“Murió Zoe, la piba del Gondolín”, me dijo un editor de fotografía en pleno cierre de la edición papel de Tiempo. El cable de la agencia de noticias llegó el sábado 11 de noviembre a última hora. En la cablera de Télam se leía escueto: “Diana Zoe López García fue asesinada por su pareja, quien le asestó una puñalada cuando se encontraban en la habitación de un hotel del barrio de Balvanera. La víctima erala presidenta del Hotel Gondolín, el establecimiento de la zona de Villa Crespo, que alberga a la comunidad travesti/trans.” Travesticidio, otra vez. Esta mañana hago memoria.

Otoño de 2018, Araoz al 900, frontera difusa entre Villa Crespo y Palermo a secas. Zoe me abre la puerta de su casa, el Hotel Gondolín, la pensión recuperada y autogestionada por pibas del colectivo travesti-trans. La Tía Zoe, como la llamaban sus compañeras, era su referenta. La morocha tenía flor de polenta.

Nos sentamos cerca de la cocinita, Zoe miró el cielo limpio que techaba el patio y contó la historia del Gondo. A mediados de los ’90, el Gondolín era una pensión muy venida a menos que rentaba piezas a familias de billeteras flacas. También a muchas trans que se ganaban la vida haciendo la calle en las zonas rojas de Godoy Cruz y los bosques de Palermo. Por una renta digna de un petit hotel de Barrio Norte, el dueño brindaba un servicio de mazmorra: caños rotos, baños pestilentes, cables eléctricos corroídos, suciedad generosa y las ratas como compañeras indeseables.

Zoe en su casa, el Gondolín.
Foto: Diego Paruelo

Esa tarde, Zoe hizo memoria de su natal Salta, de su llegada a Buenos Aires en los primeros años del menemato y su aterrizaje de urgencia en el Gondo: “En un principio era un hotel familiar, pero el dueño empezó a alquilarnos a nosotras porque era más negocio. El trabajo en la calle deja plata por día. Por eso nos cobraba el doble, el triple. Era un desastre: no había cocina, no funcionaban los baños, un peligro todo. Con las compañeras nos fuimos empoderando y un día dijimos basta”. Al tiempo cayó una inspección, que constató las nefastas condiciones habitacionales del local: “Fue clausurado, pero nosotras quedamos adentro. Lo tomamos en forma pacífica, porque era nuestro hogar. ¿Adónde íbamos a ir?”. Pese a que una orden judicial amparaba su permanencia, un día el dueño apareció con aires de patrón de estancia e intentó recuperar sus dominios. Las chicas no cedieron y el hombre huyó derrotado entre abucheos y una lluvia de basura y yerba mate, en una escena que parecía sacada de una crónica del chileno Pedro Lemebel. Entonces arrancó otra historia.

Desde 2015, el Gondo es una asociación civil. Tiene cuatro pisos, tres cocinas, tres baños y unas 20 habitaciones. En cada pieza hay espacio para cuatro huéspedes. Llegan chicas de todas las provincias a la capital para buscarse un futuro mejor. En el hotel se dictan charlas sobre prevención de enfermedades y adicciones, hay talleres de oficios, asistencia de psicólogos, se incentiva a las chicas a que estudien y saquen el DNI. Nunca es suficiente.

La Tía Zoe era el motor del espacio. Me dijo esa tarde: “Imaginate que mi pieza da a la calle y me golpean la ventana a las 2 o 3 de la mañana, y es una chica que busca cama. Me dice: ‘Tía, ¿no tendría un lugar?’. Y muchas veces no lo tenemos, entonces tratamos de buscar otro lado o juntamos unos pesos para pagarle el pasaje de regreso a su pueblo. Si tuviéramos un edificio de ocho pisos como el de la esquina, habría lugar para todas, pero sólo tenemos el Gondo. Nos queda chico”. A Zoe no la apichonaba el viento en contra, siempre encontraba una solución para sus compañeras: “De los ’90 para acá, se logró el cupo laboral trans, la ley de identidad de género. Antes la única salida que teníamos era la prostitución. Hay que luchar siempre. Yo les digo a las chicas que hay que pelearla, que las cosas nunca vienen de arriba”. Y siguió peleando.

Una mañana de invierno, durante la miserable pandemia, me arrimé al Gondo de nuevo. Zoe preparaba un guisito para las compañeras. La cuarentena fue otro gran desafío para las chicas del hotel: no podían trabajar, no tenían subsidios, sobrevivían al día cosiendo barbijos para sacar unos pesitos. Zoe no quería que las pibas dejaran de estudiar en el bachillerato. Las estimulaba para que siguieran las clases por WhatsApp. “Es un capítulo negro más de nuestra historia, como tantos otros -me dijo la Tía y convidó un plato suculento de guiso-. También va a pasar”. Y pasó.

La Tía Zoe y sus compañeras.
Foto: Diego Paruelo

La vi por última vez en una Marcha del Orgullo. Zoe bailaba feliz con sus sobrinas, cantaba por sus derechos, luchaba feliz. Porque luchar garpa: desde la aprobación del cupo laboral travesti-trans, Zoe trabajaba en Casa Rosada. Fue su primer trabajo formal y registrado.

Antes de despedirnos ese día helado de pandemia, Zoe me contó que cada 21 de septiembre, celebraban el cumpleaños del Gondolín. Las chicas sacan una larga mesa a la calle, se pone música fiestera y cada inquilina aporta lo que puede: una cerveza bien helada, gaseosa o algún que otro manjar casero. Las empanadas salteñas de la Tía eran el plato principal. Al saludarnos en la puerta del hotel, Zoe dijo: “Es un día en que le agradecemos al Gondo, nos olvidamos un rato de los problemas y de las diferencias, que las tenemos como en toda buena familia, y festejamos todas juntas”. Como reinas de una primavera plebeya que siempre renace.

Que en paz descanses, Zoe.