Desde lejos no se ve. Ni desde las alturas del poder político que, bajo la administración Cambiemos, se fusionó como nunca antes con el poder económico; ni desde las torres de cristal de la intelectualidad bienpensante o el progresismo de buenos modales.
La aprobación de la mal llamada reforma previsional a golpes de balazos de goma en los rostros, blindaje del Congreso, cacería indiscriminada de manifestantes, campaña mediática de demonización, delirante persecución judicial e infame contubernio parlamentario; marcó un antes y un después para el proyecto cambiemita.
Los diez días que estremecieron a Macri, en los que puso quinta a fondo para el primer gran objetivo estratégico de saquear a los jubilados, no significaron una crisis coyuntural, sino un movimiento mucho más profundo de las placas tectónicas de la sociedad argentina.
Fue un curso acelerado, a cielo abierto y en cadena nacional sobre el carácter de clase del Estado, los agujeros negros constitutivos de la democracia, sobre la parcialidad culposa de los imparciales y la facilidad con la que recaen los formadores de opinión en versiones deshilachadas de teoría de los dos demonios.
El carácter de clase del Estado quedó en evidencia en veinticuatro horas: una noche aprobaron el robo a los futuros haberes jubilatorios y a las personas que reciben la Asignación Universal por Hijo mientras volaban palos, balas y gases; en la siguiente jornada se repartieron el botín con rebaja de impuestos a distintas fracciones empresarias. El gobierno del Estado no es más que la junta que administra los negocios comunes de la clase burguesa, sentenciaron Carlos Marx y Federico Engels hace casi 170 años en El manifiesto comunista, un texto que las clases dominantes se empeñan en mantener rabiosamente actual.
La democracia degradada quedó al desnudo en los métodos con los que el oficialismo conquistó la exigua mayoría para la aprobación del atraco: a latigazos y billetazos limpios para las arcas de los señores feudales que se hacen llamar gobernadores y que exigieron obediencia debida a sus diputados para que vayan a levantar la mano o a sentar el trasero allí donde ordenó el poder. Se le vieron los hilos al juego democrático y violaron descaradamente cualquier mínimo contrato electoral. Junto con esta simulación, se derrumbó también la utopía de los que apuestan a formar una nueva mayoría alternativa a Macri, aliados a los mismos que hoy son pilares de su gobernabilidad de ajuste. Incluso, muchos de los espacios políticos que terminaron oponiéndose a la reforma previsional por el rechazo que generó en las mayorías y por la movilización social que rodeó al debate; en la Legislatura de la provincia de Buenos Aires se amontonaron para votar el Pacto Fiscal de María Eugenia Vidal. Se arrastraron para que sus municipios reciban algunas migajas del abultado banquete que obtendrá la gobernadora, en parte gracias al saqueo a los jubilados y beneficiarios de la AUH. Algunos siguen sumando traidores a su larga lista y olvidan, como recordó Facundo Aguirre en un reciente artículo de La Izquierda Diario, un consejo de Perón: el traidor no cambia, cambian los traicionados.
Por último, luego de los hechos del lunes 18 se desplegó una posverdad construida coralmente y entre los formadores de opinión se terminó discutiendo lo secundario en lugar de lo importante. Los reflectores de los medios hegemónicos apuntaron a la demonización de los manifestantes que respondieron a la cadena interminable de violencia estatal, política, policial y judicial, para ocultar el robo del siglo contra los sectores más vulnerables de la sociedad. No sorprendía que la maniobra provenga de parte del periodismo de guerra o el periodismo patrullero que ya había hecho lo mismo ante los crímenes de Estado de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel.
Lo novedoso (o no tanto) fue la adhesión de cierto progresismo de convicciones móviles. Algunos se sumaron por apego a principios eternos de dudosa moral que presuntamente obligan a condenar de igual manera toda forma de violencia: la de los que detentan la suma del poder, saquean a los pobres y usan el Estado para ese objetivo, con la de los que se defienden como pueden. Otros que se agitaron inquietos fueron los consejeros tácticos de salón, almas cansadas retiradas de cualquier campo de lucha, comentadores seriales de las batallas ajenas. Desde que asumió la coalición Cambiemos vienen insistiendo en el argumento de que el gran problema de los que se le oponen es que no se le parecen lo suficiente. Ahora sumaron su dedo condenatorio con fundamentos relativamente más sofisticados.
Por suerte, contra todo este aparato de cierto círculo rojo, las cacerolas se hicieron escuchar por la noche del lunes en rechazo a la reforma previsional, en repudio a la represión y contra blindaje al Parlamento para consumar un robo. Tampoco fue ese el dilema entre los miles de trabajadores que participaron de la movilización: entre los docentes, metalúrgicos, aeronáuticos, bancarios, los 800 trabajadores del emblemático Astilleros Río Santiago, estatales, municipales, choferes, obreros del neumático, precarios, desocupados. Y jubilados, por supuesto.
Las inmensa mayoría de esas personas tiene clarísimo a quien condenar luego de los diez días que estremecieron a Macri. Con la nueva inflación que reconoce el Gobierno, los tarifazos en curso, las intenciones de avanzar con la contrarreforma laboral, los nuevos despidos en el Estado; entre una gran porción de los votantes del oficialismo se extiende la desilusión y entre muchos de los que se le oponen, la bronca y el odio. Ese justificado odio que explicó una parte de lo que sucedió en la plaza del Congreso. Pero claro, todo esto, desde lejos no se ve. «