La segunda de las dos autobiografías que escribió Vladimir Nabokov se llama Habla, memoria. En el título parece exhortar para que los recuerdos viajen del pasado hacia el presente. Los recuerdos, por supuesto, le obedecieron mansamente y se sometieron a la maravilla de su escritura.

Quienes, obviamente, no somos Nabokov carecemos del don de la invocación y los recuerdos acuden desordenados a nuestra memoria ante ciertos estímulos.

“Los locos de la sala 5 se callan y se quedan quietos, por favor”, increpaba yo de chica a unos locos imaginarios de un manicomio imaginario del que yo era la imaginaria directora. Mi actitud provocaba la risa de mis padres. Según deduje con el tiempo, a los locos no se les puede pedir que hagan cosas de cuerdos, como callarse y quedarse quietos. Mi concepción de la locura era más bien escolar, pero lo cierto es que aquellos locos, en mi juego solitario, eran como alumnos obedientes que acataban mis exhortaciones.

Recordé aquel juego infantil cuando Milei subió al gobierno, motosierra en mano. Le decían y continúan diciéndole “el loco”. Sin embargo, a diferencia de aquellos locos imaginarios de mi infancia, los de la sala 5, él parece renuente a las exhortaciones, excepto que vengan del Norte. Simultáneamente recordé una frase que decía mi abuela por la época en que yo estaba empeñada en el disciplinamiento escolar de mis locos imaginarios: “ése se hace el loco para no ir a la guerra”. Se refería, por supuesto, a aquellos que fingen demencia para pasarla bien.

A pesar de jugar a la jefa del manicomio durante la infancia, no me dediqué a la psiquiatría ni a la psicología y hoy poco me importan las clasificaciones psiquiátricas referidas a los malvados porque esta película ya la vi: algo similar se decía de los torturadores de la dictadura a los que solía pintarse como infrecuentes y excepcionales monstruos y no como cobardes que optaron por refugiarse cómodamente en la impunidad, como seres que hacían lo que hacían, sencillamente, porque podían.

Es cierto que nunca había visto a un candidato a presidente disfrazado de General Anarco-Capitalista (An-Cap), como se autodenominaba quien cumplió mediante los medios más extravagantes su cometido de llegar al gobierno cuando se vestía con unas ridículas calzas negras y una capa amarilla, una suerte de taxi viviente capaz de conducir un país y estrellarlo contra una columna. 

Sin embargo, según mis anárquicos recuerdos, también es cierto que antes hubo otros disfraces que varios miembros de este gobierno recrearon sin ningún miedo al ridículo llevándolos al absurdo total: camperas camufladas como para luchar en la ya pasada guerra de Vietnam para ir a decirles a los bahienses que se arreglen solos, gorrita con visera y disfraz policial para jugar a la exterminadora del narcotráfico, todos disfraces que delatan una violenta vocación militarista que no se resigna a la frustración. También hubo una diputada cosplayer que hoy ha optado por el atuendo masculino y hasta un disfraz de cowboy en la Embajada de los Estados Unidos que se usó no tanto para remedar las películas del lejano Oeste como para celebrar al Cercano Norte. Creo que en esta época de bolsillos flacos para quienes viven de un sueldo o una jubilación, la única opción rentable sería poner una casa de alquiler de disfraces en la esquina de Balcarce 50.

La marcha de jubilados del último miércoles que, según el gobierno y ciertos medios, estuvo apoyada por barras bravas y violentos grupos de izquierda, también convoca a mis anárquicos recuerdos.  Es que esta película también la vi. El gran problema de tener muchos años es esa sensación de déjà vu casi constante que, sin embargo, no produce acostumbramiento ni reduce el dolor, sino que, más bien, lo multiplica.

Era apenas una adolescente cuando la policía asesinó en Córdoba al estudiante y obrero Santiago Pampillón y entraba de lleno en la vejez cuando la gendarmería asesinó a Santiago Maldonado.

Faltaban apenas tres años para que comenzara el siglo XXI cuando asesinaron  al reportero gráfico José Luis Cabezas de editorial Perfil, donde yo trabajaba en ese momento y, transcurrido un cuarto de siglo, una granada de gas le destroza la cabeza al reportero gráfico Pablo Grillo.

Recuerdo la conmoción del camarazo de entonces: los fotógrafos con la cámara en alto pronunciando el nombre del compañero, lo mismo que el camarazo de este jueves.

Ya vi a los reporteros alcanzados por balas de goma como el fotógrafo de Tiempo Argentino Edgardo Gómez, herido este último miércoles. Ya vi hace mucho, hace poco y ahora mismo el coche policial incendiado por la propia policía. Ya antes y ahora vi a los jubilados hambreados y apaleados. Ya vi a represores que difunden sus mentiras antes periodistas complacientes, incluso ante periodistas que dicen conocer muy bien las tragedias de Shakespeare, pero que no reparan en la gran tragedia nacional a la que contribuyen con su silencio cómplice.

Pero los años también me enseñaron que nada es para siempre. Que también a los que se hacen los locos para no ir a la guerra les llega la hora de la verdad e incluso, a veces, les toca replegarse escolarmente como los locos imaginarios de la sala 5. No es frecuente, pero sucede. Cuando llega ese momento, aunque la casa de disfraces de la esquina de Balcarce 50 permanezca abierta, ellos ya no encuentran de qué disfrazarse.«