Son las circunstancias, los hechos, los que nos van creando» dice Santiago Loza, y quizá esta afirmación sea una síntesis muy precisa de su última novela, Un espíritu modesto.
Multifacético, su creatividad se expresa a través del cine, el teatro y la narrativa como si a pesar de las particularidades de cada uno de estos modos expresivos, todos pertenecieran, a la vez, a un campo común.
De hecho, Un espíritu modesto tiene algo de teatral: la escenografía es determinante. El cambio escenográfico produce inmediatamente un cambio vital.
Laura, una mujer ya madura y su madre, Vilma, venden la vieja casona que tienen en un pueblo chico cuyo nombre no se menciona y, por causas que tampoco se explican, se trasladan a Buenos Aires donde habitarán dos departamentos diferentes en un mismo edificio.
Es entonces cuando el espacio comienza a generar un cambio. El anonimato le permitirá a Laura redescubrir la sexualidad tanto con Joao, el pastor de una iglesia, como con una mujer que asiste a ella. La ciudad, el edificio en el que vive, la vivienda del encargado, Antonio, y la iglesia serán los espacios escenográficos que operarán su cambio.
Por su parte, Vilma descubre el placer de tener la intimidad consigo misma que la convivencia con su hija en la casona pueblerina le negaba.
Un espíritu modesto nos lleva a preguntarnos quiénes somos, de qué forma la identidad que consideramos equivocadamente una esencia es más bien un acontecer que depende en gran parte de las circunstancias. En cada escenografía, tanto en la ficción como en la vida, somos personajes distintos.
¿Cuál es el origen de esta novela?
–Venía escribiendo no ficción, algo más cercano a lo ensayístico y sentía ganas de escribir una ficción plena. Un espíritu modesto tiene algunos elementos que he trabajado en teatro, en La mujer puerca, por ejemplo. La novela tiene que ver con lo religioso y me atraía también la idea de ciudad grande. Me tentaba contar una pequeña aventura urbana, el vínculo entre una madre y su hija, una historia amorosa o pequeña novelita erótica.
Supongo que en el origen también está el hecho de que yo vivo en un edificio y no es mi ámbito natural. No soy de Buenos Aires, nací en Córdoba, y con los años la vida en departamentos se me ha vuelto algo curioso. Los personajes de la novela, madre hija, tienen un poco eso: cierto descubrimiento de la vida en la gran ciudad, como si esa vida de anonimato les permitiera entrar a un mundo que para ellas es extraordinario. Me daba gracia contar eso.
–¿No puede ser leída como una novela de la soledad? Hay una soledad latente en el pequeño pueblo donde viven que no se sabe cuál es. Al llegar a Buenos Aires aparece la posibilidad de cortar con eso, sobre todo para la hija. El lenguaje tan despojado da la impresión de ser una especie de guion porque, además, lo escenográfico es muy importante. La novela sucede a partir de un cambio de escenografía.
–Sí, es una novela de la soledad. Habito a veces la soledad y me inquieta entenderla, desentrañarla. Los personajes están signados por la soledad y, en el caso de Laura, hay algo de esa soledad que entra en una zona de metamorfosis, de cambio, de encuentro, que la hace tomar conciencia o vivir esa soledad de otra forma. Respecto de lo que decís del guion, no lo había pensado, pero evidentemente es una novela de trama y los espacios, la ciudad, el edificio y el templo, es cierto, van modificando la interioridad de los personajes. No la pensé en términos de una película ni una obra de teatro, pero algo de eso hay.
–Sí, el templo lo pensé y lo vi como un rito, como si fuera una obra de teatro. Gran parte de lo que hice en teatro tuvo que ver con el teatro off, hecho en lugares pequeñitos y creo que en la novela hay algo de eso, de lo precario de la representación que a mí me conmueve. Por otra parte, el templo excede lo religioso, hay algo pagano, es un espacio donde sucede la teatralidad, lo ficticio, la ficción que cada quien se arma para creer.
–No sé si te referís al templo evangélico que está sobre la calle Corrientes, que no recuerdo qué era antes. Sí recuerdo que en un momento, era sólo una fachada, no había nada detrás y lo vi como algo escenográfico.
–No sé si pensé exactamente en ése, pero sí recuerdo que en el templo al que te referís había una fachada y no había nada detrás. A mí me conmueve la cosa medio trucha, precaria, hecha de cartapesta. Me conmueve también la fe simple, la creencia sencilla y me conmovía en la novela que algo del erotismo pudiera ser posible en ese espacio y pudiera, además, ser festivo. No sé si en la realidad ese tipo de amor lésbico puede darse en esos lugares de una manera tan abierta.
–Hay relaciones lésbicas y heterosexuales en la novela.
–Sí, ambas son parte de la fantasía que me proponía el juego de la novela.
–Hay otro elemento teatral. Laura dice que cuando el pastor sale del espacio en que predica, parece más chiquito. Eso es, exactamente, lo que sucede cuando los actores y actrices bajan del escenario.
–Claro, sucede eso en el espacio escénico. Uno mira y admira y lo que ve se magnifica. Lo mismo pasa con el amor. Admiramos, hacemos una escena de eso. Cuando el teatro funciona, se da también un pequeño enamoramiento de lo que está aconteciendo en escena. En la novela hay algo del orden del enamoramiento, de lo sensual. A la madre de Laura le pasa algo parecido con ese espacio nuevo donde está ella sola. Cuando parece que ya nada puede ocurrir, algo le pasa en el orden de lo sensual.
–En la novela, los espacios producen revelaciones.
