El jueves pasado la televisión permitió ver en directo los cuadros atroces de lo que ocurría adentro y afuera del Congreso de la Nación. Imágenes difíciles de explicar porque primero eran difíciles de entender: una vulgar demostración de poder por parte de las fuerzas de seguridad, que no dudaron en gasear, golpear y disparar sobre un grupo de manifestantes civiles que sólo buscaban hacerse oír frente a la casa donde sus representantes se aprestaban a debatir. El motivo que dio origen a tanta vergüenza e indignación un proyecto de ley que el oficialismo necesita aprobar para seguir cumpliendo con el objetivo de ajustar a la economía en la base de la pirámide social en realidad no importan demasiado, porque el problema más grave es otro. Se supone que uno de los puntales de la vida en democracia reside en el derecho de cualquier ciudadano a manifestar públicamente su opinión, siempre que con su acción no ponga en riesgo a las instituciones. Nada de esto ocurrió el jueves: los manifestantes no sólo no representaban una amenaza (¿es necesario repetir que la televisión transmitió en vivo todo el tiempo?), sino que por el contrario fueron ellos los que estuvieron en peligro ante la acción desbordada de las fuerzas de seguridad que comanda la ministra Patricia Bullrich.
Pero no es la primera vez que ocurren hechos de esta clase y magnitud en la Argentina, un país que parece llevar impresa en su ADN la pasión por la violencia. La historia política del siglo XX está llena de relatos en la que los argentinos han chocado de frente; en no pocas de ellas, como ocurrió el jueves, ha sido el Estado quien ha encabezado una de las facciones, lanzando golpes contra sus propios ciudadanos. La semana trágica; la Patagonia rebelde; el bombardeo a Plaza de Mayo de 1955; los fusilamientos de José León Suárez; la noche de los bastones largos; la masacre de Ezeiza y el accionar de la Triple A; el golpe de estado de 1976; los saqueos de la hiperinflación de 1989; la represión de 2001, el asesinato de Carlos Fuentealba, entre otros. Desde su origen con la publicación del cuento «El matadero» de Esteban Echeverría, la literatura ha sido espejo de esa realidad, narrándola a partir de distintos formatos. Este informe incluye cinco libros que abordan algunos de estos momentos, consiguiendo conjurar el horror incluso desde la más absoluta ficción. «
La patagonia rebelde – Osvaldo bayer
Osvaldo Bayer es un reconocido militante anarquista y uno de los pocos estudiosos interesados en abordar la historia argentina desde el punto de vista de las luchas sindicales antes de que el peronismo consiguiera hacer pie en el movimiento obrero. Sus libros agrupados bajo el nombre genérico de La Patagonia rebelde recrean lo acontecido en el sur del país a comienzos de los años ’20 durante el gobierno de Hipólito Yrigoyen, cuando una rebelión de obreros rurales paralizó la actividad de la zona. Sin intención de ficcionalizar los hechos, Bayer consigue reconstruirlos con tanta potencia que sus textos casi pueden leerse como una negra novela de intriga política. A tal punto que llegaron a convertirse en el argumento de la película homónima, dirigida en 1974 por Héctor Olivera.
Apenas pasan unos segundos y ahora sí, el militar sale solo. Va vestido con uniforme de diario y sable al cinto. Se encamina hacia la calle Santa Fe por la misma vereda que esta el mismo hombre rubio. En su paso enérgico demuestra ya su carácter firme. [ ] Es el famoso teniente coronel Varela. [ ] El hombre más aborrecido y odiado por los obreros. Lo llaman el Fusilador de la Patagonia, el Sanguinario; lo acusan de haber fusilado en el sur a 1.500 peones indefensos. Les hacia cavar primero las tumbas, luego los obligaba a desnudarse y los fusilaba. A los dirigentes obreros los hizo apalear y sablear y luego ordenó pegarles cuatro tiros [ ]
Cuando lo ve venir, Wilckens no vacila. [
] El anarquista sale del zaguán para enfrentar a Varela. [
] Wilckens la arroja al piso con fuerza entre él y el militar, a la misma distancia entre los dos. Es una bomba de persecución, o de mano, de gran poder. Las esquirlas le dan de lleno en las piernas a sorprendido Varela. Pero también a Wilckens.
Diario de la guerra del cerdo – A. Bioy Casares
En el extremo opuesto de los libros de Bayer, de corte documental, Diario de la guerra del cerdo es una ficción absoluta sin contacto con hechos puntuales de la historia argentina. Sin embargo en ella Adolfo Bioy Casares supo, de alguna manera, leer perfectamente el clima revulsivo de finales de la década de 1960. Esta novela distópica imagina una rebelión juvenil en la que los jóvenes de Buenos Aires, liderados por un general de apellido Farrell y bajo el nombre de Los Jóvenes Turcos, se vuelven contra los ancianos y empiezan a perseguirlos y atacarlos. Por supuesto que, antiperonista confeso, no pocos indicios, entre ellos los citados, permiten conjeturar que se trata de una velada referencia al peronismo, cuya ala juvenil era muy activa en 1969, año de publicación del libro.
