En el monte acostumbrado a este sol tremendo hay aulas. También docentes en lucha. Maestros del Mocase que dan cátedra en la Universidad Campesina e Indígena de Santiago del Estero. A la casa de altos estudios de las comunidades campo adentro se llega desde la derretida cinta asfáltica de la Ruta 9. El llano en llamas.
Kilómetro 924, tórrido sur santiagueño, frontera con Córdoba. A pasitos de la localidad de Villa Ojo de Agua, entre los pastizales sedientos escala un camino de ripio que conduce al aula magna. Monte, casita, puro monte… De repente, el gran galpón de usos múltiples. “Unicam Suri”, saluda desde su fachada. Abraza sus paredes de barro una colorida primavera muralista: la multitud agraria marchando por sus derechos, la bandera celeste y blanca, el emblema de la orga, el rostro del sabio dirigente Raymundo Gómez y los puños curtidos siempre en alto. “Unión, Lucha, Resistencia”, tres palabras tatuadas a mano, tres pilares fuertes como madera de quebracho que sostienen las batallas de los de abajo, en estos pagos siempre castigados por los de arriba. Lecciones de vida en la escuela del monte.
El camino de Santiago
Si la siesta es religión en Santiago del Estero, Guillermo Durán es un ateo. No cree en el descanso. El muchacho labura sin parar durante las horas sagradas en que se frena la provincia entera. Es porteño de nacimiento, pero santiagueño por elección. En 2007, cuando todavía era un joven estudiante de Agronomía de la UBA, Durán tuvo una epifanía en su primer encuentro con los cumpas del Mocase: “En la facultad me formaban para ser un soldado del agronegocio: el campo mecanizado, la exportación de granos de soja y maíz, la generación de riqueza para unos pocos. Acá conocí la vida campesina, otro modelo de agricultura, la organización de base, la lucha por la tierra y la construcción colectiva. Un mundo más justo”.
Hace diez años que Guillermo pone su granito de arena en la organización. El Mocase tiene varios más: fue creado el 4 de agosto de 1990, por hombres y mujeres que peleaban por sus tierras en las épocas seminales del menemato y su pesadilla transgénica. La defensa de las comunidades, la reforma agraria integral, la soberanía alimentaria, la agroecología y la vuelta al campo son las banderas que siguen levantando 34 años después. Frente a las topadoras de los empresarios saqueadores y el Estado socio en el atraco: ni un paso atrás, ni un metro menos de tierra.
En 1993, el Mocase participó de la creación del Movimiento Internacional Vía Campesina (VC), que hermana a millones de trabajadores del campo en más de 70 países. Junto a otras organizaciones, en 2005 fundó el Movimiento Nacional Campesino Indígena (MNCI), un espacio que reúne a miles de familias con inserción territorial en toda la Argentina. Las dificultades históricas de las comunidades en el acceso a la educación superior impulsaron la creación de su propia escuela, la Universidad Campesina e Indígena S.U.R.I (Sistemas Universitarios Rurales Indocampesinos). La semilla se plantó en 2011 bajo la filosofía del “buen vivir” –Sumaj Kawsay en quechua-, que propone habitar el planeta de una manera armónica con la naturaleza. Vida en comunidad, frente a la lógica extractivista del capitalismo.
Guillermo no para. Mientras gasta alpargatas caminando de acá para allá por el campus -de la huerta al corral donde chanchos y cabritos veneran la bendita siesta-, Durán da una clase sobre pedagogía del oprimido digna de Paulo Freire: “La educación tradicional bajaba línea para que los jóvenes se fueran de sus comunidades. Los pibes se formaban como técnicos electricistas, y la realidad en los parajes era no tener luz, tampoco agua y gas. Entonces el Mocase empezó a pensar una educación para el campo, desde las comunidades y sus saberes”. Primero se articuló con universidades urbanas, pero después la autonomía creció desde el pie y floreció la Escuela de Agroecología. Con el tiempo salieron otros brotes verdes: la Escuela de Psicología Social y la Escuela de Comunicación Popular y Comunitaria. Teoría y práctica, la ideología es tierra que se labra.
“En la Unicam hay formación técnica y productiva, pero con tamiz político. Este espacio es mucho más que una universidad, que un lugar de formación”, suma su voz en la caminata Norma Michi, licenciada en Educación, laburante histórica y cráneo candente de la organización pedagógica. También, docente del taller de cerámica. Norma está metida en este baile, chacarera combativa, hace más de 20 años: “Acá convive una comunidad, se produce para abastecernos, dialogamos con los compañeros en el territorio, ponemos el cuerpo en los conflictos. Es un sueño hecho realidad. Algo hermoso es ver cómo los estudiantes toman la posta en las luchas históricas del Mocase”. La Unicam es un semillero.
La comunidad
Campesinos, indígenas, trabajadores urbanos y rurales. Todes tienen lugar en la comunidad de la Unicam. Corrales, huertas, espacio para las infancias, salón de usos múltiples con decenas de camas, cocina, generoso comedor y hasta una radio -la FM Suri Manta- se integran en armonía con la montaña mágica.
