“Noticias” llama a sus capítulos Martín Prieto, el autor del hermoso artefacto poético que es Un poema pegado en la heladera.
Quizás por tener su origen en las columnas que escribía para la revista política Panamá, el lugar donde imaginó encontrarse con otro tipo de lectores por fuera de la capilla literaria, y con el deseo de abrir el cada vez más reducido círculo de lectores de poesía, es que este profesor universitario, crítico literario e intelectual reconocido de la escena rosarina pero también poeta, escuchó el pedido de los editores de Blatt & Ríos y reunió en un libro todas las columnas con las que los había deslumbrado.
La tapa, un hallazgo, refleja el modo que eligió para transmitir el procedimiento con el que, como en una travesía, vinculó poetas, autores e historias para diseñar el contorno de una pasión cocinada a lo largo de su vida.
Con el libro recién salido del horno, conversó con Tiempo Argentino sobre el poema de Francisco Madariaga que su madre conservaba en la puerta de la heladera y que le dio título al libro, sobre los motivos que lo llevaron a elegir mayormente a aquellos autores con los que se formó como lector y sobre qué se propone a la hora de transmitir un objeto tan escurridizo como la poesía.
Martín Prieto
–En este libro hay una figura que está muy presente y es la de tu madre, no así la de tu padre, Adolfo Prieto, un referente del campo intelectual argentino. ¿Qué relación hay entre el lenguaje poético y la madre?
–Realmente no lo pensé desde ahí. La cuestión es que durante el tiempo que yo escribí estas columnas, mi padre había muerto hacía poco y yo la visitaba mucho a mi mamá, hablábamos mucho. Ella tiene 93 años y una memoria prodigiosa, entonces era muy interesante también para mí conversar con ella de cualquier cosa. Cuando terminé el libro, me di cuenta de que quería dedicárselo a ella y además con esa nominación, “a mi mamá”. Yo quería hacerlo de ese modo, y a su vez también que ella lo leyera de ese modo.
–El libro sigue tu recorrido como lector de poesía, pero además tiene un ritmo poético muy notable, hay frases que se podrían escandir y leerse como poemas. ¿Hay que ser poeta para ser un buen crítico de poesía?
–No, creo que hay grandes lectores de poesía en Argentina, para no irnos demasiado lejos, como María Teresa Gramuglio, como Nora Catelli, como Nicolás Rosa, que son grandes críticos de Saer como poeta, de Juan L, de Hugo Padeletti, y no son poetas, hasta donde sepamos. Sí creo que hay una cuestión que tiene que ver con la práctica, tampoco me desentiendo del todo de eso, que a lo mejor a quienes escribimos poesía, tal vez nos resulte más fácil, en términos de crítica, ver rápidamente procedimientos, recursos, trampas, yeites, Eso es posible.
–¿Para leer poesía es fundamental afilar la percepción?
–Sí, es así. La percepción poética se afila sobre todo leyendo poemas, copiándolos, transcribiéndolos, si uno maneja, así sea mal, una segunda lengua, tratando de traducir, de actualizar.
–Haciendo un repaso por la bibliografía, hay una enorme cantidad de autores y de editoriales rosarinos, santafesinos, del litoral. ¿A qué se debe esta insistencia en “la patria chica”?
–No fue premeditado ni fue una ambición de construir una nueva patria literaria, pero son poetas que yo leo, que leí. Me interesé muy rápidamente por conocer el ambiente en el que iba a escribir. Entonces veía en los bares a Hugo Diz, a Elvio Gandolfo, a Jorge Isaías, conversaba con ellos. En esas conversaciones aprendí un montón de cosas. Creo que tiene que ver con que el libro surgió un poco involuntariamente, a partir de las columnas que iba escribiendo en la revista Panamá.
Entonces, como es un libro que se fue haciendo medio solo, columna tras columna, fue tomando con el tiempo un carácter memorialístico, donde aparecen las cosas que yo leía cuando tenía 20 años, aparecen amigos, aparece mi mamá, aparecen otros poetas de la zona, de la región y de otras regiones.
