-¿Where are you from?
-Argentina.
-¡¡¡Ohhhhh, Maradona!!!
***
El diálogo podría haber sucedido en Nápoles. Pero no. Se llevó a cabo en Abidján, la capital económica, política y cultural de Costa de Marfil. ¿El contexto? La 34° Copa Africana de Naciones, la principal competencia continental de selecciones que comenzó el 13 de enero y terminará el 11 de febrero, y a la que la Senegal de Sadio Mané y compañía viene a defender el título obtenido hace dos años en Camerún.
Por supuesto que ser argentino acá y en todas partes remite a Lionel Messi y a la gloria eterna de Qatar 2022. Pero no es el actual capitán de la selección quien ocupa el primer lugar de lo argentino en el imaginario popular marfileño. Y eso no se debe a preferencias o al (por suerte) ya dejado de lado y por tanto superado debate acerca de quién es mejor. La razón es, sencillamente, histórica.
Sucede que Costa de Marfil, junto a sus vecinos de África Occidental, suele ser obviado por las personalidades ilustres del deporte, el arte o la política, cuyas visitas por esta zona subsahariana siempre escasearon. Así las cosas, la llegada de Diego Armando Maradona en 1981 junto al resto del equipo de Boca fue un suceso nacional y hasta regional que la historia posterior se encargó de valorizar incluso más. Más de 40 años y varias generaciones pasaron desde aquellos días de octubre; incluso la inmensa mayoría de quienes lo recuerdan, magia de la memoria colectiva mediante, ni siquiera había nacido.
Por aquel entonces Costa de Marfil era la potencia emergente de la región. La república tenía poco más de 20 años y la combinación de sus exportaciones de bienes primarios y una independencia consensuada con Francia trajo, en un primer momento, dinero. Y dinero era justamente lo que necesitaba el Boca de aquel entonces para retener a Maradona.
Boca y Maradona jugaron dos partidos en Abidján, en el estadio Houphouet–Boigny, bautizado en honor al entonces presidente marfileño. El primero fue goleada para los argentinos por 5 a 2 frente al Stade Abidján, lo que le permitió acceder a la final de una copa amistosa creada para la ocasión, donde derrotó al ASEC Mimosas, el más importante equipo marfileño y a la postre varias veces campeón de África, por 3 a 2. Pero más allá de lo estrictamente futbolístico, la magia de Dios se desplegó en las calles de Abidján.
No más llegar, el recibimiento en el aeropuerto fue un evento de masas apenas contenido por la policía marfileña. El estadio reventaba. “Las torres de iluminación estaban todas negras por los negritos subidos” declaró Diego en un acto de maradonismo explícito. “Yo ni me imaginaba que me conocieran tanto acá”, reconoció Maradona. Hay cosas que incluso a Dios le cuesta creer.
Se cuenta que, luego del primer partido y volviendo al hotel, el colectivo que trasladaba al plantel de Boca pasó junto a un potrero en los suburbios de Abiyán donde jugaban unos nenes. Se dice que Dios le indicó al chofer “pará acá, maestro”, en una imagen que de tan verosímil se vuelve dudosa, y todo el equipo bajó a ver el partido.
Maradona conversó con el padre de uno de los arqueros, Salif. La particularidad de Salif, nacido en Tanzania, era ser un niño albino. Ser albino en África oriental no es fácil: acusados por su color de piel de ser enviados del demonio o producto de la brujería, muchas veces son perseguidos y hostigados por sus pares. La discriminación sufrida por Salif, junto a la crisis económica de aquel entonces, llevaron a su familia a cruzar toda África de este a oeste y a instalarse en Abidján. Cuentan que Diego siguió pensando en la historia de Salif una vez abandonado el potrero. Incluso se dice que ese mismo día se la pasó conversando con el médico del plantel acerca del albinismo.
