Vivimos en Argentina el capítulo local de un fenómeno mundial. La fortaleza de la derecha se sostiene en la falta de una gran retórica sobre el desarrollo. La crisis del 2008 demostró que la libertad de mercado no generó ni prosperidad generalizada ni derrame, sino una violenta redistribución regresiva y, de yapa, la mayor crisis económica en ocho décadas. Fue la muerte política del neoliberalismo.
Los organismos hasta entonces encargados de promover los mantras que sostenían un discurso creíble sobre el camino hacia la prosperidad, no logran crear una nueva retórica. La crisis climática y la migratoria, la profundización de la desigualdad y los crecientes conflictos bélicos ponen en evidencia el fracaso tanto de la economía neoclásica como de la socialdemocracia, que se aferra neciamente a una democracia formal dominada enteramente por el poder económico cada vez más concentrado.
Los “poderes fácticos” efectivamente marcan los límites de lo que los gobiernos pueden hacer. La mimetización de los partidos liberales y demócratas evidencia el triunfo del capital. El primer saqueo sin legitimidad lo concretaron ambos partidos en plena crisis, cuando acordaron salvar a los bancos a costas de un salvaje ajuste a futuro. Las clases obreras se enojan y votan a un Trump que les dice que sabe cómo devolverles sus trabajos, mientras los demócratas defienden el statu quo neoliberal y globalista que enterró las fábricas del cinturón industrial y entronizó a Wall Street.
Los ricos saben que ya no cuentan con un relato creíble que legitime la libertad de mercado, y se apuran a manotear todo lo que puedan sostenidos exclusivamente en su poder y en el servicio de protección brindado por las clases políticas y sus policías.
Lo que vivimos en Argentina es eso: un saqueo sin legitimidad política. La velocidad del ajuste lo evidencia. Ninguna de las medidas adoptadas por Milei apunta a hacer crecer la economía. En vez de fomentar el aumento de la productividad a través de la mejora de los procesos productivos, se elige reducir costos laborales. Redistribución sin crecimiento económico, a puro palazo y bala de goma. Reducción del Estado, sin promover la generación de empleo en el sector privado. La desocupación inducida profundiza el destino esperable: salarios más bajos, en un país en el que casi la mitad de quienes trabajan por un sueldo son pobres. La ruina del mercado interno y de todas las industrias que viven de él está sellada. No hay un plan para evitarlo. El menú de la reconversión forzada se reduce a los negocios privados en hidrocarburos y finanzas. De la generación de empleos que se encarguen las apps.
En el plan de Milei los trabajadores no somos ni mano de obra barata para la producción para exportación, ni consumidores para la industria mercadointernista. Al modelo le sobran varios millones de personas. Milei lo sabe, y presta gustoso el pellejo a este experimento diseñado para mostrarles a los más ricos, de la Argentina y del mundo, hasta dónde pueden apretar.
Si Milei se cree las mentiras del libre mercado destruidas por la propia historia, es anecdótico. Mientras lo acompañen los jóvenes engañados, la clase obrera enojada y los tilingos de siempre, seguirán saqueando los bienes comunes y el esfuerzo de quienes trabajamos. Y si no hay crecimiento ni derrame, bueno… “que me vengan a buscar a Miami”.