La novela de Perón – Tomás Eloy Martínez
En esta novela monumental, Tomás Eloy Martínez se propone y cumple la titánica tarea de cartografiar a Perón y junto con él al peronismo todo. Una de las subtramas está dedicada a abordar los sucesos de la llamada Masacre de Ezeiza, ocurrida el 20 de junio de 1973, el día del retorno del líder al país tras 18 años de exilio. Ese día la cúpula de la derecha sindical emboscó y disparó sobre los militantes de izquierda del movimiento y Martínez lo relata desde ambos puntos de vista.
Los cordones de la Juventud Sindical cierran filas, aferran con la mano derecha al compañero de la izquierda, pegan los hombros, y rechazan, con la cabeza y las rodillas, a la marea que se les viene encima. Frenan solo la primera embestida. Al instante, la ola se rehace, y arremete. [ ] Los cuerpos se destripan, se desfloran, saltan en aluvión. Un cerco de madera cae, astillado. Desde el palco uno de los elegidos toca el silbato: es la orden para que los cordones cedan el paso y se guarezcan tras las ambulancias en los flancos. [ ]
El enorme cuerpo de la concentración ha cedido y se derrama en las cunetas. Los muchachos de brazalete verde, trepados a los camiones sindicales, reordenan sus fuerzas,de cuatro en fondo. Se preparan. Esperan la señal. Sacan a relucir las mangueras con relleno de plomo, se calzan las manoplas. [
]Entonces suena nítido, un balazo. En la vorágine donde nadie puede oir siquiera su respiración, todos oyen: el primer balazo cae, y con él cae el silencio.
El año del desierto – Pedro Mairal
Inspirada en los hechos de diciembre de 2001, en esta novela Pedro Mairal imagina una distopía nacional. En sus primeras páginas describe esta situación, que transcurre sobre la calle bautizada con el nombre de quien propuso aquello de civilización y barbarie.
Subí caminando por Sarmiento. Lo tiré por si me agarraban con eso encima. Pasó un tipo en cuero, usando como tambor un tacho de basura de los de plástico. Para el lado de la Plaza se oía el latido enorme de los bombos. Como estaba a tres cuadras, no me preocupé mucho, hasta que vi pasar a la montada. Primero oí el repiqueteo de las herraduras contra el asfalto y después vi pasar los caballos alazanes al galope. Los policías ya venían amenazando con el látigo. Vi que los otros corrían y corrí hasta la esquina. Pasaban chicos con la cabeza envuelta en una remera, pasaban tipos de corbata con el saco en la mano, eufóricos. Lo de siempre. [
] Unos tipos arrastraban carteles de ‘hombres trabajando’ para hacer una barricada. Otros trataban de romper un vidrio y no podían; los cascotes y los pedazos de baldosa rebotaban, haciendo ondular el reflejo como si fuese agua. Se oían frenazos de autos y después explosiones o tiros. Ahí me empecé a asustar.
Los que se fueron – Bernardo Kordon
Publicado en 1984, primer año del retorno de la democracia, este libro de cuentos de Bernardo Kordon, ya desde su portada se presenta como una declaración de principios. En ella se ve a las Madres de Plaza de Mayo en una de sus manifestaciones. Sobre ellas aparece el perfil inconfundible de la cúpula del Congreso de la Nación. El primero de sus relatos es «Descansar en paz», cuento en el que una madre es obligada a tener en su casa el ataúd cerrado en el que se supone está el cadáver de su hijo desaparecido. Pero no puede abrirlo para confirmarlo y tampoco enterrarlo, porque para hacerlo necesita la intervención de un juez. Todos los días un oficial de policía la visita para asegurarse de que el cajón sigue ahí.
En verdad estoy más tranquila. No me devolvieron vivo a mi hijo, pero finalmente me dejaron enterrarlo. Y además tranquila porque ya no espero ver más al inspector. Venía cada dos semanas, para comprobar que el ataúd seguía en su lugar. Veía y se iba a dar cuenta a sus supriores. Ese día, después del entierro de las cenizas, le dije que era mucha crueldad eso que habían hecho: que una madre conservara el cadáver de su hijo. Demasiada crueldad, que se lo dijera a sus superiores. El tipo me escuchó y respondió: Una madre, es cierto, pero de un hijo subversivo, no lo olvide señora. ¿Por qué no lo cuidó antes? [ ]
No supe qué contestarle. Justo cuando iba a gritar todo eso que aguantaba tanto tiempo aquí adentro. Me callé enseguida. Ahora pienso que eso es lo que buscan. Que nos callemos. Carlos hablaba y lo mataron y dejó de hablar. [
] Madre de un subversivo, me dijo el inspector y me hizo callar. Algún día, quizás. Algún día quizás volveremos a hablar.