Tan impactado quedó que, dos días después y antes del cruce con el ASEC Mimosas, pidió al chofer que pasara por el mismo potrero. Allí, una vez más, Salif y los suyos jugaban nuevamente a la pelota. Y ahí sí, según cuentan y como en un bajorrelieve sacro, Dios habría descendido del colectivo con un par de botines que le entregó a Salif a la manera de don divino.
Sucede que por esta parte de África, Dios y la religiosidad son cosa seria. Esta misma semana, sin ir tan lejos, y durante el partido entre Senegal y Guinea por la fase de grupos de la Copa Africana de Naciones, se podía ver a un grupo de senegaleses, quienes hicieron dos mil quinientos kilómetros para ver al campeón de África, perderse el primer gol de su equipo por estar rezando en los pasillos del estadio mientras el segundo tiempo se jugaba a metros de ellos.
Una Copa Africana en medio de tensiones
Costa de Marfil es, precisamente, un país atravesado por las tensiones religiosas entre el norte, donde predomina el Islam, y el sur, de mayoría cristiana. El complejo cuadro se completa con los diferentes cultos animistas previos a la conquista que se extienden por todas las zonas rurales del país. Fruto de esa tensión es, entre otras cosas, la Basílica de Nuestra Señora de la Paz en Yamusukro, la capital legal del país. La basílica fue construida por Félix Houphouet–Boigny (sí, el del estadio), principal dirigente de la independencia y figura prominente de la política marfileña durante décadas. Y por supuesto, cristiano y del sur. Así fue que se largó a construir la que muchos señalan como la iglesia cristiana más grande del mundo y apodan “El Vaticano de África”.
La basílica de Yamusukro terminó siendo un mamotreto de concreto que, de tan grande y opulenta, la propia Iglesia Católica evitó reconocerla como tal hasta tiempo después de construida. Todo un símbolo del poder del sur cristiano sobre el norte musulmán durante la etapa de Houphouet–Boigny. El tenso equilibrio entre el sur y el norte obtenido con la independencia y las sucesivas presidencias de Houphouet–Boigny terminó de estallar tras su muerte en 1993, desde cuando se sucedieron diversos golpes de Estado y guerras civiles que enfrentaron al sur y al norte en lo que muchos consideran una guerra religiosa. Así, según este punto de vista, Dios ya no sería quien baja de un colectivo para entregarle un par de botines a un niño albino, sino el motivo de discordia y enfrentamiento entre el mismo pueblo marfileño.
Pero cuando se rasca un poco la superficie del conflicto entre el sur y el norte aparecen otras razones tras el enfrentamiento bélico. Casi cualquier guerra civil africana no es abordable sin tener en cuenta las fronteras artificiales y arbitrarias impuestas por los colonizadores europeos, que con su caprichoso trazado geográfico dividieron pueblos a la mitad y unificaron otros con larga tradición de conflictividad en un mismo territorio. Y en el caso de Costa de Marfil, eso se evidenció en el enfrentamiento entre el norte y el sur, conformados por diferentes etnias.
El período que se abre tras la muerte de Houphouet–Boigny fue traumático. Crisis económica, guerra civil, golpes de Estado, crímenes de lesa humanidad y alzas rebeldes se sucedieron. Varias voces se hicieron oír por la paz. Una de ellas, la que más proyección internacional tuvo, fue la de la generación dorada de la selección de fútbol, aquella comandada por Didier Drogba y los hermanos Kolo y Yaya Touré.
El 8 de octubre de 2005, tras vencer a Sudán 3 a 1 y así clasificarse al Mundial de Alemania, el plantel marfileño salió de manera conjunta del vestuario. A la cabeza estaban Drogba, sureño, y Kolo Touré, norteño. Se arrodillaron frente a las cámaras y exigieron el fin de la guerra y el llamado a elecciones. Cantaron “queremos jugar al fútbol / dejen de disparar sus fusiles”, mientras parte del plantel recitaba los nombres de todas las etnias que conforman el país.
