Hasta hace algunos años, Alto Comedero, para la mayoría de los argentinos, no significaba nada o casi nada. Ahora, quiere decir muchas cosas: arbitrariedad, presos políticos, alto riesgo para las garantías individuales, alerta roja. También, Alto Comedero es organización, trabajo militante, obras populares monumentales, lucha. En una palabra, decir Alto Comedero es decir Milagro Sala.
Y aunque sea obvio y uno lo haya leído mil veces, estar allí, hablar con Milagro y ver la obra monumental de la Tupac Amaru es tomar verdadera dimensión de lo que esta dirigente social indígena es capaz de inventar y construir. ¡Cómo no la va a hostigar un gobierno de ricos! ¡Cómo la justicia no la va a perseguir, incluso desobedeciendo los llamados de organismos internacionales como Naciones Unidas! Si la obra de una sola Milagro resulta tan perturbadora ¡qué pasaría si fueran diez o cien!
El viaje hacia Milagro empezó un lunes de marzo con un whatsapp: «Soy Estela Díaz. Recién llego de ver a Milagro Sala. Ella quiere saber lo que pasa en América Latina. Conocer la situación política de la región. ¿Te gustaría ir?», me escribió la dirigente de la Secretaría de Género de la CTA.
Y así llegué el miércoles en un vuelo de Aerolíneas Argentinas (empresa visiblemente deteriorada, con mala comida y peor atención) hasta Jujuy y, desde allí, en auto con la periodista Sabrina Roth como guía imprescindible, hasta el penal de Alto Comedero.
El frente de la cárcel huele a hormigón fresco. El gobernador Morales hace muy poco hizo asfaltar la calle, poner un vallado gris acerado y construir nuevos panópticos. Según me explicó una mujer del Servicio Penitenciario las construcciones «tienen apenas cuatro o cinco meses». Pienso, con suspicacia, que probablemente se deba a la inminente visita, en mayo, de la Comisión Internacional de Derechos Humanos: querrán dar una impresión prolija y humanizada de la cárcel.
Atravesamos un par de controles, tres compuertas con rejas (cada una con su respectiva iconografía católica, o sea, un altarcito despintado con una Virgen y un Niño dentro de una urna de cemento, sin flores, sin velas, sin ofrendas) hasta el interior del penal. Tuve que dejar todo incluyendo mi documento y mi celular (lo que significa que no habrá fotos con Milagro), pero autorizan pasar los libros y mi libreta de apuntes.
Milagro viene con paso rápido y me abraza. Le cuento cuántos amigos, colegas, vecinos me mandan saludos y el mensaje de «¡Milagro mucha fuerza!».
«¿Quiénes?», pregunta.
Y le recito decenas de nombres. Me dice que está contenta con el dictamen de la Procuradora General, Gils Carbó, que determina la ilegalidad de su detención y reclama que se deje sin efecto. Estamos en el patio de penal: un lugar amplio con pasto donde se eleva la «ranchada». una especie de quincho con postes de madera, techo de mediasombra y piso de tierra. Allí daré mi «clase», halagada porque esta mujer, a pesar del encierro y el hostigamiento, tiene deseos de oírme y de conocer más sobre política internacional.
Trae una bolsa con semillas de girasol y se dispone a escuchar mi intento por ordenar en esquemas el gran caos global. De repente, algo de mi explicación le parece importante, se levanta como un rayo y vuelve con un cuaderno y un marcador negro. «De eso no me quiero olvidar», y anota mi última frase: «El presupuesto militar de Estados Unidos es descomunal: ellos solos gastan lo mismo que los 198 países restantes del mundo sumados.» De inmediato me pregunta por las armas que mandó a comprar el presidente Macri. «¿Es para pelear con algún vecino? ¿Es para defender Malvinas?». La respuesta es extensa: intereses de Estados Unidos y el aparato militar industrial; la estrategia del partido Cambiemos para seducir a las Fuerzas Armadas y policiales nacionales y cooptarlas como aliadas; la represión
El tiempo no alcanza. Pronto se acaba la hora de visita por lo que aprovecho para saludar, antes de irme a las otras presas políticas; Gladys Díaz, Mirta Aizama, Graciela López y Mirta Rosa Guerrero, alias, Shakira, hermosas todas aun con su visible estado de angustia. Luego me despido de Milagro. Me asegura, entusiasmada, que va leer todo lo que le llevé y que quiere que vuelva para discutirlo. Nos abrazamos largamente y, con lágrimas en los ojos, recuerda el nombre de cada una de las personas que mencioné cuando nos encontramos: «Deciles que mi lucha sigue. Que su fuerza es mi fuerza. Que gracias.» «