Existe una literatura que engaña. Un caso podría ser el de la belga –nacida en Japón– Amélie Nothomb. Su prosa excesivamente económica, su accesible registro léxico, la proliferación de diálogos y la brevedad de muchas de sus ficciones dan pie a un pensamiento que, por racional que se precie, no deja de ser algo ingenuo: puede escribir, pero no cualquiera puede hacerlo con la laboriosa simpleza de Nothomb, que, por otra parte, con Los aerostatos, su última novela publicada por Anagrama, parece decirnos, en verdad, que, antes que escribir, hay que leer.

Los aerostatos

Angie Daulnoy ha conseguido por fin en Bruselas, a sus 19 años, un lugar ameno para vivir y estudiar su amada carrera de filología. Su cuarto propio, como diría Virginia Woolf —aunque confortable y adecuado— tiene un costo extra: pertenece a la casa de la insufrible Donate, estudiante de Dietética, obsesiva de la higiene y con tendencia a la victimización.

Para llegar a fin de mes, costear su cuarto y sus estudios, Angie comienza a impartir clases particulares de literatura universal a Pie Roussaire, un joven hosco de familia pudiente, y al que le lleva solo tres años de diferencia.

Se supone que el joven es disléxico, que aborrece los libros y la lectura. Angie comprende de inmediato que el problema es otro; que si existe un trastorno, es familiar, y que, en todo caso, son los progenitores de Pie –en particular, el padre– los que no saben, para decirlo así, leerlo a él. Clases mediante, Angie logra interesar al estudiante por autores clásicos: Homero, Stendhal, Dostoievski, Kafka.

Convirtiéndolo en lector, comprende ella, a su vez, lo que no deja de ser un lugar común para cualquier amante de los libros: que cada lectura es única, personal e intransferible, y que, simultáneamente, un texto que se comparte supone un vínculo singularísimo entre los seres humanos. En esta relación literaria, ambos se estudian, se cocorean, se conocen; en fin, crecen. Y, en Los aerostatos, la madurez de un hijo conlleva la sepultura del padre.

“¿Cómo se le podía enseñar lectura a alguien sino leyendo?” –se pregunta la narradora– “En los últimos tiempos, en los medios se hablaba mucho de una epidemia de dislexia. Me parecía tener una explicación. Vivimos una época ridícula en la que imponerle a un joven leer una novela se considera un atentado contra los derechos humanos (…). Acusar a internet o a los videojuegos me parecía tan absurdo como atribuir a uno u otro programa de televisión la responsabilidad de su desinterés por el deporte”.

Nothomb sostiene, frente a novedosos enfoques pedagógicos o recurrentes diagnósticos médicos expedidos con la celeridad de un ticket de supermercado, retornar a ciertas escenas que fulguran con el brillo de lo atávico.

No existen recetas ni manuales infalibles para fomentar el amor por los libros o para alcanzar una afectiva responsabilidad paternal; no existe, desde luego, una escuela que enseñe a vivir, pero cuando dos personas, cara a cara, conversan en serio, una aprende de la otra, y se encuentran, aunque sea tan solo por un centímetro, más cerca de dilucidar algunas de las aristas del deseo que las gobierna.