Las gestiones por la paz de la generación dorada marfileña no se limitaron a esa conferencia de prensa. En 2006, poco después de haber sido galardonado como balón de oro africano, Drogba viajó a Bouaké, la capital del norte y bastión de las fuerzas rebeldes. Desde allí hizo un llamado a la conciliación y pidió a las autoridades nacionales que la selección marfileña vuelva a disputar un partido en el norte, algo que no sucedía hacía mucho. Un año después y por la eliminatoria a la Copa Africana de Naciones, con la presencia del presidente Laurent Gbagbo, del sur, y los líderes rebeldes del norte, Costa de Marfil jugó contra Madagascar en Bouaké.
Por supuesto que no se trata de sobreestimar la influencia que puede tener el fútbol en los asuntos políticos. Una guerra no se termina por un partido. Aunque quizás sí pueda comenzar, como ya escribió Ryszard Kapuscinski en La guerra del fútbol, aquel cronista polaco que recorrió como nadie estas tierras africanas, y es innegable el rol simbólico que tuvo ese partido entonces, concitando la atención de toda la región bajo la esperanza de que, al menos durante noventa minutos, el pueblo marfileño deje de lado el fraticidio que se estaba cometiendo.
Hoy la situación en Costa de Marfil es otra. El actual presidente Alassane Ouattara preside el país desde 2011, el mayor período (para bien y para mal) de gobierno desde la muerte de Houphouet–Boigny. Pero la tensión entre norte y sur no desapareció del todo. Costa de Marfil sigue siendo un país militarizado.
Incluso por estos días las fuerzas armadas están presentes en la Copa Africana. Para el partido entre Angola y Burkina Faso en Yamusukro, el colectivo que asignó la organización para los periodistas salió desde Abidján escoltado por una patrulla militar que nos antecedía con un oficial sacando medio cuerpo por la ventanilla durante las más de tres horas de trayecto por la ruta para indicarles al resto de los conductores que se hicieran a un lado, despejándonos así el camino. Si en algún momento de recorrido se producía un embotellamiento común en estas tierras, donde se citan en un cruce cualquiera pastores con sus rebaños, mujeres envueltas en hiyabs portando cestas en sus cabezas y decenas de vehículos destartalados, los uniformados se bajaban de su camioneta ametralladora en mano. Una imagen intimidante para disuadir a cualquier empecinado en transitar por la ruta.
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Hoy hay partido. Se juega en el estadio principal, rebautizado, cómo no, Alassane Ouattara. Drogba acude a la cita, ya retirado, como un emblema nacional. Drogba era apenas un niño de tres años cuando Maradona visitó Costa de Marfil. Desde aquel día se volvió un fanático a ultranza del Diez argentino. “Siempre quise ser Maradona”, comienza el delantero la carta abierta que escribió en oportunidad de su fallecimiento. “Nací en el fútbol contigo. Tu Copa del Mundo de 1986 me la sé a la perfección. La primera camiseta que tuve fue la de Argentina. En la cancha le decía a mis amigos que me llamasen ‘Diego’. Esa camiseta de Argentina fue mi segunda piel por mucho tiempo”, escribió Drogba. “Con tu desaparición es mucho más que el sueño de un niño que se desvanece: es el fin de ‘mi’ fútbol. Es el fin de la idea que siempre he tenido y de la que tú eras a la vez símbolo, modelo y portavoz. Ahora tendremos que aprender a amar el fútbol sin ti. Es como seguir amando la vida después de que un ser querido se ha ido. Evidentemente, es posible, pero llevará tiempo. Adiós Diego, te quise mucho”, cierra Drogba su despedida.
Pasaron más de 40 años desde aquella visita del plantel de Boca a Costa de Marfil. Cuatro días de octubre de 1981 bastaron para que Maradona entre al siglo veinte marfileño. Ese mismo siglo veinte manchado de sangre. Lo cierto es que, guerras mediante, la idea de Dios hoy por hoy es bastante polémica en estas tierras. Quizás es más fácil seguirle sus huellas cuando usa botines con tapones altos. Drogba lo sabe. Salif, también.