Nacido en 1934, Cristopher Lasch falleció en 1994 a causa de una leucemia fulminante. Al menos pudo terminar La rebelión de las élites y la traición a la democracia, publicado en 1995. ¿Y qué nos dice? Que el problema de occidente no era “la rebelión de las masas” como denunciaba Ortega y Gasset en 1929. No eran los populares los que representaban el peligro de una sociedad más mediocre, con peores costumbres y hasta falta de romanticismo en la intimidad. El peligro reside en las élites. Es que ya no son ni se perciben como las “fuerzas vivas” de una sociedad que debían administrar en su conjunto, incluso y sobre todo para asegurar la continuidad del propio provecho. “Son las élites -escribe Lasch- las que controlan el flujo internacional de dinero e información, presiden fundaciones filantrópicas e instituciones de enseñanza superior, manejan los instrumentos de la producción cultural y establecen de ese modo los términos del debate público, las que han perdido la fe en los valores, o lo que queda de ellos, de occidente”.
Uno de esos valores perdidos fue la modernidad. Quizás la faz más positiva fue considerar al Estado como representante jurídico de una Nación, y la Nación como la expresión política de un pueblo unido por una comunidad de voluntades, con la igualdad política ante el voto y frente a la administración la justicia (al menos en teoría). Del mismo modo, en el sistema internacional primaba la relación entre Estados, con todas las asimetrías, crímenes y traiciones posibles pero al menos con una Carta de las Naciones Unidas y una Declaración de Derechos Humanos. El precio del poder, para un sector social dado, es la consideración de las necesidades del conjunto: los dirigentes se deben una articulación política con los dirigidos, so pena de fragilizar las estructuras de dominación.
Eso es lo que sostiene Lasch: los nuevos hábitos de las élites prescinden de “pagar el precio” del poder, un fenómeno que llamaremos posmodernidad, entendida no sólo como la ausencia de proyectos colectivos sino como la certeza para los gobernantes que ya no son necesarios tales designios, e incluso son nocivos. Tal alejamiento de los gobernados genera una crisis de representación política generalizada, que el marketing pretendió llenar con candidaturas de figuras públicas que no debían la notoriedad a la militancia. Así es como un emprendedor inmobiliario puede llegar a ser dos veces presidente de los Estados Unidos. En estos casos, en vez de resolver los problemas internos existentes, se identifican determinados chivo-emisarios que cargan con las culpas pasadas, presentes y futuras: los inmigrantes, China, las ideas “woke” (?), los demócratas que no supieron ver el peligro, no hicieron nada (en eso son buenos) o incluso la alentaron. Hay enemigos internos y externos que sólo pueden ser combatidos hasta el fin. Es el momento de la “traición a la democracia”. Bienvenidos a la antimodernidad: la “meritocracia” (esto es, la herencia de papá) reemplaza a la democracia (esto es, el sufragio universal).
En el plano internacional, la desaparición del Estado-Nación-Pueblo, al menos como ficción orientadora, hace lugar a las relaciones externas transaccionales al estilo trumpista: imposición de aranceles / sanciones / anexiones a niveles inéditos para después intentar obtener lo que quiere. Que es dinero. Así como la familia Biden ocupaba cargos en empresas mineras ucranianas (corrupción clásica de la posmodernidad), Trump decide quedarse con los recursos minerales de Ucrania como pago por la ayuda de los Estados Unidos en la guerra. Antes, los estadounidenses tenían al menos la elegancia de esperar el fin del conflicto para cobrar las deudas generadas, así en la primera como la segunda guerra mundial. Pero ahora los países víctimas en la relación transaccional dejan de existir como Estados para ser convertidos en dispositivos generadores de liquidez. ¿Y el Canal de Panamá? Ni hablar de la Argentina. En la era de la antimodernidad, el poder occidental impone la modalidad del Estado proxeneta de la propia Nación, de los recursos humanos y naturales de la Patria. Por supuesto, esto no sería posible sin la colaboración activa de la dirigencia periférica local, cuyos intereses son los mismos que las élites centrales, ambas desapegadas de las necesidades populares de cada país, y que cumplen la misma función donde sea, como sea, aunque a buen precio (promoción válida sólo para el occidente colectivo y dependencias). Ahora vivimos en un mundo donde la pirámide de Kelsen esta invertida: valen más los acuerdos entre privados que las leyes, constituciones o los principios generales del derecho. En síntesis, Lasch pudo prever que la rebelión de las élites rompería la articulación entre gobernantes y gobernados. Como la política tiene horror de la vacío, este fue ocupado por las opciones nihilistas de tipo fascista. Es el momento de recordar lo que decía Nietzsche: “Si mirás durante mucho tiempo el abismo, el abismo también mirará en tí”.