En la mañana del 23 de enero de 1989, un lunes muy caluroso, fui a cubrir, para la revista El Porteño, un incendio en la Unidad 22, la cárcel VIP frente al Teatro Colón, que alojaba a represores y malvivientes de alta gama.

En total hubo 55 internos evacuados en una esquina. Diez se esfumaban, mientras el exagente civil del Batallón 601, Raúl Guglielminetti, sin perder su impronta de botón a pesar de estar preso, agitaba los brazos, al grito de “¡se escapan! ¡Se escapan!”.

Más atrás, un septuagenario muy delgado, en bata de seda, deambulaba a tientas, enceguecido, al parecer, por una diabetes. Porque bramaba una y otra vez: “¡Quiero mi insulina!”.

Lo tomé del brazo para ayudarlo a cruzar la calle Viamonte. Entonces, me di cuenta de quién era. Y ya en la vereda opuesta, musitó: “Gracias, hijo”.

Sí, José López Rega me había dicho “hijo”.

Bien vale recordar a este sujeto al cumplirse, exactamente, medio siglo de la siguiente escena, ocurrida inmediatamente después de que el presidente Juan Domingo Perón exhalara su último suspiro en la Quinta de Olivos. Fue cuando él entró en acción, no sin antes revelar:

–El General ya murió en una ocasión, y yo lo rescaté.

Seguidamente, despejó a los médicos que rodeaban la cama del difunto, tomándolo de los tobillos para declamar un rezo incongruente.

Y de pronto, gritó:   

–¡No te vayas Faraón! –mientras le sacudía con fuerza las piernas.

Pero, tras unos segundos que parecieron eternos, capituló, y dijo:

–El Gran Faraón no responde a mis esfuerzos por retenerlo en la Tierra.

¿Merecía Perón, el máximo líder político de la Argentina del siglo XX, emprender su viaje al Más Allá en medio de una circunstancia tan grotesca?

Lo cierto es que, en el plano simbólico, ese fue el primer fotograma de una tragedia histórica de la cual López Rega no fue ajeno.

Pero vayamos por partes. 

Un “hombre excepcional”

En este punto, hay que situarse en una tarde del verano madrileño de 1971, cuando, en su casona del barrio Puerta de Hierro, Perón dormía la siesta.

–Soy gran maestre masón en grado 33. Yo soy Mahoma, Moisés, Buda y Cristo. Vos en este momento estás teniendo el gran privilegio de hablar con un hombre excepcional– susurró José López Rega, con voz aflautada, antes de realizar un pase de magia negra. Luego, dijo:

–Ya está. Ahora, todas tus energías estáticas se convertirán en poderes dinámicos. Vos también vas a tener el poder.

Entonces sonrió, mientras su interlocutor, incómodo en su asombro, se hundía cada vez más en el sillón.

El empresario peronista Carlos Spadone jamás olvidaría ese episodio.

Una década antes. “Lopecito” –cómo lo llamaba el General– supo tener la certeza de ser un nominado en el casting del Altísimo.

Tanto es así que, ya a fines de 1962, consignó aquella creencia en su libro Astrología esotérica, un mamotreto –hoy inhallable– de 756 páginas, donde establece su principal objetivo: valerse de la sabiduría secreta que le fue concedida para impedir que las fuerzas demoníacas se apoderen del destino de la Argentina.

Por caso, en la misma época en que “bautizó” al bueno de Spadone, él se encontraba inmerso en una tarea clave: transferir el espíritu de Evita (cuyos restos yacían sin ataúd en una pequeña habitación de esa residencia) hacia el cuerpo de María Estela Martínez (a) “Isabelita”, la tercera esposa de Perón.

Aquello fue advertido por su entonces delegado, Jorge Daniel Paladino, cuando subió al primer piso para llamarla por orden del marido, y la encontró acostada sobre una mesada, junto al cuerpo de Evita, mientras con las manos extendidas hacia ambas, López Rega invocaba a los poderes celestiales para así consumar dicho “trasvasamiento”.  Ese espectáculo lo paralizó.

