Las lágrimas salen fácil. A ratos se agolpan, se resisten a resbalar. Y en el momento menos pensado, estallan.
Cómo no. Hay una pandemia. La sensibilidad está latente. Encendida. El mundo cambió de repente y nadie nos avisó. Nadie estaba preparado. No somos ni vamos a ser los mismos, las mismas. Imposible después de la indeseada experiencia de la cuarentena. Imposible después del azoro, la incertidumbre, el desasogiego. Imposible después de redescubrir los extremos de las miserias y de la solidaridad humanas.
Llorar ayuda. No del modo imperativo. No es una orden, apenas una reflexión sobre el alivio del llanto. Porque llora el que puede, el que quiere. La razón, lo sabemos muy bien, es la alteración de nuestras vidas forzada por un virus, pero el encierro detona las lágrimas en los momentos más inesperados.
Puede ser al revisar fotos de infancia o juventud. Al añorar las imágenes de abrazos multitudinarios que hoy parecen una quimera. Porque no logramos descorchar el vino que iba a ser nuestro premio por sobrevivir un día más en el aislamiento. O al ver escenas de cualquier tipo de amor en cualquier serie o película, olos capítulos finales de realities shows de parejas, remodelaciones de casas o novias angustiadas por su vestido.La pandemia exacerba inverosímiles emociones.
El gato se hace pis en el almohadón. Discutimos con la pareja, con los hijos. O no tenemos a nadie para discutir. Escuchamos una canción, un verso, un acorde que impone la nostalgia. Nuestro compañero de reclusión olvida el pan, los huevos o el aceite cuando sale a la aventura extrema de hacer las compras. Internet anda lento. Se va la luz. Nos cortan Spotify. Sale mal la torta de cumpleaños preparada a un hijo, o no se tienen todos los ingredientes para hacerla. Quemamos comida en una olla que era una reliquia familiar. La masa madre se echa a perder. Vemos la foto de un lobo marino en una playa solitaria que debería estar colmada de gente feliz descansando, disfrutando sus vacaciones. Leemos historias de niños y niñas pacientes o impacientes ante la cuarentena. Los imaginamos jugando juntos en el parque. Un ensueño.
Se rompe el celular. O las notificaciones se amontonan en el teléfono. La descomunal cantidad de correos electrónicos recibidos los vuelve ilegibles. Un vecino taladra a cualquier hora del día y de la noche. Ya no caben más trastos en el atiborrado escurridor del lavaplatos. Un concierto vía streaming desata la duda de cuánto tiempo pasará antes de poder volver a un recital. ¿Volveremos? Alguien nos regala un cuadernito hecho con una caja de la pizzería del barrio. Es el único material a mano en el encierro.
Las gotas pueden resbalar por las mejillaspor cualquiera de estos motivos.
Todo vale.
También al mirarlas majestuosas nubes en la noche desde una ventana. ¿Cuántas veces el apuro nos impidió verlas y ahora, en cambio, serán nuestro único paisaje?Al revisar tareas de las y los alumnos y echarles de menos. O al mirar los videos con saludos que mandanamigos y familiares. Por el cambio de formato de la vida propia, la ajena, la colectiva. Hacer la clase de zumba o yoga o gimnasia llorando porque se está frente a una pantalla y no frente a un ser humano. Porque una niña le pide a su madre que, por favor, no se vaya a morir de estrés. O porque, después de 40 minutos de fila, no conseguimos las galletitas de salvado sin sal que nos encargó nuestra vecina nonagenaria.
Llorar porque las muertes de Horacio Fontova y Marcos Mundstock potenciaron nuestra sensación de soledad.O por el orgullo ante el cuarto cumpleaños de Tiempo Argentino como cooperativa.
Llorar de sentimiento, de rabia, de miedo, de tristeza, de cansancio físico y emocional. Con desconsuelo o con alivio. En susurros o los gritos.
Llorar con lágrimas y mocos, como decía Julio Cortázar, aunque ahora no sea necesario taparnos el rostro con decoro ni usar ambas manos con la palma hacia adentro. Mucho menos cumplir con la duración media de tres minutos de llanto.