Habrá que reconocerle a Emmanuel Macron su habilidad de fullero. Y este jueves consolidó una nueva maniobra por la cual, lejos de acordonar a la democracia para evitar el triunfo de la ultraderecha, pactó con Marine Le Pen para bloquear un primer ministro de la alianza de izquierda que ganó la elección del 4 de julio pasado. Una pirueta que habrá que ver cómo le sale si es que las calles vuelven a hablar este sábado, con la marcha anunciada por el Nuevo Frente Popular (NFP) en repudio a esta voltereta que dejó fuera de carrera a Lucie Castets, la candidata propuesta por ese espacio, y en su lugar nombrar a Michel Barnier.
Conviene hacer un poco de memoria para entender la jugada del presidente francés. Macron había disuelto el parlamento el 9 de junio y llamado a elecciones adalentadas cuando se conocieron los primeros resultados de boca de urna que confirmaban el triunfo de Jordan Bardella, de Reunión Nacional (RN), el partido de Le Pen, en las elecciones al Europarlamento. El joven estrella de la ultraderecha se alzó con algo más del 31% de los votos y quedó en primer lugar, duplicando el apoyo que obtuvo la candidata oficialista, Valerie Hayer. El NFP, integrado por La Francia Insumisa (LFI), de Jean-Luc Melenchon y el Partido Socialista (PS), con el Partido Comunista (PCF) y Europa-Ecología los Verdes (EELV), sumó esa vez alrededor de un 30% de apoyo.
En el comicio del 4 de julio hubo un cambio de tendencia y surtió efecto la convocatoria a traducir en las urnas el “cordón sanitario” al extremismo de derecha que representa RN. El Nuevo Frente Popular obtuvo entonces con sus aliados 193 escaños en la Asamblea contra 143 de RN y “amigos de la causa”. El oficialismo de Macron sumó 164. Para formar gobierno se necesitan 289 votos sobre 577 bancas. Pero Macron, astuto, no tomó entonces ninguna decisión porque el 26 de julio comenzaban los Juegos Olímpicos de Paris y el mundo político pasaba a segundo plano.
A medida que la espuma deportiva se fue diluyendo, el Elíseo debía decidir a quien confiar el puesto de primer ministro, un cargo que en un país presidencialista puede generar rispideces cuando no es del mismo partido. Fue entonces que la prioridad de Macron ya no era impedir la llegada de la ultraderecha sino poner un cordón sanitario a la izquierda. Cierto que antes intentó quebrar la unidad del NFP, pero a la hora de la verdad el mandatario demostró sin ruborizarse de qué lado se posiciona. Algo que no debería sorprender.
Designar a un miembro de RN hubiera sido demasiado y a uno propio habría generado demasiado ruido. El camino intermedio era Michel Barnier. El hombre, de 73 años, había sido canciller entre 2004 y 2005 y tuvo un rol clave en torcer otra voluntad popular entonces: como parte del anhelo de integración regional europea, se había establecido la necesidad de que la ciudadanía de cada país ratificara un texto constitucional elaborado por el Parlamento Europeo.
Sucede que los nerlandeses y los franceses fueron los únicos que rechazaron la propuesta, lo que impedía su aprobación. Ni lerdos ni perezosos, los dirigentes «inventaron» en 2007 el Tratado de Lisboa. Que dice lo mismo y se pretende que tenga la misma fuerza legal, pero sin haber pasado por la molestia de haber sido sometido a una consulta popular.
Algo que recordó el líder de LFI, Jean-Luc Melenchon, quien acusa a Macron de haber robnado las elecciones.
Barnier también fue clave como negociador por la UE en el Brexit. Pero no solo eso, al representante del partido Los Republicanos -heredero del gaullismo residual y que el 4-J obtuvo solo 39 bancas- se le endilga su postura contra la inmigración, contra el alza de impuestos a los ricos y por haber votado en contra de la despenalización de la homosexualidad. Es decir: Barnier es un “lepenista tolerable”. Mira el mundo como la ultraderecha pero sin haberse visto contaminado con el racismo del padre de la señora Le Pen, Jean-Marie.
Se descuenta que Barnier tiene los votos para ser ungido, por cierto. Pero la moneda sigue en el aire.