De improviso, fuera de agenda, tras recibir de boca del caudillo del Partido Popular español Pablo Casado la oferta de gestionar el ingreso de Uruguay a la OTAN, el presidente Luis Lacalle Pou ordenó sus papeles y se fue por dos días a República Democrática del Congo. No fue en el marco de una visita de Estado, a dialogar con su par, el socialdemócrata Félix Tshisekedi. Es más, ni se comunicó con él ni pasó por Kinshasa, la capital. Fue a pasar la Nochebuena con las huestes del Batallón IV Uruguay de las fuerzas de paz de la ONU (Cascos Azules), una avanzada oriental en el exterior, antes muy prestigiosa y ahora vapuleada por las reiteradas denuncias (y condenas en el caso de Haití) sobre explotación sexual adolescente.

En una situación normal, y más allá de la impericia diplomática de saltearse a Tshisekedi y aparecer de golpe en una pista de aterrizaje de la ONU, el viaje habría pasado inadvertido. Un presidente que visita a 819 soldados en misión a 8100 kilómetros de distancia, en otro continente y lejos de sus familias en estas fechas tan reputadas del mes de diciembre. Un presidente que comparte empanadas y ensaladas, corta una gran torta con los colores del país y deja de regalo una camiseta aurinegra de Peñarol y otra tricolor de Nacional. Por el apuro de la salida no pudieron firmarlas los jugadores, pero al margen: ¿cómo habrán reaccionado los hinchas de Danubio, de Cerro, de Liverpool, de esos tantos clubes tan antiguos? Pero fuera de eso, nada fue normal en ese viaje.

Como con un gesto estilo Macri, entre sus primeras medidas estuvo la venta a precio de remate del avión presidencial comprado en tiempos del Frente Amplio (FA), Lacalle quedó en orsay y se planificó el viaje en un Hércules de segunda mano (de 1970) comprado a España en 26 millones de dólares, pero que por falta de  mantenimiento no era seguro. Se averiguó por un chárter, pero pidieron 300 mil dólares, un monto que en tiempos de ajuste  horrorizaría al país. Entonces –¡no es un pájaro, no es un avión..!– apareció el empresario colombiano-argentino Francisco de Narváez, dueño de supermercados TaTa, las farmacias San Roque, Multi Ahorro, la fábrica de indumentaria BAS y la empresa de comercio electrónico WoOW. “Cuquito (Cuqui es el papá) elige uno de mis aviones”, dicen  que dijo.

De Narváez venía de hacer buena letra. En octubre se había reunido con Lacalle y tras ese encuentro anunció que tenía in mente un plan de inversiones que en tres años permitiría la creación de 1500 puestos de trabajo. El 1 de setiembre el diario oficialista El País había informado que el Banco Central le había autorizado al grupo argentino una emisión de deuda por 200 millones de dólares que representaría la mayor operación privada de la historia. Con la idea de que el préstamo del avión con los castos incluidos –combustible, hangares, tripulación y hasta catering– era una desmesura que venía atada a un eventual intercambio de favores, desde el FA formularon un pedido de informes que, hasta ahora, no ha recibido respuestas del gobierno.

Lacalle no era nuevo en estos usos y abusos. Ya había viajado en misión oficial a Brasilia embarcado en un avión Dassault Falcon 7X propiedad del brasileño Alexandre Grandene, un fuerte inversor en bienes inmobiliarios de Punta del Este, habitante destacado del balneario uruguayo, de los Panamá Papers y de los Bahamas Leaks. El diario Folha de São Paulo completó su curriculum/prontuario recordando una condena a tres años y seis meses de prisión por evasión fiscal. Grandene había prestado su avión después de haber invitado a Lacalle y señora a participar en una de sus mansiones de su fiesta anual “Vips and Chics”. Esa vez el episodio del Falcon 7X había pasado inadvertido.

“Esto de ahora es muy alevoso, porque además este viaje, innecesario, se realiza mientras el país vive momentos difíciles”, como el cierre, en plena pandemia, de Casa de Galicia, una de las cuatro mayores prepagas médicas, opinó la senadora Sandra Lazo, del FA. Lacalle se enteró de las críticas a su regreso del Congo, donde al más patético estilo Patricia Bullrich se había fotografía en pose de Rambo, enfundado en uniforme de camuflaje.

