Horacio González, sin duda uno de los intelectuales más destacados de la Argentina, presenta dos libros en el marco de la Semana González, 25 años de juegos irresponsables con la filosofía. El primero es una reedición de un texto publicado en 1992, La ética picaresca (Terramar Ediciones) que se presenta hoy, martes 11 de julio, a las 19, en Caburé, México 620, San Telmo, con la participación de Eduardo Rinesi, Esteban Vernik y Alejandro Boverio
El segundo, Traducciones malditas (2017, Editorial Colihue), se presentará en el mismo lugar y a la misma hora el jueves 13. Estarán presentes en esa oportunidad María Pia López, Darío Capelli, Cecilia Abdo Ferez, Matías Rodeiro y Juan Laxagaborde.
Este último libro, cuyo subtítulo es La experiencia de la imagen en Marx, Merlau-Ponty y Foucault propone múltiples significados para la traducción totalmente distintos del que todos entendemos como único. ¿Cuál es la relación que una traducción entabla con el original? ¿Es su literalidad volcada en otro idioma o es una creación diferente, una creación otra del que el original es sólo un referente? ¿Es el traductor un traidor como se lo considera habitualmente? ¿De qué modo se traducen las imágenes a textos? En definitiva qué fue lo que pasó luego de Babel, luego de que Dios castigara al hombre despojándolo de la lengua única y sometiéndolo a la confusión de la multiplicad de lenguas. Éstas son sólo algunas de las preguntas que se plantea el texto de González y que responde con su consabida erudición.
La idea de traducción es antigua, -dice en su libro- es más bien una ´tarea´ como se dijo, o un encuentro inesperado con una acción heterogénea que se sobrepone a sabiendas sobre otra anterior, bajo la evidencia de que debe a la vez preservarla, trasladarla, darle otra identidad y dejar que se sepa que provenía de aquella ´primera´, la que fundaba y persistía en la ´segunda´. La segunda: queremos decir, la que sucedía después; la réplica, la trascripción, la glosa, la poseedora de esa ´persistencia mimética´ respecto a lo que sin las variaciones del caso se erige como ´el original´. Lo que demostraría una singular y no pocas veces inaprensible exposición de la unidad del espíritu humano, siempre fracasada como arte y siempre añorada como investigación filosófica. Pues por lo menos hay siempre un punto de ineludible opacidad en el recorrido de una traducción. Porque toda traducción es un inevitable homenaje a la extraña diversidad del mundo, a la variedad de idiomas y la existencia de múltiples lenguajes que si tienen un origen común es remoto o inhallable y si marcan a cada momento su singularidades irreductibles, nunca dejan de incautar piezas desclavadas de ámbitos ajenos y que parecían fijas y que en verdad, pueden funcionar mejor en perímetros que inicialmente parecían adversos, esos recintos de espera a los que se trasladan. Los equivalentes que crea una traducción son imprecisos y vacilantes, heredan un no se sabe qué de sagrado, son un cuerpo que se superpone a otro y va descubriendo que la sospechosa identidad que ambos mantienen lleva a exasperar diferencias.
La traducción es tomada en un sentido amplio, como algo que puede aparecer mucho tiempo después del original. Por ejemplo, Petronio, cruzando los siglos, puede hallarse presente en la obra de Proust. Del mismo modo, un artista plástico como Daniel Santoro, traduce y, a la vez recrea y redefine a través de su obra la iconografía peronista. En esta constante traducción que se realiza a través del tiempo en el ámbito de la cultura, a la vez algo pervive, algo se agrega y también algo se pierde.