La del viernes fue una noche sin estrellas (todo un mensaje de las “fuerzas del cielo”). Bien al tono, la zona céntrica de la Ciudad estaba militarizada: más de cuatro mil mastines humanos con escudos y armamento de todo tipo cubrían hasta el último rincón. Entonces, en medio de la oscuridad, emergió a lo lejos, desde el fondo de la Avenida de Mayo, la procesión presidencial, que incluía motociclistas policiales, granaderos a caballo y guardaespaldas. Éstos iban a la vera de tres camionetas negras que transportaban a Javier Milei y su comitiva hacia “la luz al final del túnel”; es decir, el Palacio del Congreso, cuya cúpula, bajo la penumbra, estaba iluminada.
La transmisión televisiva de esta parte del asunto –por cadena nacional– remitía a la estética nocturna de Leni Riefenstahl, la documentalista nazi que registró con sombría destreza ciertas postales triunfalistas del Tercer Reich.
No menos notable fue, a continuación, el primer plano del largo abrazo de Milei con la “vicepresidente” (sí, con “e” final, tal como lo establece una reciente normativa contra toda clase de perspectiva de género), quien salió a recibirlo en la explanada del edificio. Conmovedor. Máxime cuanto todos saben que se aborrecen y que ella anhela la caída de él para reemplazarlo. Ya en el recinto de la Cámara de Diputados, Milei lucía exultante. Era su hora de gloria. Detrás de la ya famosa tarima, subido a un banquito para así disimular su escasa estatura, se exhibió amenazante, fantasioso y mesiánico al definirse como el gran transformador nacional. Y en sólo 83 días de gestión.
En cierto modo la razón lo asistía: durante ese lapso, la normalidad del país cambió de modo súbito. Para millones de personas, la vida cotidiana dio un giro de 180 grados. Y todo lo que resultaba familiar se tornó extraño.
Ya corrieron ríos de tinta sobre su discurso: la cruzada contra la “casta”, la épica del ajuste, la defensa de la mano dura, la apología del negacionismo y un pacto político para imponer un nuevo orden, entre otros tópicos.
Su hinchada lo aplaudía a rabiar una y otra vez.
El efecto entre esas ovaciones y las desgracias anunciadas por el orador le confería a la escena un toque de irrealidad.
Imaginemos que allí estuviera George Orwell a sus 44 años de edad; o sea, cuando ya escribía su novela, 1984. Imaginémoslo observando la cara de Sandra Pettovello, la titular del Ministerio de Capital Humano.
Pues bien, el régimen distópico que él describe posee un “Ministerio del Amor”, cuya función es administrar los castigos a los ciudadanos díscolos.
O escrutando al titular del Ministerio de Economía, Luis “Toto” Caputo.
Pues bien, en su texto él habla del “Ministerio de la Abundancia”, cuya función es planificar la economía con el objetivo de que los ciudadanos vivan siempre al borde de la subsistencia mediante un severísimo racionamiento.
¿Y qué vería en la cara del titular del Ministerio de Defensa, Luis Petri?
Pues bien, en el libro hay un “Ministerio de la Paz”, que se encarga de promover las guerras y, además, trata de que sean permanentes.
Claro que esa obra también cuenta con su propio Manuel Adorni, quien reporta al “Ministerio de la Verdad”. Su propósito: manipular informaciones periodísticas y datos históricos para conseguir que las evidencias del presente y del pasado coincidan con el relato oficial.
El lenguaje mismo –así como sucede en la actualidad– es un cuchillo de doble filo. La esclavitud es libertad, puesto que los esclavos se sienten libres al no saber lo que esto significa. La ignorancia es fuerza, puesto que la falta de conocimientos evita cualquier tipo de rebelión. La guerra es la paz, puesto que provoca la docilidad de los ciudadanos ante el temor al enemigo.
Tal lógica se basa en un principio irrefutable: todo lo que no forma parte del lenguaje no puede ser pensado.
Orwell se hubiera hecho una panzada con un individuo de carne y hueso que cultiva el anarco-capitalismo (ya de por sí el lazo entre ambos conceptos deriva en un oxímoron) para pulverizar precisamente al Estado que él mismo encabeza, por ser, según su óptica, la fuente de todas las disfunciones sociales de la condición humana.
En resumen, 1984 puso en circulación la idea del Estado omnipresente.
Custodiada por la “Policía del Pensamiento” a través del largo brazo del “Gran Hermano”, el líder que digita sus actos desde la misteriosa “Habitación 101”. Allí se anula en la mente de las personas todo aquello que impida su devoción y confianza ciega hacia él. Nada muy distinto a los regímenes que, en el plano de la realidad, trastocan la transmisión mediática de los acontecimientos, junto a la práctica de la vigilancia masiva y la represión política.
¿Qué hubiera sentido el pobre Orwell al ver que, con el paso del tiempo, su monumental distopía quedaría reducida a una obra naturalista?
Ya era casi la medianoche cuando Milei se retiró del Congreso con la misma alegría que mostró a su llegada.
Cada tanto, con gases lacrimógenos y bastonazos, la policía aceleraba la desconcentración del gentío. Lentamente, todo volvía a la normalidad. Pero sin que el Gran Hermano dejara de vigilar a su rebaño.