Pero además, hay una cuestión formal muy presente que es un procedimiento a través de desplazamientos. Un poema de Denise Levertov me lleva a otro de Philip Larkin, que me lleva a otro de Juan L. Ortiz, que me lleva a otro de Juana Bignozzi, y de repente se arma un relato alrededor de cuatro poemas que no tienen relación explícita entre sí. Cosa que para mí era muy liberadora, porque doy clases de literatura argentina hace 25 años y estoy muy regido por la idea de la cronología, de las influencias, y acá me liberé de todo eso.
–¿Por qué creés que Rosario fue un centro de irradiación política e intelectual? Hay una anécdota que contás en el libro que marca esto: Gramuglio, perseguida por la Triple A, viajando a Rosario a fotocopiar un libro que en las bibliotecas de Buenos Aires no estaba, para su trabajo sobre Manuel Gálvez.
–Sí, es increíble. Un libro de Manuel Gálvez que no estaba en las bibliotecas de Buenos Aires y estaba en Rosario. Hay mojones que son muy importantes en la construcción de una cultura argentina, que para mí tienen que ver con una combinación.
Así como podemos pensar la literatura argentina como una especie de combinación, para citar el título de un libro de Teresa Gramuglio justamente, de nacionalismo y cosmopolitismo, yo creo que Rosario logró hacer una cosa medio parecida con la cultura local, es decir, una mirada hacia la literatura argentina, y en ese sentido hay algo de cosmopolita en la cultura rosarina, algo muy abierto, pero a su vez con otro ojo clavado en la referencia de la ciudad, en las calles, el río, la llanura, las revistas.
Yo digo: ¿hay una literatura rosarina? No. Digo: ¿hay una literatura argentina en Rosario? Sí. Esa sería mi fórmula.
–Hablando del trabajo de Gramuglio, La construcción de la imagen, este libro presenta una imagen tuya de autor más como la de un militante del género poético, un personaje de la movida cultural rosarina que como la de un profesor o de un crítico, a pesar de que es un texto de crítica literaria y muy didáctico, además. ¿Estarías de acuerdo con eso?
-Sí, sí, porque efectivamente no es un libro de un profesor, pero creo que no podría haberlo escrito alguien que no fuese profesor. Esa sería la vuelta, ¿no? Pero además, la construcción de una primera persona que pudiera sostener esas opiniones, esos desplazamientos, y estar siempre por detrás de los poemas, también fue un desafío.
A mí me interesa mucho poner en circulación, en las clases, un autor y ver qué pasa, decir, este autor todavía no está, no está acompañado por suficiente bagaje crítico, no ha sido suficientemente leído por otras generaciones y este libro no podría haberlo escrito sin todo ese bagaje.
-Muchas de tus lecturas reconstruyen el contexto de producción de los poemas, reponen datos biográficos, sin embargo, no los explican, sino que abren una puerta más a la interpretación. ¿Qué concepción de la literatura supone este tipo de lectura? Porque, teoría no te falta.
-No. No me gusta, pero no me falta. No me gusta mucho leer teoría literaria, no me gustan los libros que empiezan diciendo, como dijo Foucault, me parece el paraguas de alguien que tiene miedo. Y entonces me parece más sensible acercarnos a un poema a partir de la reposición de cómo se produjo, en qué contexto. Ese relato que yo hago acerca de Ana Teresa Fabani, que es una poeta no muy conocida, que murió joven, pero a la que Juan L. Ortiz y González Tuñón le dedicaron un poema diferente cada uno, el poema de González Tuñón más generalista, el de Juan L. Ortiz más íntimo.
Entonces, me parece que se puede armar algo que te permita acceder a una poeta desconocida, porque se murió joven, porque es de Entre Ríos, porque no tuvo palanca, por las razones que fueran, porque tal vez tampoco tiene una obra enorme, tal vez es una obra en total de 50 poemas.
Ahí hay algo que a mí me interesa mucho rescatar y lo rescato en el libro y en mis clases también.
–En el primer capítulo hacés una diferenciación entre la buena y la mala poesía y das ejemplos. Todo lo opuesto a la posición de Fogwill respecto de la reivindicación de los malos poetas. ¿Qué pensás de esta postura?
