Diez días pasaron hasta que el gobierno francés de Emmanuel Macron advirtiera que las noticias que llegaban desde Nueva Caledonia no eran las mejores y el presidente decidiera poner la cara, presentarse en el lugar, para intentar apaciguar los ánimos en la colonia de Oceanía, rica y sobre todo estratégica. Le erró en los cálculos. Los canacos originarios no lo recibieron bien, o mejor dicho lo recibieron mal, y a una variedad de insultos le sumaron algunos empujones que sellaron el fracaso de su misión. Tras viajar casi un día entero para recorrer los 17.000 kilómetros que separan a París de Numea, a la metrópoli de la colonia, apuró el regreso con las manos tan vacías como las tenía en el decolaje del 23 de mayo. Estuvo apenas 18 horas.

La mecha que detonó la bomba y dejó al país con una decena de muertos, centenares de heridos, unos 500 canacos detenidos y la isla entera repleta de automóviles y dependencias oficiales calcinados, la encendió el mismo Macron en un gesto de soberbia que, otra vez, ignoró la rebeldía de una población harta de dos siglos y medio de tutelaje europeo, primero británico y luego (y hasta ahora) francés. Después de haber sido una base militar clave en las dos guerras mundiales, tras haber entregado las riquezas minerales (ver aparte) a empresas propias y suizas y ofrecer el trato denigrante de una metrópoli que por su bagaje cultural podía haber dado mucho más, Macron volvió a ignorar los derechos del pueblo originario.

El presidente insistió con la ley del garrote, ahora más sutilmente, burlando a la población con la idea de que no advirtieran su juego. Contra lo establecido por el Acuerdo de Numea de 1998, por el cual Francia se comprometió a reconocer mayor autonomía y participación política a los canacos, lo que pretende ahora es darles mayor participación política a los europeos residentes. Convinieron la celebración de tres referendos independentistas y quedó escrito que sólo podían votar en cualquier elección local quienes ya vivieran ese año en Nueva Caledonia y sus descendientes. Las consultas se hicieron, pero los canacos niegan la validez de la últimam de 2021 –de la que no participaron– “en plena pandemia de COVID y cuando estábamos enterrando a nuestros muertos”.

Eso de que sólo pudieran votar los canacos y los antiguos colonizadores fue, un cuarto de siglo después del Acuerdo de Numea, mal visto por una mayoría de los integrantes de la Asamblea Nacional francesa. Así fue que, a instancias de Macron, la cámara baja del Congreso votó a favor de otorgar, manu militari, el derecho al sufragio a todo aquel que resida en la isla (25.000 nuevos votantes en un padrón de 200.000). De tal forma, se dejaría por ley a los pobladores nativos, 41% de los habitantes, en una irremontable minoría. Allí está el origen de las protestas actuales. El argumento, grotesco, que dio pie a tal decisión dice que el derecho a canacos y viejos residentes pactado en 1998 “es antidemocrático”, dando por sentado que mantener el status colonial de Nueva Caledonia sí es democrático.

Horas después de la “tocata y fuga” de Macron en la “dependencia de ultramar” –la forma elegante de llamar a sus colonias– llegó a Numea un nuevo escuadrón de la Gendarmería, con lo que los refuerzos que se agregaron a la represión ya suman 3500 efectivos armados a guerra. Para la conducción militar no bastan. Sólo para garantizar el acceso del presidente al aeropuerto se necesitaron 600 hombres. La base aérea seguirá cerrada hasta mañana. Las rutas siguen bloqueadas, y la comitiva de Macron dijo que el cese de los bloqueos es una condición sine qua non para retomar negociaciones con los grupos que representan al pueblo canaco: la Célula de Coordinación de las Acciones sobre el Terreno (CCAT) y el Frente de Liberación Nacional Canaco y Socialista (FLNCS). Ambos garantizaron el transporte y entrega de alimentos y medicinas. Se mantiene el toque de queda.

Pese a que el padecimiento canaco, 171 años de los 250 de coloniaje vividos bajo la bota francesa, está signado por sus gestos de dignidad, Macron optó por ignorar la historia y burlarse del Acuerdo de Numea, firmado tras una década de sangrientos enfrentamientos que le doblaron la muñeca a la metrópoli. En otro acto de soberbia por el cual desconoce a la población originaria la capacidad de organizarse y actuar en defensa de su soberanía, el presidente de una de las más influyentes democracias occidentales inventó, sin aportar ni una sola prueba, que hay intromisión extranjera en los enfrentamientos de hoy. En un cuartel de la Gendarmería, el único sitio en el que fue recibido con honores, aseguró que “este movimiento de insurrección sin precedentes tiene acento extranjero”.

