Hoy, para quienes acusan al lenguaje de machista, la “e” parece haber satisfecho la demanda de inclusión. Se escuchan así formas inhabituales para el español como “les chiques”, “les cuerpes”, “la sujeta” o “la individua”.
Estas modificaciones suscitan inevitablemente ciertas preguntas. La primera es si realmente la morfología de una lengua expresa una ideología, es decir, si existe una correspondencia entre una sociedad machista y la lengua a través de la que se comunica. La segunda, si los cambios lingüísticos pueden llevarse a cabo voluntariamente y por decisión de un grupo o son producto de un mecanismo intrínseco de la lengua que no puede modificarse a demanda de los hablantes.
Santiago Kalinowski, lingüista, lexicógrafo, es director del Departamento de Investigaciones Lingüísticas y Filológicas de la Academia Argentina de Letras. Consultado por Tiempo, aclara que la oficina a su cargo no ha emitido ningún comunicado oficial respecto de las fórmulas inclusivas, pero que fue necesario establecer un determinado consenso para dar respuesta a las preguntas de la comunidad.
“Es esperable –dice– que en un momento en que se busca hacer visible una injusticia social, se busque también intervenir en el discurso público para ponerla en evidencia. Pero a estas intervenciones no se puede contestar con argumentos gramaticales porque no se trata de fenómenos gramaticales, sino de orden retórico. Su finalidad es llamar la atención sobre una situación de injusticia y fijar el posicionamiento del hablante acerca de ella. En muchas oportunidades, la tensión entre la variante tradicional, que es más económica, y la nueva, que plantea diversos problemas estilísticos, morfológicos y de pronunciación, se opta por esta última porque está libre de la carga de injusticia con la que se asocia a la otra. Que la lengua sea un código convencional no evita que se tengan determinadas percepciones respecto a determinados usos lingüísticos, por lo que no resulta productivo discutir si el genérico realmente es discriminatorio o invisibilizador. Se perciben de esa forma, y esa percepción no es caprichosa. La desigualdad entre el hombre y la mujer existe y quienes se benefician de ella tienden a perpetuarla.” Aunque Kalinowski considera que las fórmulas inclusivas son un fenómeno retórico y no lingüístico, asegura que no le parece casual que “en casi todas las lenguas el genérico sea masculino”. Señala la enorme eficacia de estas nuevas formas respecto de las desigualdades que señalan, y piensa que su futuro es impredecible, “porque la última palabra la tienen siempre los hablantes y no los grupos ni las academias que desean imponer una forma”.
Parece redundante preguntarle a Alejandro Raiter, titular de Sociolingüística de la carrera de Filosofía y Letras de la UBA, por su opinión respecto de las formas de lenguaje inclusivo, ya que él mismo las utiliza. Le gusta que se genere polémica en torno al tema, celebra todo lo que cuestione lo establecido. “Nunca creí –afirma– en la neutralidad de los estudios lingüístico-gramaticales. Está muy arraigado que el cambio lingüístico es espontáneo y se produce de manera inconsciente a través del tiempo, pero es mentira. Creo que no el lenguaje como capacidad, pero sí el uso de las lenguas, es profundamente ideológico. La ‘e’ apareció como una buena opción frente al ‘todos y todas’, la equis o la arroba. No hago pronósticos respecto de si va a perdurar o no, por la sencilla razón de que descreo de toda normativa, pero considero que se han dicho muchas pavadas, como que la ‘e’ es ajena al sistema morfológico del español.”
A Raiter no le falta humor. Cuando se le pregunta si en el futuro hablaremos como en la vieja canción infantil que jugaba con las vocales y diremos cosas como “le mer estebe serene”, acota que ese juego confirma que la “e” puede ser una alternativa en el español, incluso desde una perspectiva chomskiana. “Chomsky decía que el hablante nunca se equivoca, porque no puede decir nada que no tenga posibilidad de existir en la lengua. Creo que lo más interesante de este fenómeno es que no se utiliza la variante en forma aislada, sino en el discurso que se produce en contextos en los que realmente resulta provocativo.”
