Paul McCartney suspendido en el aire. Vestido sólo con una diminuta malla azul y blanca, con sus brazos abiertos, capturado justo antes de zambullirse en una pileta. Click.
Bosteza, cierra sus ojos, Jimi Hendrix parece aburrido de todo. A su lado, Noel Redding y Mitch Mitchell juegan a ser coristas. Click.
Paul barbudo, la pequeña Mary, Linda (con su inseparable cámara apuntando) y su perro se miran en el espejo del baño. Click.
Jagger y Brian Jones, dandys británicos navegando el Río Hudson. Click.
George apenas sonríe, Ringo y su prendedor del submarino, Paul le estrecha la mano a John. Pulgar arriba de John. Risas. Click.
Casa de campo en Escocia. Paul, en bata y chancletas, hace equilibro sobre una cerca, Heather juega sobre el pasto y Mary salta desde el capot de una Land Rover. Click.
Ya lo advirtió Susang Sontag en su ensayo Sobre la fotografía: “Una foto es un fragmento: un vislumbre. Acopiamos vislumbres, fragmentos. Todos almacenamos mentalmente cientos de imágenes fotográficas, dispuestas para la recuperación instantánea. Todas las fotografías aspiran a la condición de ser memorables; es decir, inolvidables.”
Algo de esa inmortalidad forjada en celuloide se aprecia en las páginas de Linda McCartney: Life in Photographs, el libro craneado por la familia McCartney a pleno (Paul y sus cuatro hijos participaron en la selección y aportan textos introductorios), que ensaya una retrospectiva sobre el monumental legado fotográfico de la desaparecida Linda. Navegando entre el retrato pop y el álbum familiar, el volumen traza una crónica fotográfica que emprende una gira mágica y misteriosa por el Swinging London, la realeza rockera de los sesenta y la intimidad hogareña beat.
Linda Eastman, fotógrafa
¿Nacida para ser fotógrafa? Algo de eso hay en la historia de Linda Eastman. Primero aclaremos una vieja confusión: su linaje familiar nada tiene que ver con los dueños del emporio de la imagen Eastman Kodak. Su verdadero árbol genealógico se remontaba a una familia acomodada de inmigrantes judíos de Nueva York. Papá Lee era un respetado abogado experto en el mundo del arte y mamá Louisie, heredera de una descomunal cadena de tiendas, una ama de casa ejemplar que se dedicó a criar a sus cuatro hijos.
Vida acomodada y sin sobresaltos la de Linda: niña bien, chica ilustrada y alumna brillante de exclusivos collage yanquis. En 1962, mientras estudiaba fotografía en Arizona, conoció a John Melvin, su primer marido. A los pocos meses la película parecía repetir la trillada historia familiar: casamiento, nacimiento de su primera hija y un apacible tren de vida. Tres años después, la burbuja estalló en mil pedazos y Linda aterrizó en su natal Nueva York, donde comenzó a trabajar en la glamorosa revista Town y Country. Arrancó como recepcionista, pero se sabe, el apellido tira y el suyo sonaba a fotografía. Linda lo aprovechó y a los pocos meses ascendió a editora junior.
Cuentan que un día recibió en la redacción una invitación que le cambiaría la vida: los Rolling Stones visitaban la Gran Manzana y un publicista tuvo la brillante idea de llevarse a la prensa para acompañarlos durante un lisérgico paseo por el Río Hudson. Las fotos de Linda captaron la esencia de sus majestades satánicas y aparecieron en la portada de la revista Datebook. Fue su primer gran zarpazo dentro del mundo del fotoperiodismo.
Era el año ’66 y en lugares como el barrio Haight Ashbury, el Greenwich Village o Trafalgar Square los hippies aprovechaban las enseñanzas de los beatniks, negaban su calidad de hijos de la opulencia, manejaban las drogas con lentitud eucarística y el yeah, yeah, yeah de cuatro chicos epilépticos de Liverpool no dejaba de sonar en el ambiente. Había tanto para retratar y Linda se metió de cabeza en las trincheras de la revolución armada con su cámara de fotos.
