El 24 de marzo de 1976 es una fecha que está grabada a fuego en la historia argentina. La dictadura militar que a partir de esa día impuso el horror durante siete años dejó heridas y marcas de todo tipo. La producción literaria no fue ajena a la hecatombe que sacudió los cimientos de la sociedad.
Hoy se habla de literatura de posdictadura para referirse a producciones que irrumpieron a partir de la democracia, pero que tienen su punto de partida en el período anterior. Pero este concepto unificador suele aplicarse a materiales muy diversos.
¿De qué hablamos cuando hablamos de literatura de posdictadura? ¿Nos referimos a la tematización de determinados acontecimientos de nuestro pasado inmediato que definen la producción literaria desde un concepto externo a ella o a ciertas características intrínsecas de esa producción?
Con el objetivo de intentar echar luz sobre una categoría clasificatoria que abarca materiales muy disímiles Tiempo Argentino dialogó con el escritor Martín Kohan.
-¿De qué modo podría definirse el concepto “literatura de posdictadura”?
-Creo que la codificación de la literatura política la lleva a una función más referencial, más temática, más contenidista, más realista, más cercana al carácter testimonial o documental. Cuando termina la dictadura, me parece que esa función está perfectamente cumplida por los discursos testimoniales y por la información documental, lo cual me parece una suerte, porque el tipo de literatura que me resulta más interesante no es la que asume esa condición. Los discursos políticos, históricos, testimoniales ocuparon la escena y eso favoreció a la literatura que no tuvo necesariamente que asumir esa función subordinada. Me resulta más interesante la literatura que aborda, en este caso, las cuestiones políticas, pero no queda subordinada al orden de la significación política ni reflejando, ni testimoniando, ni bajando línea, ni dejando un mensaje, ni ninguna de las variantes de la supeditación literaria a un orden de realidad externo. Allí donde los documentos ocuparon el centro de la escena, la literatura se apartó o se desacompasó. Me parece bueno cuando la literatura está desfasada en el buen sentido, es decir, no cuando está desubicada, sino cuando se desfasa y, por lo tanto, altera las cronologías, los tiempos del sentido. Me parece mejor que la literatura que está a tono con su época porque creo que el discurso testimonial, documental, periodístico cumplió con esa función y que la relación entre la literatura y la dictadura luego de la dictadura hay que buscarla por otros lados.
-¿Por cuáles, por ejemplo?
-Yo pensaría en tres libros y tres escritores muy distintos. Por un lado, Los Pichiciegos de Fogwill, que está en el borde, es como una bisagra.
-Claro, porque habla de Malvinas, luego de lo que se precipita todo.
-Exacto. Como sabemos, el final de la dictadura correspondió a varias causas, la transición hacia la democracia tuvo varios ejes, pero la Guerra de Malvinas fue un factor determinante. Los Pichiciegos ocupa un borde. Fogwill la escribe durante la guerra, por lo que está inscripta en su momento y, al mismo tiempo, desfasada. Él quería que se publicara en el mismo año 82, pero se publica en el 83 y es un texto en el que, por un lado, se anticipan algunos elementos sobre la dictadura que aún no circulaban tan ampliamente como, por ejemplo, el modo en que tematiza la desaparición, la figuración fantasmagórica de las monjas francesas. Él se jactaba, incluso, de la anticipación de hacia qué tipo de democracia íbamos. Por lo que tiene de inscripción en su tiempo y por lo que tiene de desfasaje y anticipación creo que es un texto vital para pensar esa transición.
-¿Y los otros cuáles serían?
-Sin duda, Glosa de Juan José Saer, publicada en el 86, un texto clave que trabajando en la dificultad de la representación y en los límites del discurso, incorpora una dimensión política. Junto a él pondría Los Planetas de Sergio Chejfec que sale en los 90. Es el ejemplo de una literatura que trabaja con los materiales de la dictadura sin ceñirse al modelo convencional, una literatura que tiene un modo muy particular de vincular lo político y lo personal.
-Algunas de tus novelas son citadas como textos de posdictadura. Me refiero a Ciencias Morales y Confesión. ¿Vos las encuadrás de ese modo?