En sus escasas horas de estadía en Numea, y mientras desde otras colonias –Martinica, Guayana, Guadalupe y Reunión– llegaban gestos de simpatía hacia los canacos, Macron apeló al autoritarismo: prohibió la conexión con TikTok porque «habría sido usada para difundir videos violentos con el fin de desatar una reacción en cadena”. Tuvo gestos provocativos: reclamó a los legisladores de París que antes de fin de junio le den aprobación definitiva a la reforma electoral para Nueva Caledonia. Pese a los reclamos de la Liga de DDHH mantuvo el bloqueo de TikTok y, animados, sus más fieles les pusieron nombre y apellido a los supuestos extranjeros inmiscuidos en los asuntos de la isla. El ministro del Interior, Gérald Darmanin acusó a Azerbaiyán y otros funcionarios apuntaron contra Rusia y China, la gran obsesión occidental.

En las soledades del Pacífico, de expresidio a una fabulosa reserva de níquel

La suerte de Nueva Caledonia quedó sellada en dos pasos. El primero en 1774, cuando el capitán de la Royal Navy británica James Cook se topó con la isla Grande Terre, donde hoy se sitúa la ciudad capital de Numea. El segundo en 1863, cuando se descubrió que en sus entrañas se encuentran las cuartas reservas mundiales de níquel. Así, del deleznable destino inicial de ser el presidio ultra seguro en el que Gran Bretaña y Francia recluyeron a sus presos –perseguidos políticos o delincuentes comunes de buen prontuario– pasó a ser el abastecedor global de ese metal plateado apto para toda aleación, que enriqueció a tres mineras francesas y suizas y hoy codicia la avasallante industria china, para animar las baterías de los automóviles o el acero inoxidable de las cucharitas de café.

En estos tiempos el sector del níquel está en crisis y no sólo porque Indonesia se lanzó a una producción no planificada del llamado “oro verde”. Francia, la metrópoli que desde 1853 usa y exprime a su colonia con las más abyectas formas de expoliación, no supo ver que Nueva Caledonia no era sólo un enclave estratégico en las soledades del Pacífico, en Oceanía. La cegó la ambición del dinero. Hoy la decadencia circunstancial del níquel no es la única causante de la rebelión que protagoniza buena parte de los 270.000 habitantes del archipiélago. No es para nada la causa determinante de ese malestar siempre latente que tiene amarres diversos, fruto todos de la herencia colonial y de la voracidad desmedida de la entente Estado-sector privado. No lo es, pero coadyuva a hacer difícil la solución. 

La tensión entre los canacos originarios y los caldoches –forma despectiva de llamar a los colonos franceses y otros europeos– alcanzó dimensiones mayores. En 2021 la actividad equivalía al 9% del PBI y, fundamentalmente, proveía una cuarta parte de los empleos. El precio del metal se desplomó 45% en 2023, generando pérdidas récord para los propietarios de las tres plantas de procesamiento. El grupo Eramet y su filial Société Le Nickel sufrieron una caída de ventas del 50%. En el norte de la Grande Terre, el grupo suizo Glencore tiró la toalla. Si no hallan un comprador antes de agosto, perderán el empleo sus 1750 trabajadores. En el sur, la también suiza Prony Resources propiedad de Trafigura, busca un socio. Están en juego otros 1200 puestos de trabajo.

En un momento central de la ficción documental L’ordre et la morale”, de Mathieu Kassovitz (2011), Alphonse, un líder canaco, le hace a su interlocutor francés una síntesis de la realidad colonial: «Sin ese níquel no sabrían que existimos. Esa tierra roja que tus antepasados nos robaron a cambio de una cajita de cigarrillos o una botella de alcohol, ese níquel por el cual asolan nuestras tierras, contaminan nuestro aire, nuestro mar, esas minas por las cuales nos inyectaron sus venenos, dinero, droga, alcohol, ese dinero que guía sus pasos, que diferencia a los buenos de los malos y los hace vivir sólo para ganar más. Cuando hayan transformado el planeta en dinero, los únicos sobrevivientes de ese apocalipsis seremos nosotros».