La universidad también es el hogar de los laburantes del proyecto y una casa reconocida por la Sedronar, que recibe con los brazos abiertos a pibes que vienen en situación de vulnerabilidad por consumos problemáticos. Convida un mate y hojitas de coca Matías “Chuschalo” Jara, egresado y miembro de la coordinación: “Se les dan herramientas. Llegan de pueblos y ciudades. Formosa, el norte de Santiago, de Añatuya, y hasta de Mendoza y Buenos Aires. Muchos tuvieron una vida de mierda, changos explotados que no cobraban ni la transpiración que perdían en las quintas. Acá se los abraza fuerte”.
Antes que el sol despertó la joven Belén Cejas para preparar el desayuno de sus cumpas y también de las gallinas. La “Nego” es del Chaco, creció entre algodones, pero sabe de sacrificios. Llegó a la Unicam para estudiar educación especial y no se fue más. Da una mano con las tareas de los más chiquitos, en la parquización y la cocina: “Me salen bien los guisos, las salsas, depende lo que haiga. Es una gran familia, todos tiramos para el mismo lado”.
Duchando el maíz anda Ramón Farías en la huerta. Manguera en mano, el estudiante de Agroecología recuerda la historia de lucha de su pueblo: “La Simona, que en los noventa fue símbolo de resistencia contra las topadoras con la Carpa Negra. Tengo abuelos y padres campesinos; criamos ganado, chivos, vivimos tranquilos, pero aparecen empresarios, nos matan animales, nos fumigan. Gracias al Mocase recuperamos lo nuestro”. Chocho anda el pibe entre zapallos, rudas macho, cebollitas de verdeo, perejiles, acelgas y los tomatitos que van a estar gordos para después de Navidad: “Antes andaba en las calles, medio perdido. Estoy feliz de poder estudiar”. El Mocase banca a full la formación: estadía, material pedagógico y los encarecidos pasajes.
Maira Alzogaray amasa un bollo de prepizza grande como una nube. Es egresada en Agroecología, de la escuela del Mocase que funciona en Quimilí, otro bastión de la orga. Mientras corta cebollitas con precisión, la jujeña de sonrisa blanca como un salar del Altiplano comparte: “Acá aprendí los derechos nuestros, el compromiso comunitario y el amor por el colectivo. Les doy de comer todos los días, no se puede pelear con la panza vacía”.
Que vivan los estudiantes
Melani Rita Quiroga es de Guasayán, una comunidad anclada a 100 kilómetros de la capital santiagueña. Egresada con honores en Agroecología, la piba de 27 pirulos lleva la militancia en la sangre: “De muy chica participaba en las reuniones para defender nuestras tierras, iba con mi tía que es referente indígena, yo era muy chiquita. Allá vienen los empresarios y te sacan a patadas, te matan los animales. En la escuela aprendí sobre la producción con fines sociales, pero también sobre cómo tenemos que organizarnos. La salida es colectiva”.
Melani comparte mate y militancia con Baltazar Maidana. Se arrimaron a la Unicam para hacer el curso en Comunicación Popular. El morocho es oriundo de Santiago capital, madre de ciudades de nuestra patria. Dice que la lucha no tiene fronteras, se pelea parejito en los pueblos y en los postergados conurbanos. En tiempos de individualismo y miserias mileístas, Baltazar no baja los brazos: “Somos herederos de luchas que tienen décadas. Campesinos, hacheros, indígenas, los explotados de siempre. Está feo el presente, duele, ahora nos toca pelearla a nosotros”. El cierre es de guitarreada, con el sol despidiéndose en el monte. Baltazar le da duro y parejo a la viola. Recita los versos eternos de “A Don Yuma Gómez”, hace memoria histórica hecha chacarera, dispara verdades: “Al ver su rancho tan pobre / ay que dolor que me da / ahí sí que diría Yupanqui: ‘Dios no pasó por acá’”.
Difundiendo la voz de las comunidades campesinas
La FM Suri Manta es una de las seis radios del Mocase. Su sede en la Unicam es una casita que imita en su arquitectura la forma de dos huevos de suri, el ñandú que corre libre por el monte santiagueño. Macarena Ormello le pone voz a “Gomerazo a tu memoria”, el informativo matinal que acerca noticias a las comunidades: “Somos la voz del monte adentro. La radio es información, pero también es un servicio. Sobre el clima, sobre los conflictos con la tierra, pero también damos una mano si se pierde una majada de cabras. Llama la gente y avisan por dónde andan”. La radio es compañía, y también música: “Te abraza en pleno campo. Suena mucho chamamé, cuarteto y no puede faltar el folklore”. Clásico de clásicos, como himno flota en el aire del estudio la voz de Peteco Carabajal y sus “Caminos santiagueños”.
La comunicación popular y contrahegemónica es otro pilar de la Unicam. José Luis Arce es un dirigente formoseño de la comunidad Pilagá que se arrimó para formarse en esta trinchera. Hace videos sobre derecho indígena en TikTok: “Es una herramienta vital, un derecho de nuestros pueblos. El derecho a tener voz y contar nuestra historia”.