“Ha habido intentos de eliminar el sexismo en el lenguaje, muchos absurdos, como la propuesta de decir ‘niñes’ en lugar de niños y niñas –dice María Marta García Negroni, investigadora del Conicet, profesora titular de Corrección de Estilo de la carrera de Edición, en Letras de la UBA, y profesora de Análisis del Discurso y de Escritura en la Universidad de San Andrés–. Lo que está sucediendo hoy en la Argentina es sumamente interesante como modo de reflexión, de visibilización, no sólo de las cuestiones ligadas a lo femenino, sino también al transgénero. Pero más allá del impacto político e ideológico, desde el punto de vista lingüístico me parece difícil que prenda, aunque no quiero hacer futurología. Los cambios en el lenguaje no son voluntarios, no se producen porque un grupo quiera imponerlos. Se producen naturalmente. Pero todo puede ocurrir y, de hecho, los más jóvenes han incorporado estas propuestas. Si resultaran exitosas, se produciría algo muy fuerte porque no se trataría sólo de incorporar un léxico, sino de modificar el sistema del español. De un sistema de dos géneros se pasaría a uno de tres. Habría un masculino y un femenino para las cosas y, para las personas, una forma neutra representada con la ‘e’. Sería un cambio dramático del sistema morfológico, tan grande como el que se produjo cuando el latín perdió las declinaciones que determinaban la función sintáctica de sustantivos, pronombres y adjetivos.”
Cabría preguntarse si la lengua es morfológicamente discriminatoria o si la discriminación se produce en el discurso; si la lógica del sexismo morfológico obedece realmente a la lógica de la lengua. De generalizarse el uso de la “e” como indicador de inclusión, ¿se terminarían los discursos discriminatorios?
Nanette y los límites del humor autoinfligido
Siempre me han juzgado por lo que soy. Siempre he sido una torta gorda y fea”, decía Hannah Gadsby sobre el escenario. Y cuando su stand up Nanette se convirtió en un éxito en Netflix, renunció a la comedia porque, aseguró, “estoy cansada de hacer chistes sobre mi condición de lesbiana”.
Gadsby explicó entonces que existe cierto tipo de humor que se ríe de los humillados y que, sin ser consciente de esto, ella estaba infligiéndose una humillación a sí misma y, en consecuencia, a quienes estaban en una situación similar.
Nació en un pueblo de Tasmania, Australia, de donde emigró a Sydney porque, siendo gay, “todas las personas que me criaron y con las que crecí me habrían considerado criminal”. Dedicada durante más de diez años al stand up y no muy conocida fuera de su país, a los 40 decidió dar un paso al costado en su carrera en el momento mismo en que se hacía famosa en todo el mundo. Se le hizo demasiado evidente que ser gay no era una razón para ridiculizarse a sí misma escondiendo el dolor del abuso y la discriminación.
Si contar una historia personal de los padecimientos que en muchas sociedades supone no responder a las normas del heteropatriarcado es un hecho valioso que puede poner en foco una situación que hasta hace poco fue escondida de manera metódica, contarlo en clave de humor tomándose a sí misma como objeto risible, aunque no sea esa la intención, puede contribuir a mantener prejuiciosos estereotipos.
Su actitud obliga a plantearse cuáles son los límites del humor. ¿Es posible reírse de todo? Reírse de uno mismo en público no siempre significa, como suele creerse, haber elaborado los conflictos. Acaso funcione a modo de autodefensa, como una forma de decir “no se molesten en reírse de mí, yo ya me encargo de eso.” La autohumillación parecería ser allí una forma de hacerse “perdonar”, de lograr aceptación.
Algo de esto pareció decir en el medio local Florencia de la V cuando se cruzó con Lizy Tagliani. “Sus chistes y su humor referido a su condición de trans –dijo Flor– abren la peligrosa puerta de la homofobia. Con esos chistes se permite la descalificación porque la homofobia también se manifiesta entre risas y aplausos. A mí se me criticó cuando dejé de hacerlo: ‘Ay, ahora se cree una señora’. Sí, y de eso se trata. De vivir como me siento y que todos lo respeten, sin necesidad de anteponer ‘ transexual’ a mi nombre. Entendí que ya no necesitaba decir que llevaba una maquinita de afeitar en la cartera para que me quieran”. Tagliani contestó: “Parece que ser fea, trava, tener pie grande, bozo y disfrutar de mi historia está penado. Alguien cree que si me desaparecen, la Tierra será un paraíso de paz, amor e inclusión. No vendo ni alquilo lo que construí–dijo aludiendo a Florencia-. Construya en su terreno, respete la medianera”. La “guerra” fogoneada por los programas de chimentos banaliza lo que puso en juego esta discusión mediática: el derecho a ser uno mismo, sin tener que pedir permiso a través de la risa ni conjurar el rechazo social a costa de ponerse en ridículo.