«Harford, 22 de junio de 1905

Huck:

Fuiste mi primer amigo y serás también el último. Ha pasado mucho tiempo desde que jugábamos a ser piratas, ¿te acuerdas? Un día, sin aviso previo, dejé la choza que me vio nacer y desaparecí. Una sed me decía: abandona Missouri, muchacho. Marcha al Oeste A la fiebre del oro y a los pieles rojas. A las minas de Nevada. Y enseguida a St. Louis,  Cincinati, Hawaii, Egipto, Palestina, Londres. Y después, a la fama fugaz y a la pobreza brutal del origen, a las que nos devuelve el círculo.

«(…) Es mejor ser un niño sucio, Huck, un niño hambriento, abandonado y libre. ¿Cómo pude ignorarlo? Si pudiera tan solo morirme por unos días».

Esta carta, de la que se reproduce sólo un fragmento, está firmada por Mark Twain y dirigida al personaje de Las aventuras de Huckleberry Finn, a quien sus amigos le dicen Huck.

Pero se trata de una carta apócrifa o más bien verdadera en el sentido en que es verdadera la literatura. Su autora verdadera –en todos los sentidos– es María Negroni y pertenece al libro Cartas extraordinarias  (Random House), publicado originalmente en 2013 y que hoy vuelve a editarse.

La mayoría de las cartas corresponden a los autores y personajes de la colección  Robin Hood, aquella de tapas amarillas que suele provocar nostalgia entre quienes fueron sus lectores.

“Me he permitido –dice Negroni en el prólogo– como corresponde, ser arbitraria: entre todos los autores de la colección elegí solo a los que más me interesaron en su momento. También incluí a tres que, sin figurar en ella, fueron fundamentales en mi adolescencia: Mary Shelley, Edgar Allan Poe y J.D.Salinger«.

Cartas de un autor a un personaje y viceversa, “corresponsables imposibles por anacrónicos”, personajes que podrían haberse conocido pero que no lo hicieron son los escritores y destinatarios de estas Cartas extraordinarias, realmente extraordinarias.

María Negroni

Cartas extraordinarias es un libro que apareció originalmente en 2013 y en esa edición tenía unos maravillosos dibujos de Fidel Sclavo. ¿No es así?

–Sí, eran unas ilustraciones hermosas, pero esta vez salieron sólo los textos. Fidel y yo tenemos mucha afinidad estética y entonces se establece un diálogo natural entre los dos. El año pasado hicimos juntos otro libro. Se llama Las afueras del mundo.

–¿Y cómo nació Cartas extraordinarias? Leí que el libro coincide con el momento en que decidiste dejar Nueva York para regresar a Buenos Aires. ¿Fue también un regreso a las lecturas de tu infancia?

–Estoy haciendo memoria, porque no recuerdo muy bien cómo nació el proyecto. Lo que sí te puedo decir es que creo que fue a través de un diálogo con Fidel. Los dos comenzamos a pensar qué podíamos hacer juntos y como a los dos nos gusta mucho la miniatura y esa especie de carozo infantil que siempre está dentro de la literatura aunque no sea visible siempre, se me ocurrió que podía hacer una especie de paseo por mi biblioteca infantil.

Como digo en El corazón del daño, no era la biblioteca de libros ingleses que tenía Borges. En mi casa había esas ediciones más baratas que se compraban, a veces, incluso en fascículos.

–Incluso había vendedores de enciclopedias a, domicilio.

–Sí, yo tenía la colección  de Lo sé todo y también El tesoro de la juventud que me gustaba tanto que me lo devoraba. Mi madre era una mujer a la que le encantaba el arte, entonces también había libros de pintura. Tengo el recuerdo clarísimo de mirar por horas la pintura de los holandeses del siglo XVI. Todavía hoy, cuando voy a un museo y me enfrento a uno de estos cuadros me vuelvo a ver en el instante en que estoy en mi casa pasando las hojas de esos libros de mi madre.

