Ardua tarea le esperaba al escritor argentino Marcelo Caruso (Buenos Aires, 1958) cuando decidió novelar un tramo de la vida de Jesucristo, una de las figuras –una de las palabras– más reverenciadas, emblemáticas y simbólicas de la historia universal. No tanto por entroncarse en una tradición que tiene como últimos libros de cabecera Sed, de la belga Amélie Nothomb (2022), y el formidable Evangelio según Jesucristo (1991), de José Saramago, sino, fundamentalmente, porque se requiere de un talento extraño, de una muñeca equilibrada, para dar con la lengua conveniente, con el tono preciso, con la psicología verosímil. Para no sonar ni groseramente grandilocuente, ni artificialmente barroco, ni perezosamente económico.
Extraño talento el de Caruso, por cierto, que narra con prolija serenidad Los años perdidos de Jesús en la voz del propio Mesías. Afirma el autor acerca del título de la novela: “Hay un hiato enorme en la historia de la vida de Jesús, el período que va desde sus doce años hasta los treinta, cuando inicia su ministerio; fue “bautizado” por los estudiosos como “los años perdidos”. Nada se sabe con certeza sobre Jesús durante este larguísimo período. Algo de la infancia fue transmitido a través de aquellos evangelios que, pese a que fueron declarados “apócrifos”, es decir, inexactos, falsos, por las autoridades eclesiásticas del concilio de Nicea en el año 325, obraron de algún modo rellenando varios huecos”.
Los años perdidos
Los años perdidos de Jesús, para Caruso, son los que comienzan con su alejamiento del hogar, a los veinticuatro años; años en los que debe lidiar con el pétreo silencio de José, conocedor ya de que Jesús no es hijo suyo; con los rencores de sus hermanos y, sobre todo, con las turbulentas visiones de su madre, que lo tienen como ambiguo y terrible protagonista. Visiones que moldean una imagen teñida de peligroso misterio a los ojos del pueblo. Así, el infierno se cristaliza en la mirada de los otros, en el silencio de un padre, y, sobre todo, en las expectativas de una madre con un pie en el umbral de la locura. Su madre, dice el narrador, «ya casi no habla. Sin embargo habló, y por demás. Habló de mí, de episodios que no recuerdo porque era demasiado niño, o porque solo sucedieron en su imaginación. Esos relatos sirvieron para que los vecinos me vieran crecer con desconfianza, cuando no con resentimiento». Y fueron ellos, los vecinos, que vieron a María habitar el delirio, cuando ella, justamente, se hizo madre con Jesús.
Ante el silencio y el desdén que lo rodea, nuestro protagonista partirá con una voz interna, «la voz del silencio», como única compañía que, simbólica y enigmática, trazará un recorrido bañado de ambigüedad. En el camino irán imbricándose los terruños de la vigilia y el sueño, del pasado, el presente y el futuro, y, a medida que se adentre en el viaje, los vaticinios de María cobrarán formas reconocibles, inmediatas.
A diferencia de Saramago, que reconstruyó con su farragoso talento gran parte de la vida física, no metafísica, de Jesús, o de Nothomb, que decidió anclarse en las postrimerías de la existencia del Mesías, acribillado por acusaciones cínicas, Los años perdidos se propone como la dolorosa etapa preparatoria, los años de aprendizaje requeridos para que nuestro héroe ingrese en su etapa célebre, esto es, bíblica. Caruso concibe una lengua poética y humana capaz de articular un registro tan individual como atávico, una voz que se pregunta por el destino de su existencia, por su desolada identidad y por qué su padre, ni más ni menos, lo ha abandonado.