El 20º aniversario de la masacre de Cromañón, con sus correspondientes heridas que aún no cicatrizan, también significa dos décadas de crisis en el rock argentino que, de acuerdo a algunas lecturas y al devenir de los acontecimientos, marcan el fin de una era virtuosa que pagó caro el precio de vivir al límite.
Desde sus inicios, el movimiento local encontró en los sótanos el gran semillero para el desarrollo de artistas que luego ascenderían a las grandes ligas, pero el cambio obligado en las reglas de juego por el incendio que se llevó 194 vidas marcó un retroceso en esta dinámica vital para el género.
Y si bien es cierto que la potencial peligrosidad de estos lugares fue un condimento extra para el under local, que lo envolvió de mística, también es verdad que sólo las mutaciones en los comportamientos sociales experimentadas en los ‘90 habilitaron la afiebrada idea de encender una bengala en un lugar cerrado y altamente inflamable.
Nadie puede decir que reductos emblemáticos del under porteño de los ‘80, como el Café Einstein, el Zero Bar o el Stud Free Pub eran más seguros que República Cromañón, pero la diferencia radica en que, para entonces, la masividad aún no había llegado, la pirotecnia no formaba parte de las ceremonias rockeras y los actos temerarios del público no pasaban de alguna batahola generalizada.
El proceso de “futbolización del rock” en los ‘90, que supuso el traslado de los rituales de estadios a los conciertos, retroalimentado además por el hecho de que el rock local llegó a los estadios, convirtió en un arma letal a aquellas contravenciones que se habían naturalizado.
El fin de ciclo marcado por la masacre de Cromañón cristalizó cuando la primera reacción desde las esferas oficiales fue dar de baja a todas las habilitaciones de los locales para su revisión.
“Todo el rubro se manejaba con cierta informalidad, sobre todo desde el gobierno, y de ahí para abajo. La caída de las habilitaciones hizo que cada uno tenga que rever cómo eran las cuestiones a la hora de tener un local habilitado y poder trabajar”, reconoce Ezequiel Losada, responsable del teatro Rondeman Abasto, quien regenteaba un local bailable “clase C”, misma categoría que República Cromañón.
Y ejemplifica: “Hay cosas que con el diario del lunes eran muy obvias pero que en ese momento se pasaban por alto, como tener una puerta cerrada por comodidad y no contar con que, en algún momento, quizás tenías que evacuar rápidamente”.
Desde su experiencia personal de aquellos años como frontwoman de la banda independiente Panza, la cantautora Mariana Bianchini abona la teoría de “la muerte del rock” a partir del siniestro ocurrido el 30 de diciembre de 2004.
“Cambió toda la escena, sobre todo la idea del rock como contracultura y el poder de vincularse y desarrollar una idea, una manifestación creativa, sin necesidad de estar pensando por anticipado en cuántas entradas voy a vender”, considera la artista, quien remarca que “se transformó en esto que es ahora del rock del like y de la necesidad de vender tickets anticipados para que el dueño del boliche esté tranquilo”.
En contrapartida, recuerda el andar de Panza por espacios como Cemento -de Omar Chabán, uno de los responsables de República Cromañón- o el Salón Pueyrredón, al límite de situaciones de potencial peligro de las que no se tenía demasiado conciencia, pero también sin exigencias económicas.
“La manera que conocíamos como para desarrollar una banda, para que creciera, era tocar mucho y tener más exposición. Económicamente no teníamos que invertir demasiado. No nos pedían entradas anticipadas ni nada de lo que vino después”, grafica.
Y acepta: “Había lugares con una escalerita muy angosta para entrar, y a los equipos teníamos que sacarlos pasando por arriba de la cabeza de la gente que estaba bailando. Era una locura, pero el rock era eso también”.
“A partir de Cromañón se cerraron todos esos lugares y la opción de seguir tocando era en lugares muy mainstream, donde tenías que llevar muchísima gente y poner dinero, o invertir una plata que las bandas independientes no tenían”, concluye.
A pesar de que hay unanimidad en señalar que en la masacre hubo responsabilidades compartidas, la salida más sencilla fue utilizar como chivo expiatorio a los miles de jóvenes que abonaron esa escena de rituales futboleros, destaca Diego Boris, expresidente del Instituto Nacional de la Música (Inamu) y actual coordinador de la Mesa de la Industria y Actividad Musical del organismo.
“Nadie sabía qué decir pero no parábamos de hablar. Se inventaron muchos mitos, hubo mucha estigmatización de la gente que asistió, hubo sectores que se quisieron cobrar esa situación como que había sectores que no podían divertirse. Una desgracia enorme que fue una divisoria de aguas”, rememora. «
Cromañón y después
Más allá de cómo afectó a la cultura rock, la masacre de Cromañón provocó una toma de conciencia en torno a las medidas de seguridad en los espacios de música. El Inamu, junto con la ONG Familiares por la Vida y el Sindicato Argentino de Técnicos, confeccionó un manual de prevención de riesgos escénicos que preveía la presencia de desfibriladores, la revisión de las instalaciones eléctricas y capacitaciones en primeros auxilios. “Veinte años después se aprendió mucho. Hay mucho para seguir trabajando pero rescato cómo los familiares se organizaron para evitar que a otras familias les suceda lo que les sucedió a ellos”, recalcó Diego Boris. “Aprendimos a usar la conciencia a la hora de trabajar en lugares donde la gente se distiende y se divierte”, consiente, por su parte, Ezequiel Losada. Y añade: “Es importante tener en cuenta cuando uno va a producir algo, la responsabilidad que nos cabe en ese momento. Tenemos que ser muy serios a la hora de encarar una producción: qué cantidad de público se puede convocar y cómo nos manejamos”.