Por qué escribir –por qué seguir escribiendo– sobre los clásicos. Quién, hoy día, es capaz de producir lecturas renovadoras, de promover interpretaciones que azucen imaginarios y discutan –de verdad– con ideas fuertemente arraigadas en el campo cultural. El que aquí suscribe, desde luego, es incapaz siquiera de proyectar mentalmente las minucias de una discusión de este tipo y, mucho menos, de llevarla al papel.
¿Por qué escribir, entonces, sobre un clásico de la crítica literaria como el monumental Mímesis, del filólogo alemán Erich Auerbach, que Fondo de Cultura Económica vuelve a lanzar al ruedo a fines del 2023?
En principio, podemos responder sin mayor aspaviento: porque nos gusta. Escribir sobre libros que nos han encandilado en algún momento de la vida supone un gran placer para los que hallamos en la escritura un goce, un capricho, una compulsión. Abandonar toda esperanza, entonces, aquellos que depositaron en estas líneas la expectativa de leer algo ingenioso, refrescante o trasformador sobre el libro del paciente Auerbach, cuyo objeto, como reza el subtítulo, es la representación de la realidad en la literatura occidental.
Lector meticuloso y detenido, el filólogo Auerbach no se regodea en nimiedades. De Homero a Dante, y de Petronio a La Chanson de Roland, pasando por Rabelais y Shakespeare hasta Stendhal, para terminar, en los albores del siglo XX, con Virginia Woolf, el crítico lee, verdaderamente, como un hombre de otra época.
Inexistentes por aquel entonces, las teorías de la recepción no han modelado aún las grandes mentes de su tiempo (Auerbach, judío exiliado de la Alemania nazi, escribe Mímesis a comienzos de los ´40 en Estambul).
Tal el caso, en lugar de justificar cualquier desatino personal y de proponer, so pretexto de la libertad del receptor, caprichos de la más variada índole, Auerbach toma como puntapié fragmentos textuales de las obras en cuestión porque será de ellas –de las obras, del texto– y de las reposiciones epocales y autorales, de donde surja su serena –aunque apabullante– fuerza crítica.
Un hombre de otra época, en efecto. Un erudito que, muy probablemente, ninguna de nuestras sociedades occidentales actuales podría ser capaz de crear ni reproducir. Asegura Edward Said en el epílogo: “Lejos de ser el árido estudio académico del origen de las palabras, la filología de Auerbach (…) era en efecto la inmersión en todos los documentos escritos disponibles en una o varias lenguas romances: de la numismática a la epigrafía; de la estilística a la investigación de archivo; de la retórica y el derecho a una idea global y funcional de literatura que incluía crónicas, epopeyas, sermones, teatro, cuentos y ensayos”.
Capaz de diseccionar el Antiguo Testamento para cotejar, en su estructura narrativa y personajes, la distancia con la épica homérica; de afinar la mirada en el primer Misterio francés de fines del siglo XII para encontrar allí la articulación entre el estilo bajo y el alto porque –no está de más recordarlo– para nuestro genio, la figura de Cristo –y el cristianismo– llega, entre otras cosas, para anudar en la imagen del nazareno los grandes temas cultos encarnados en un realismo que la antigüedad consideraba propio de la bajeza de lo cómico y grotesco.
Jesucristo, compinche de pescadores y jornaleros, se presenta como un simple hombre, hijo de la Virgen María, sí, pero uno más, a fin de cuentas, entre la plebe. De esta manera, la Sagrada Escritura, asevera Auerbach, “creó un nuevo género radicalmente nuevo de sublimidad, que no excluye lo cotidiano y lo bajo, sino que lo incorpora, de suerte que tanto en su estilo como en su contenido se realiza una fusión directa de lo más bajo y de lo más alto”.
Un clásico y sus ejemplos literarios
La lectura infinitesimal de Auerbach le permite desvelarse en una simple palabra y detectar allí, antes que un placer lingüístico, arbitrario, todo un cambio estilístico y estructural. Explayemos este asunto un mínimo indispensable. En una de las caminatas por los círculos infernales, la conversación entre Virgilio, Dante y un condenado se interrumpe por la aparición de otro pecador. “Entonces alzóse a su lado otra sombra…”.
Es uno de los muchos ejemplos que la Divina Comedia ofrece –afirma nuestro erudito– respecto de cómo el uso al comienzo del verso del adverbio “entonces” supone en verdad un resquebrajamiento novedoso respecto de la unidad de acción “Si uno se pregunta –advierte– dónde encontrar, en la lengua vulgar medieval, anterior a Dante, un parecido movimiento del lenguaje, que interrumpa tan cortante y dramáticamente una acción en curso con un “entonces”, habría que buscar largamente”.
Y concluye: “<Entonces> como principio de oración se encuentra a menudo en el italiano predantesco, en las narraciones del Novellino, pero con una significación mucho más débil”.
Boccacio, Montaigne, La Bruyère, Schiller son atravesado por el cuidadoso tamiz de Auerbach, que trabaja con precisión quirúrgica y devota atención sobre las obras y autores que ha estudiado una y otra vez. Y una vez más. Pilar de los estudios comparados, no estaría de más, en nuestra gratuita actualidad, la escrupulosa lección que, implícita, el maestro imparte en su trabajo, la lección de un clásico.
Volver a pensar lo que los textos dicen, no aquello que ocultan o silencian. Un solo texto serio –esto es, un texto verdaderamente elaborado, un texto clásico, susceptible de interpretaciones casi infinitas– esboza en su literalidad –al calor de la letra– un mundo de sensaciones físicas e intelectuales capaz de requerirle a un crítico honesto toda una vida de estudio.