–Yo no estoy para nada de acuerdo con esa idea de reivindicar la mala poesía. Por otro lado, Fogwill no era un gran poeta, a mí los poemas completos me parecen un error editorial directamente. Hay una cosa muy linda de un poeta de acá, Aldo Oliva, que una vez estaba dando una clase sobre Góngora y estaba explicando cada uno de los versos, entonces, deja de hablar frente a un verso, se queda callado y dice, esto es don.
Yo creo que hay algo que identifica a los grandes poetas que es el don, pero que también identifica a los poetas menores, es decir, hay que tener un cierto don, no por pelotear con una raqueta contra una pared desde los cuatro años vas a ser un gran tenista, y creo que, para ser poeta, para ser escritor, se te tiene que dar. Después hay que trabajar, hay que leer, cotejar, pero hay una cuestión que está relacionada con el don. Borges, César Aira, Alejandra Pizarnik, Juana Bignozzi tienen don, Rubén Darío es el don directamente.
Esas posiciones provocadoras tan propias de Fogwill de “vivan los malos poetas”…Está lleno de malos poetas, no hace falta que Fogwill los oxigene.
–El libro habla de todo un mundo cultural que te ha cobijado, donde los conocidos son a la vez personajes literarios, los familiares, referentes del campo intelectual, los recuerdos se entremezclan con anécdotas. ¿Este libro es una autobiografía lectora, el relato de una vida vivida y leída?
–Por un lado, no, porque una autobiografía reclama un plan, donde vos decís, acá hay un principio y un final, y el final no es la muerte, sino que es la modificación. Una autobiografía narra una modificación, como se ve en Silvio Astier, que era de una manera y cuando termina la novela es de otra.
Soy consciente de que, cuando volví a leer las columnas una detrás de la otra, dije, acá se cuenta una historia y esa historia sí tiene que ver con unas memorias de lector, unas memorias ciudadanas, unas memorias de infancia, como decís vos, efectivamente un poco enrarecida, porque es una infancia en la que suena el timbre y aparece Gramuglio, o sea que no es una infancia desprovista.
Cuando vos leés la encuesta de Capítulo, la que hicieron en el 82 Altamirano y Sarlo, ves que la mayor parte de los escritores argentinos son escritores que se constituyen en el vacío de una biblioteca, súper interesante cómo se constituye la literatura argentina, salvo Borges, o sea, los casos excepcionales. Yo no la viví de esa manera. Así que sí, me gusta ese título, el relato de una vida vivida y leída.
Una máquina lectora
“¿Qué me pedís o pides, / que escriba realmente? / te doy noticias de mi corazón, nada más”, declaraba Juan Gelman en un poema de Cólera buey, quizás la mejor cita que pudo haber elegido Prieto como puerta de entrada a un libro cuyos capítulos fueron designados por él como “noticias”, aquellas que leemos y olvidamos todos los días y, paradójicamente, nos invitan a compartir una experiencia vital imposible de separar de su experiencia como lector de poesía.
Escrito desde la subjetividad más pura y con un notable ritmo poético, Un poema pegado en la heladera, pone a funcionar su máquina lectora con la que enlaza poemas y autores tan distantes entre sí en épocas como en estéticas y traza un recorrido lúdico, invitando a los lectores a entrar junto con él en lo que originó ese poema (“imaginemos una soga tendida…”) y descubrir sus condiciones de producción. Todo lo opuesto a una pedagogía académica que hace del marco teórico su principal herramienta de conocimiento literario.
Procedimiento de desplazamiento lo llama su autor, en el que un poema remite a otro poema que remite a otro poema, con el que diseña, a la manera del método psicoanalítico, constelaciones de sentido, donde Denise Levertov podrá “hacer match” con Wilcock y ambos, con Juan L. Ortiz.
Muchas de sus lecturas reconstruyen el contexto de producción de los poemas, reponen datos biográficos y relatan anécdotas que lo tienen a él como personaje secundario, pero que sin embargo, no cierran el sentido, sino que abren una puerta más a la interpretación y, sobre todo, al disfrute.