No hace tanto. Las palmas repiqueteaban cada noche para saludarlos, darles ánimo, sumar fuerzas. Los contagiados no llegaban al centenar. Los muertos se contaban con los dedos. Los que no se bancaban ese sentimiento solidario arremetían con cacerolas. Ahora, que las víctimas se computan de a miles, a las 9 hay un silencio que aturde. La percepción, otra vez, es de derrota.
Pasaron 170 días de la primera cuarentena. Fue hace horas: la garúa pertinaz repiqueteaba en CABA; la voz cerrada de Galeano, que hubiera cumplido 80, recorre las palabras con un sentimiento que hiere el alma. “Que se muera la muerte”, dice. Sigue su relato publicado en Memoria del fuego (1984). Vaya a saber cuándo lo grabó. La radio no se calla. Segundos después, el parte diario anuncia nuevos records del Covid. Dolor, impacto, angustias. Al rato Alberto Fernández enfatiza: “No voy a dejar que el esfuerzo que se hizo se tire por la borda…”.
La pantalla de la PC tarda en encender. Comprada en plena pandemia, solo descansa unas horas por día, otra costumbre que trajo la pandemia. En la web rebota la carta de los terapistas. “Sentimos que estamos perdiendo la batalla. Estamos agotados. No tenemos reemplazos”. Tienen derecho más que nadie: “Les suplicamos no salir”. Uno de ellos, Arnaldo Dubin, repite una y otra vez: “El sistema de salud está al borde del colapso”.
En la TV, un movilero enfrenta a una pareja arropada para una nevada: toman una gaseosa en un bar de San Telmo. Se acurrucan para evitar la lluvia. Aducen la necesidad de salir de su depto, más allá de la helada noche porteña. Con las urgencias esenciales del otro es difícil meterse. En especial si, como resulta con quien firma estas líneas, está tan harto como muchos de la duración y la intensidad del encierro, se desespera la posibilidad de volver a abrazar y besuquear a su nieto, pero reconoce el privilegio de no padecer las urgencias de tantos, la falta de espacios íntimos de otros, la cercanía concreta de una pérdida humana por el coronavirus. Pero la empatía con esa pareja se acaba de cuajo cuando el muchacho relaciona esa salida con el ejercicio de las libertades individuales. Dan ganas de enrostrarle la tapa de este diario.
Ese día, una web de enorme popularidad anunció rimbombante: “La prensa europea aseguró que la extensa cuarentena argentina es un desastre”. La prensa europea resultó ser un solo medio (The Telegragh) y el cronista que la firma, un especialista en turismo, presentado con la virtud de haber vivido en los ’90 en la Argentina (Chris Moss). Es, simplemente, un ejemplo de tanto mezquino que ejerce el “terrorismo sanitario”. Otros azuzan y ensalzan a negacionistas, mientras se apuran en anunciar, para defenestrar al gobierno, que “Argentina ya está entre los diez países con más contagios”. De tan obvios, se les nota. Comparan a la Argentina con España: sesgadamente, ocultan que la “cuarentena más larga del mundo” permitió acumular conocimiento y amortiguar la tasa de letalidad. No hablan de los 300 trabajadores contagiados del Durand, o de los del Garrahan. Se mofan sin perder un instante de Alberto Kornblihtt, porque afirmado en datos incontrastables, reflexiona sobre funestos augurios.
Que en estas circunstancias sigan existiendo personajes que hablen de comunismo o golpe de Estado, que otros que festejen al aire la cantidad de infectados no es una casualidad. Es lisa y llanamente una canallada que merece, al menos, que la historia los juzgue. No basta que alguno de ellos se cargue con la enfermedad, que se mofe de todos nosotros diciendo que fue al hacer los mandados y que se acuerde de los que la pasan mal: ¿no recuerda cuando les rebajó la jubilación o los reprimió? Daniel Gollán decía esa misma noche: “Les pondría los trajes sanitarios a ellos por cinco minutos”.
No tienen vergüenza, no tienen derecho a empujar de tal forma hacia la desgracia. Juegan con cosas que no tienen remedio. Toman hidroxicloroquina en cámara y no les remuerde la conciencia por la muerte de un chico: redoblan la apuesta. No somos como ellos. Nos desean la muerte. A nosotros nos cuesta muchísimo más permitirnos esos anhelos oscuros. Parte el alma y llama a la reflexión que sean tantos. No solo los que llenan el Obelisco o los que afilian el negacionismo (ya no al terraplanismo imbécil) con un nivel de egoísmo feroz, de individualismo expuesto, de deshumanización tan profunda, que ni atinan a sacudir esas subjetividades mercantilistas.
Pero lo que está en riesgo es nuestra vida. La de nuestra familia y la de nuestra gente, que es nuestra vida. Tenemos la misión de salvarlas. Y que no sea el mero control de daños de la tragedia. Reparando que la grieta existe y es inevitable; que son ellos los que se llevaron puesto el país; que Larreta puede jugar un rato en nuestro equipo pero que nunca será amigo. Que nunca será uno de nosotros. También él representa a esa parva de tilingos que festejan sobre la nieve… A él también la TV lo muestra desafiante, cínico, traidor, tomándose un cafecito en un bar. Que alguien le muestre la portada de Tiempo, aun cuando su desfachatez no le permita inmutarse. Como no lo hace cuando Kicillof habla de que es una truhanería politizar la pandemia o cuando expone con pasión y credibilidad que la cosa no va bien, de que no es momento de apertura: fue el primero que expuso crudamente la abnegada labor de los sanitaristas.
Por eso: si no se toman medidas severas ahora, ¿cuándo? ¿No llegó la hora del botón rojo? ¿Alguien cree realmente en la responsabilidad ciudadana o es sólo un atajo para disimular la debilidad del Estado ante esta locura generalizada?
Vale entonces, el rescate de la emoción por todos los que sí se aferran a una visión solidaria, a los que no se afilian a esa particular “guerra del cerdo siglo XXI” y a que “se mueran los se tengan que morir”.
Silvia es trabajadora social, Juan es médico. Ambos exponen el pellejo, como tantísimos otros, solo que a los dos los envuelve nuestro afecto personal intenso. A ellos, entonces, dedicadas estas reflexiones urgentes.