en cuenta la historia de fallos adversos que los damnificados sufrieron siempre a manos de victimarios poderosos con influencia en jueces cómplices. Desde el Movimiento, señalan la importancia del fallo, ya que vienen trabajando muy fuertemente durante los últimos largos años en una estrategia jurídica sólida, con argumentos sobrados y pruebas siempre de su lado, en contraste con la historia previa de injusticias.
Desde un punto de vista político, no es muy difícil advertir lo que se enfrenta en estas situaciones. Por un lado, una organización que lleva 34 años defendiendo la tierra, construyendo tramas solidarias, un movimiento que creó una universidad campesina (UNICAM), una escuela de agroecología, entre otras modalidades de formación, que está asociado a la producción de alimentos saludables y a una forma de vivir que integra a las personas, el paisaje, el trabajo, los saberes, las tradiciones.
Por otro lado, el agronegocio, con sus tóxicos y su monocultivo agresivo con la tierra y la biodiversidad, que producen alimentos dañinos para la salud o directamente transforman un paisaje entero en un manojo de commodities para la exportación, para los cuales es más importante la valorización financiera de lo que puedan extraer que el cuidado de la vida. Como si fuera poco, estos empresarios son capaces de recurrir a la violencia criminal mandando a matar a un chico que se resiste o amedrentando hasta expulsar familias enteras. «Ganancia o muerte» parece ser su lema, pero como la cobardía también los caracteriza, no son ellos los que ponen el cuerpo.
El homicidio de Fabián, el joven integrante del MOCASE, se da en un nuevo contexto de empoderamiento de los sectores más concentrados del capital, con unas fuerzas de seguridad ideologizadas y una ministra que en su gestión anterior dejó al menos dos asesinados por las fuerzas que comandó y encubrió. Hoy, somos testigos de un intento por parte del gobierno nacional de amedrentar a quienes se atrevan a oponerle ideas distintas, a cuestionarlo, a criticarlo con el cuerpo presente.
La violencia estatal que tiene como principal responsable al presidente Javier Milei y a Patricia Bullrich se encarna en las personas detenidas ilegalmente y acusadas por un fiscal como Carlos Stornelli, un gris jefe de seguridad de Boca, que no escondía su amistad con el jefe de la barra brava, ascendido por la mano de Mauricio Macri a las esferas del Ministerio Público Fiscal. Las acusaciones no resisten análisis jurídico ni histórico: un gobierno procesista acusando de intento de golpe de Estado a unos estudiantes, una jubilada, un ajedrecista y un vendedor de empanadas.
El mal puede ser banal, como sostuvo Hannah Arendt, pero en Argentina llega a ser incluso bizarro. ¿Qué claves hay en la historia del MOCASE para ejercer la defensa de nuestros derechos más básicos? ¿Es posible avanzar judicialmente contra la ilegalidad cometida por policías de todos los rangos y funcionarios responsables? ¿Quién va a investigar a los infiltrados que dieron vuelta y quemaron un auto frente a los mismos policías que, en lugar de actuar en ese preciso instante, prefirieron minutos después taclear a una joven que caminaba por la vereda o asfixiar a un chico que recién salía del subte para manifestarse?
La génesis del conflicto en Santiago del Estero, que deja ver lógicas específicas de funcionamiento, tipologías de actores y formas de resistencia y solidaridad, se cruza hoy con la necesidad de los sectores democráticos de la sociedad argentina de reinventar su propia resistencia y organizar su contraofensiva pacífica, por las vías política, comunicacional y jurídica.