Eso me marcó mucho, pero me que quedaron en la memoria también esos libros de la colección Robin Hood de donde nace Cartas extraordinarias. Creo que la primera que escribí fue la de Salgari que  es, si se quiere, una carta más tradicional porque es la carta de despedida de sus hijos en la que explica  un poco su historia y esa paradoja tremenda y maravillosa que es que él nunca había salido de Turín y, sin embargo, había imaginado esas peleas en la selva, a Sandokán, Los tigres de la Malasia y todo eso.

–¿Cómo surgió el resto?

–Me fui dejando llevar y aparecieron opciones, por ejemplo en vez de escribir una carta supuestamente realista, porque todas son apócrifas aunque basadas en la vida de los autores y personajes de la colección, escribir otro tipo de cartas. Por supuesto que releí todos los libros e hice bastante investigación, pero se me empezaron a ocurrir otras cosas, como escribir una carta al personaje o una carta de un personaje  femenino a la autora  y así se empezaron a ampliar las posibilidades. El primer lector era Fidel. Terminaba una carta y se la mandaba.

–¿Y él cómo reaccionaba?

–Estaba fascinado, me decía que era maravilloso lo que estaba escribiendo. Me decía: seguí, seguí. Luego hice una pequeña trampa porque incluí otros autores que son más de la adolescencia. Volver a los libros de la colección Robin Hood fue una experiencia hermosa, ¿sabés?, porque me reconectó con lo que sentía como niña. En mi caso, la imaginación siempre funciona junto con la información.

–No conozco a ningún adulto que haya tenido la colección Robin Hood en su infancia que no la recuerde con nostalgia. Y creo que el hecho de que se tratara de una colección tiene que ver con eso. Porque qué se puede tener completo en la vida sino una colección de algo. A mí, por lo menos, ver la obra completa de un autor en un estante de la biblioteca me genera cierta tranquilidad. En la infancia debe actuar como un refugio.

Foto: Soledad Quiroga

–Si estuviéramos charlando en un café te diría que te tengo malas noticias, porque las colecciones tampoco son completas. Para hacer una colección siempre tiene que quedar algo por agregar, pero es cierto que había una ilusión porque las colecciones dan una ilusión de completitud. Vos hablas del libro como refugio, pero también estaba la sorpresa del próximo libro porque venían como en cuotas, no es que tenías la colección completa en la biblioteca.

–Pero en el recuerdo están completos.

–Sí, es cierto. Pero esa sensación de refugio o de deseo de refugio yo la he vivido después, tarde, tardísimo, te diría que hace unos ocho años, cuando me compré en una librería de viejos de Buenos Aires los 20 tomos de El tesoro de la juventud para volver a tener a tenerlo y, a fines de los ’80, cuando gané la beca Guggenheim, me dije que me iba a dar un gusto con ese dinero. Me fui a la librería Strand de Nueva York y me compré la Enciclopedia británica, algo absurdo.

Tengo todos los tomos en mi casa ocupando lugar y no la consulto porque podés hacerlo por Internet. Pero cuando la consultás, resulta maravillosa. Borges decía que la forma de sus ensayos tan raros o extravagantes o no sé cómo llamarlos, salían de la forma de la Enciclopedia británica. Las entradas de esa enciclopedia son maravillosas. Tienen una combinación entre la condensación de la  información con algo que no se termina de cerrar.

–Volviendo a las cartas, hay algo que me gustó mucho y que vos usás las palabras de las traducciones españolas: diantre, rayo y centellas. Eso tan sutil hace a la magia de la palabra cuando uno es chico. Hoy no me gustaría una traducción así, pero en la infancia transportan a otro mundo.

–Sí, son palabras fechadas tanto en el tiempo como en el espacio. Son las traducciones que se hacían en España en la época de esa colección. Además, también está los recortes, porque esos libros, en general, no son la versión completa. Si leemos Robinson Crusoe en esa colección, por ejemplo, no estamos leyendo el original sino casi una versión simplificada para niños. Eso le da una especie de matiz, una tiene que hacerse otra vez chiquita para leer esos libros así como están. Eso tiene una magia extraordinaria. 