-Según cuál sea la definición. No las encuadré como proyecto de un subgénero de esta índole, pero tampoco veo motivos para resistirme a quien quiera considerarlas así. Las pensé en términos de la tradición de la relación entre literatura y política. Entiendo la política como cierta realidad de los acontecimientos y ciertas líneas de sentido más o menos estabilizadas. Creo que ahí está resonando Viñas. Pienso la literatura en disonancia, como la producción de una interferencia, como otras líneas de sentido respecto de los usos establecidos. Y ahí es donde tengo cierta precaución respecto de algunas etiquetas, porque tienden a imponer un sesgo tematizante y contenidista. El tema está y también están ciertos contenidos políticos, pero para mí la apuesta decisiva es cómo se interviene sobre esos materiales y qué se puede hacer con ellos desde cierto trabajo de las formas, de los procedimientos, del punto de vista. Me resulta incómodo hablar de mis propios textos, pero a las dos novelas que mencionaste agregaría Dos veces junio. En ese caso el punto fue buscar un efecto de fricción, de incomodidad en cuanto a la disposición de materiales y escenas ante las cuales parece imposible no reaccionar y trabajarlas a partir de un narrador que no reacciona. Hay materiales políticos, pero para mí lo decisivo es el registro, el tono y el punto de vista elegidos. En el caso de caso de Ciencias Morales pensé la narración como si el que narrara fuera el reglamento, ni siquiera una autoridad del colegio, no un sujeto, sino un discurso. Para pensar Dos veces junio hubo un texto fundamental que puede remitir también a Ciencias Morales y fue Villa de Luis Gusmán, que sitúa los hechos antes del golpe del 76, pero ya indagando en el montaje del aparato represivo de la dictadura. Si en Villa está el médico que asesora a los torturadores, en Dos veces junio está el conscripto que es el chofer del médico que asesora… Me gustó extender esa lógica de subalternidad y ver qué pasaba si narraba el subalterno. Elegí trabajar con el punto de vista de los victimarios y, al mismo tiempo, con alguien que no es un estratega orgánico del aparato represivo, sino un segundo. Sabemos a través de Michel Foucault que no vamos a entender los dispositivos de la macrofísica del poder, si no interrogamos los dispositivos de la microfísica de ese poder. Por eso en Ciencias Morales la macroestructura del aparato represivo no hace falta representarla y ahí es donde creo que la novela no responde a las características típicas de la novela política. En Confesión trabajo sobre la dislocación del tiempo. El personaje que sólo vemos pasar en la novela sabemos que se llama Jorge Rafael Videla pero aún no es Videla, aunque ya lo es. Cuando el lector lee ese pasado no hay manera de que no lo lea como el futuro en el que Videla sería quien fue. Juego, además, con un deseo que a priori intuyo que al lector no le va a resultar cómodo. Es un deseo de alguien de 11, 12 o 13 años que lo vive con la fragilidad de quien no sabe bien lo que le está pasando. No se enamora de un dictador, sino de un vecino de la ciudad de Mercedes, pero para el lector no hay manera de que ese vecino no sea el que sería luego. En la segunda parte de Confesión hay una intención de imprimir sobre una acción de violencia armada un tono y una intensidad épica, aun sabiendo que el acto fracasa.
-¿Cómo considera la trilogía que comienza con La casa de los conejos de Laura Alcoba?
-En los comienzos de los 80 el “algo habrán hecho” condicionaba mucho los discursos posibles. Creo que la agrupación H.I.J.O.S. empieza a cambiar esto en los 90 y aparece algo del orden de la reivindicación de la militancia. Pero este campo no es homogéneo y -esto lo pensé en relación con el caso de Laura Alcoba- se ha trabajado muy fuertemente sobre lo que viene a aportar la literatura de H.I.J.O.S. Ahí hay algo generacional en lapsos relativamente cortos, porque la dictadura duró 7 años y eso hace que los cortes generacionales se hayan acelerado. Martín Caparrós es del 57, luego viene mi generación y después la de Félix Bruzzone que nació en el 76. Sin embargo, en términos de plasmaciones literarias son generaciones muy distintas. Creo que A quien corresponda puede ser una referencia de la literatura de Caparrós. Yo pertenezco a la generación de los que vivieron la dictadura durante la infancia que es muy distinto de haberla vivido en el colegio secundario. Alguien que tenía 15 cuando yo tenía 12 vivió una realidad muy diferente de la mía. Raquel Robles, Félix Bruzzone y Mariana Eva Pérez son hijos de desaparecidos. Laura Alcoba tuvo a su padre preso y su madre se exilió. Pero sus escrituras no son homogéneas. Quizá Bruzzone tiene una marca de César Aira. Esos movimientos que hace Aira de disparatar la trama y volar los desenlaces le da un carácter muy peculiar a Los topos. Una princesa montonera quizá también sea una voz disonante. En ella Mariana Eva Pérez trabaja una zona solemnizada. Tiene, además, algo que me parece fundamental que es pensar que la risa puede tener un carácter resistente. Su novela es una búsqueda de respuestas a comó hacer humor, de qué clase, en qué registro, no una respuesta a estos interrogantes. El espectro es muy amplio y muy diverso, por suerte «.