El “hermano Daniel”

En el aspecto terrenal, la biografía de aquel hombre puede encuadrarse en el género de “cuentos de hadas protagonizados por psicópatas”. Es decir, seres narcisistas y acomplejados que, creyéndose investidos de una misión divina, saltan sin escalas del anonimato hacia el –diríase– poder absoluto.

En su caso, este cabo retirado de la Policía Federal, quien, ya en 1965, trabajaba en la empresa gráfica que imprimía los libros de la logia Anael, una sociedad secreta que esgrimía una visión tercermundista, conoció a Isabelita durante un ágape en la casa del mayor Bernardo Alberte, uno sus integrantes, además de ser, por esa época, el delegado de Perón, cuando ella fue enviada a Buenos Aires en lo que sería su primera misión política.

Pues bien, en dicha ocasión, López Rega también se presentó como “un hombre excepcional”. Y el flechazo (espiritual) entre ambos fue instantáneo, en parte, por compartir la afinidad por las ciencias ocultas. Pero, además, ella vio en el “hermano Daniel” –su pseudónimo en la logia– al hechicero que, con su inspiración divina, podría ayudarla a conjurar toda clase de amenazas. La cuestión es que se lo llevó a Madrid.

Al conocerlo, el General pensó que podría ser un buen mayordomo. Y en poco tiempo, de esa función pasó a ser su secretario. Desde ese momento, su influencia en Puerta de Hierro comenzó a crecer como un tumor: Lopecito le filtraba los visitantes más odiosos. Lopecito le sugería sus próximos pasos. Lopecito expulsaba de su entorno a quienes podrían malograr su poder sobre Perón (el empresario Jorge Antonio y Paladino fueron parte de los vetados). Y Lopecito se adueñó por completo de la agenda del líder.

Desde fines de los ’60 en adelante, los acontecimientos adquirieron un ritmo vertiginoso: el Cordobazo y el ajusticiamiento del teniente general Pedro Eugenio Aramburu, por parte de Montoneros, junto al primer regreso de Perón al país y la candidatura de Héctor José Cámpora, marcaron a sangre y fuego el final de la dictadura del general Alejandro Lanusse.

San la Muerte

Mientras tanto, en consonancia con la estrategia pendular de Perón, su sinuoso secretario estrechaba filas con la extrema derecha del Movimiento, la cual, por cierto, no veía con buenos ojos ni el protagonismo juvenil en tal coyuntura ni su sintonía con el hombre que llegó a la presidencia en 25 de mayo de 1973.

Ya se sabe que éste no tardó en ser reemplazado por Raúl Lastiri (nada menos que el yerno de López Rega). Y que, después de las nuevas elecciones, el General e Isabel, como vice, llegaron a la Casa Rosada.

Entre estas tres presidencias hubo un denominador común: López Rega al frente del Ministerio de Bienestar Social.

Su influencia continuaba siendo creciente.

Así se llegó al 1 de julio de 1974, cuando el “Brujo” supo exclamar: “El Gran Faraón no responde a mis esfuerzos por retenerlo en la Tierra”.

Esa muerte significó su llegada al poder absoluto.

Tanto es así que, desde el ministerio a su mando, organizó a la Triple A, la falange parapolicial que, entre ese momento y fines de 1975, asesinó a más de 1500 personas. Sus esbirros serían los teloneros del terrorismo de Estado que, a partir del 24 de marzo de 1976, aplicaría la última dictadura.

Para entonces, el paradero de López Rega era una misterio, ya que había puesto los pies en polvorosa nueve meses y medio antes, a consecuencia de las movilizaciones populares en repudio al plan de ajuste lanzado por el ministro de Economía, Celestino Rodrigo (uno de sus alfiles). 

Su arresto ocurrió en Miami a mediados de 1986, siendo extraditado a la Argentina por los delitos de “asociación ilícita, secuestro y homicidio”.

“Gracias, hijo”, me diría casi dos años después, al arder la Unidad 22.

José López Rega murió en junio de ese año.

Su “cuento de hadas” había concluido sin un ápice de magia. «