–Creo que las cartas, más allá de lo específico de cada  una, creo que todas remiten a la escritura y al alto costo que se paga por ser escritor.

–Sí, el libro se pregunta de manera permanente de diferentes formas cómo se puede escribir y vivir al mismo tiempo, cuál es la relación entre la escritura y la vida. Paradójicamente, la escritura crea algunas cosas y destruye otras. El como si al nombrar algo uno, al mismo tiempo,  lo estuviera abandonando.

–Vos sos abogada. Luego de cumplir con el mandato familiar, pudiste sacudirte la abogacía y dedicarte a escribir. –Lo que te puedo contestar sobre el mandato de ser abogada como mi padre, lo conté en El corazón del daño. Era la época de la dictadura y trabajar en el estudio de mi padre era una forma de tener trabajo.

Luego, me fui a Estados Unidos y me dediqué a lo que quería. Te voy a contar algo que es una forma indirecta de respuesta. Como sabés, se cumplen 100 años de la muerte de Kakfa que por mandato de ese  padre terrible que tenía, era abogado. Yo estoy en este momento en Berlín con una beca y aquí hay muchas exposiciones, mucha movida.

Hoy vi en una exposición en una biblioteca una foto de los padres de Kafka ya viejos. Es una foto en el cementerio cuando van a enterrar al hijo. Ellos publicaron un obituario que dice: “Es con profundo pesar que Herrmann Kafka y Julie Kafka anuncian el fallecimiento de su hijo el 3 de junio de 1824, el Doctor en Leyes  Franz Kafka”. Con todo lo que él representó, con todo lo que hizo, no logró ser aceptado  por sus padres como escritor. Para mí no fue fácil, pero tampoco tan terrible. De todos modos, los  mandatos son muy difíciles de romper.  

El tratado sobre los cachalotes del doctor Thomas Beale

–En el libro hay una carta que supuestamente Melville le escribe al Dr.  Thomas Beale, quien había escrito un tratado sobre los cachalotes que Melville utilizó para escribir Moby Dick. Ese tratado fue un hallazgo, ¿no es así?

–Sí. Tengo una hija que vive en Massachusetts, a diez minutos de la casa de Melville que hoy es un museo donde está su escritorio y se ven las montañas que le inspiraron Moby Dick porque tienen forma de ballena. En la Biblioteca pública que está en el pueblo –esas son zonas semiurbanas–, a la que iba cuando visitaba a mi hija, encontré un librito, un opúsculo de unas 50 páginas de Thomas Beale ¡anotado por Melville! Todo lo que cito en la carta está tomado de allí, del texto del. Dr. Thomas Beale. No podés imaginar la emoción que me produjo encontrarme con un libro que había consultado y marcado Melville. Por eso, cuando volví a Argentina, doné mis libros a esa biblioteca. También Melville hizo todo un proceso de investigación para escribir Moby Dick. Hay mucho de imaginación, casi de emoción biográfica en su libro. Pero hay más que eso, hay mucha investigación. Es eso lo que intenté hacer en Cartas extraordinarias.

 

Madurar hacia la infancia

Cartas extraordinarias es para mí la demostración absoluta de una frase tuya que solés decir y que me parece un hallazgo: “la poesía es la continuación de la infancia por otros medios”.

–Sí, sí, creo que es así. Siempre recuerdo una retrospectiva de Paul Klee que abarcaba toda la obra, desde sus inicios de muy joven hasta lo último que hizo, que son unos monigotes parecidos a los que hacen los chicos. Creo que esa es la trayectoria del artista: empezar a desnudarse de todas esas cosas que se nos van sumando al cuerpo y a la mente de adultos y volver a ese lugar más inocente, más cruel, pero en el sentido más libre de la palabra cruel, a ese espacio que hay en la infancia todavía sin domesticar. Como dice el título de un libro Bruno Schulz que recoge relatos y dibujos de él, creo que de lo que se trata es de “madurar hacia la infancia”.