Aquella rubia algo desgarbada con aires de groupie se convirtió en la fotógrafa VIP de la realeza pop de los años sesenta. Su lente inmortalizó las andanzas de Frank Zappa, Bob Dylan, Janis Joplin, Simon & Garfunkel, The Who, The Doors, Grateful Dead y compañía. Si hasta el mítico graffiti “Clapton es Dios” hizo el milagro y Linda se convirtió en la primera fotógrafa en conseguir una portada en la revista Rolling Stone con una imagen del santo patrono de la guitarra.
Lady McCartney
De aquella época viene el mito de la Linda groupie “come famosos” y una lista de conquistas que iba de Mick Jagger a Warren Beatty, pasando por Jimi Hendrix y Graham Nash, hasta que en un pub londinense, en plena locura del Swinging London, conoció a uno de aquellos chicos del yeah, yeah, yeah. Paul recuerda: “Cuando estaba a punto de marcharse del bar, vi que era mi oportunidad. Le pregunté cuál era su nombre. Fue algo tonto y creo que ella me reconoció. Todo fue muy cursi. Algunos años después les conté a nuestros hijos que si no hubiera sido por aquel momento, ninguno estaría aquí”.
Desde aquella noche, Linda y Paul no se separaron más. El 11 de marzo de 1969, se casaron en Londres. Cuentan que ninguno de los otros Beatles apareció por la ceremonia. Ocho días después, John Lennon volaba a Gibraltar para casarse con, según los diarios amarillos londinenses, “otra extranjera divorciada”: Yoko Ono. La banda de los Fabulosos Cuatro agonizaba (Linda retrató aquella angustiante separación) y buena parte de las culpas recayeron (injustamente) sobre las nuevas integrantes de la familia beat.
Para finales de los sesenta, los Beatles eran historia. Entonces, Paul y Linda se enclaustraron con sus hijos y una manada de mascotas en su castillo de la campiña escocesa a fumar porro y predicar sobre la vida sana. En aquellos años folk burgueses, Linda aprendió a tocar el teclado y hasta se animó a garabatear algunas canciones junto a Paul (“Silly Love Song”, “My Love” y “Uncle Albert / Admiral Hasley”).
Cada tanto, salían del nido y con su proyecto Wings volaban por el planeta llenando estadios. Paul recuerda que Linda “era muy divertida, muy elegante y tenía siempre los pies sobre la tierra. En esos años, ella me enseñó a relajarme. Le importaba mucho más la vida privada que la pública”.
Una década después, Linda se convirtió en la punta de lanza del movimiento vegetariano en Europa, primero escribiendo libros de cocina y finalmente poniendo en marcha una exitosa línea de alimentos naturistas (Linda McCartney Foods), que la ayudaron engordar una pantagruélica fortuna digna de una familia real. El título de nobleza oficial les fue otorgado algunos años después: Isabel II nombró a sir Paul McCartney, Linda comenzó a ser tratada como lady McCartney y dios salve a la reina.
Sin embargo, aquella fotógrafa de trinchera nunca pudo olvidar su primer amor. Durante los años ochenta, Linda se dedicó a retratar con su característico estilo naturalista y sin maquillajes a personalidades de la talla de Allen Ginsberg, Michel Jackson o Jim Jarmusch y también a explorar la fotografía documental (buena parte de ese material se puede apreciar en el volumen Life in Photographs).
Su hija, la diseñadora Stella McCartney, confesó en una entrevista: “Como fotógrafa, mamá era muy honesta y tenía un estilo único, esa era la manera que tenía de encarar su trabajo. Siempre admiré su sentido del humor, y sobre todo su manera de mirar. Tenía una habilidad única para capturar en forma natural la esencia del momento que retrataba. La cámara de fotos era como una parte más de su cuerpo”.
Cuando Linda perdió en 1998 la batalla que había peleado a capa y espada contra un cáncer de mama, su legado fotográfico alcanzaba las 200 mil imágenes. Paul recuerda que sus últimos días juntos los pasaron en la casa de campo que tenían en Arizona, cabalgando y caminado con sus hijos. Una de esas postales familiares que tanto disfrutaba Linda.