–Es que los espacios posibilitan cosas. En este momento se están cerrando espacios y cuando se cierra un espacio se imposibilitan lenguajes.
–En la historia que narrás hay cosas que no se explican. Por ejemplo, el pastor le saca el demonio que tiene dentro a una de las asistentes al templo y, a partir de eso, parece que lo aloja él y cae enfermo. Nunca el narrador da explicaciones de ese hecho.
–Hay personajes que podrían ser criticables, risibles, ridículos, pero desde la escritura hay un intento de no criticar, de estar a la altura de los personajes y no ponerse sobre ellos. Hay zonas vedadas, obturadas. Yo no lo sé todo de la novela, sólo sé lo que cuento. Así como en la vida no pretendo entenderlo todo, en la escritura también acepto el misterio. Esa zona es la que la lectura puede completar.
–Los costados que podrían resultar ridiculizables se aceptan como costados humanos.
–Sí, son los espacios de las fragilidades, las zonas más dolidas de los personajes.
–La escritura despojada de la novela es acorde con la modestia a la que alude el título. ¿Eras consciente de eso mientras escribías?
–Creo que sí. En el tiempo de la escritura me acompañó Andrés Gallina, mi socio en el taller de dramaturgia que damos hace años. Él fue leyendo lo que escribía y la propuesta fue contar lo que se tenía que contar, contar con cierta austeridad. Cuando leyó la versión Paola Lucantis también acordó en no contar de más, no dejar nada que fuera ornamental. Las vidas que se muestran en la novela son aparentemente sencillas y de ese modo van logrando su encantamiento. No sé cuánto fue buscado y cuánto fue sucediendo en la marcha, pero se fue ajustando la adjetivación, se fue suprimiendo todo lo que no fuera absolutamente necesario.
–Hay un narrador en tercera persona, pero no es un narrador omnisciente.
–No, sabe sólo algunas cosas y en otras se queda afuera de lo que sucede. No es la voz de Dios la que habla, sino la de alguien que sabe algunas cosas y otras las conjetura. Es una voz medio pudorosa. Empecé a escribir un monólogo, pero me di cuenta de que la cosa no iba por ahí. Fui buscando una voz que se acercara un poco y retrocediera, que tuviera un acercamiento pudoroso y que por momento se retirara. Me gustaba que la novela se acercara por momentos mínimamente a las vidas personajes secundarios y que luego se alejara para volver a contar lo principal.
–¿Hubo algún hecho preciso que te disparara la escritura de Un espíritu modesto?
–La escribí en tiempos de pandemia y fundí en la novela ciertas vivencias que tuve con vecinas. Sé que las mujeres de las que hablo existen, las he visto. Luego, creo que hay algo travesti en mi escritura. Me encanta escribir sobre mujeres. Me siento muy femenino en eso. En tiempos de encierro quise contar el edificio, que el edificio fuera otro personaje.
Cuando escribo monólogo, que no es este el caso, me siento muy habitado por las presencias de las que hablo. En la novela los personajes se me hicieron muy vívidos, sentí que los conocía mucho. Como era una especie de novela erótica por entregas, era muy lindo para mí ver qué iba a acontecer.
–La palabra modesto del título es desmentida por la complejidad que tiene lo aparentemente sencillo. La novela cuestiona a través de los hechos definiciones tan tajantes como la heterosexualidad, la homosexualidad…
–Sí, los personajes no son heteronormativos. Hay algo de lo sexual que está corrido. Lo mismo pasa con la forma que tienen de entender la fe. Algo de la sexualidad parece que comenzara a borronearse o a tomar muchas formas. Hay una película de Cassavetes, Torrentes de amor, donde se dice que el amor es como un río que no se detiene, que es contagioso y se va expandiendo, va tiñendo todo, no tiene cauce. Creo que la novela tiene algo de eso. Una vez que el personaje entra en ese torrente, va adquiriendo distintas formas para él impredecibles.
–La novela deja en claro que no existe una esencia de la identidad.
–Creo que la identidad es lo que acontece. Cuando la leyó Lucantis señaló que los personajes están en principio en un estado catatónico, en un estado de perplejidad y luego van acompañando lo que les sucede, se van sorprendiendo. Por momentos me preguntaba qué estaba escribiendo y tuve la sensación de estar escribiendo un disparate. Pero creo que escribí una novela sobre sexo, religión y muerte.
Hay varias muertes y fatalidades en ella y eso forma parte de la sorpresa de los personajes. Estos personajes están un poco muertos, pero van descubriendo cierta vitalidad. Se descubren vivos.
¿Quiénes somos?
-Aunque no se dice explícitamente, la novela transmite algo inquietante en la medida en que, como les sucede a los personajes, uno tampoco sabe quién es, sino que lo va descubriendo.
-Por supuesto. Hay cierto asombro, cierta sorpresa sobre quién es uno. Aparentemente, en la novela la aventura la tiene la hija, pero Vilma, la madre, también vive una pequeña aventura. Todos tenemos en nuestras vidas aventuras secretas, vivencias que vaya a saber qué son.
–Y que, además, no se pueden compartir.
-No se pueden compartir, aunque a veces el lenguaje busque la forma de hacerlo. Lo primero que descubren madre e hija es que no se necesitan tanto como pensaban, que pueden funcionar con cierta independencia, pero que hay algo de ese vínculo que termina siendo necesario. Los espíritus de los personajes se van manifestando por lo que acontece. Durante la escritura tuve la misma mirada candorosa que ellos. Me fui asombrando de lo que sucedía. Es que me asombran lo trucho, lo elemental, el teatrito.