Lo más preocupante para el presidente es que recibió críticas desde adentro de su coalición de gobierno, el pacto pentacolor con el que logró desplazar al FA. Le llegaron desde Cabildo Abierto, el partido militar autoerigido en guardián de la moral republicana. El ultra católico senador Guillermo Domenech, segundo de a bordo en el equipo de defensores de los genocidas de la última dictadura (1973-1985), dijo que “con toda honestidad habría preferido que el viaje se hubiera hecho en un avión de línea, que no implica ninguna obligación con quienes lo prestan o lo facilitan”. Consultado expresamente sobre si el préstamo de De Narváez generaría obligaciones a futuro, el dirigente del militarismo dudó sobre el accionar de Lacalle pero fue categórico en su impresión: “Por lo menos nos crea la sospecha de si nos está generando una obligación”.

La extraña ambición de pertenecer a la OTAN

Al menos en los papeles, desde hace 53 años América Latina es formalmente una de las áreas desnuclearizadas del mundo. El 25 de abril de 1969, con la entrada en vigencia del Tratado de Tlatelolco, se echó a andar esta zona libre de armas nucleares, quizás el mayor y más generoso aporte de la región al vapuleado ideal de la paz. Vale la aclaración sobre la formalidad, puesto que las viejas metrópolis coloniales, todas potencias atómicas, mantienen sus intereses y su presencia en las tierras dominadas a cambio de hacerse cargo de la defensa militar. Es el caso del Reino Unido en las Malvinas y Francia en Guayana, Guadalupe y Martinica. Y de EEUU, que con sus fabulosos créditos maneja la soberanía de Colombia.

Esas tres potencia, con el claro dominio de este último país, son los capataces de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), una alianza militar occidental de los años de la Guerra Fría, que se mantiene básicamente para satisfacer las necesidades de la poderosa industria bélica norteamericana, y que en las últimas décadas se ha extendido a la mayoría de las viejas repúblicas que conformaban la disuelta Unión Soviética. La alianza ha ganado el Este europeo por las necesidades de EE UU de mantener su amenazante presencia militar a las puertas de Rusia.

Nadie decide en ese feudo, y menos aún quienes conforman la claque. Sin embargo, a principios de diciembre anduvo por este Cono Sur el presidente del Partido Popular (PP) de España, Pablo Casado, un prominente personaje, pero sólo por dirigir al mayor sector de la derecha de su país. Casado aprovechó su afinidad ideológica con Luis Lacalle (Uruguay), Sebastián Piñera (Chile) y Mario Abdo Benítez (Paraguay) para tentarlos con un imposible ingreso a la OTAN, un  club reservado por estatuto a los países del Atlántico Norte. En los últimos años se han plegado en carácter de “socio global extra zona” Afganistán, Australia, Nuevas Zelanda, Irak, Japón, Corea del Sur, Mongolia, Pakistán y Colombia, todos por decisión de EE UU y porque los necesita para hacer los mandados en áreas críticas.

No se sabe a nombre de quién, pero Casado dijo que “una de las cosas que estoy hablando es la idea de llevar a la OTAN a democracias que defienden la libertad en el área atlántica, pero también en un entorno no sólo geográfico de defensa de principios”. Tras un suspiro y volver a hablar de las libertades, como esa de no vacunarse impulsada por la derecha europea, Casado explicó su idea como “una forma de cercar a Venezuela”. Ninguno de los gobiernos visitados dijo algo. En Uruguay trascendió que Lacalle “quedó impresionado”, y Casado fue ovacionado tras hablar ante el directorio del Partido Nacional del presidente. El bloque legislativo del Frente Amplio aún no tuvo respuesta a su pregunta: “¿El tema OTAN, figura en la agenda del gobierno”? El 15/12 la Armada recibió noticias inesperadas: el gobierno gastará 100 millones de dólares en la compra de buques patrulleros.