Swing es una palabra difícil de traducir. Ritmo, movimiento, cadencia, armonía o simplemente onda. En criollo: se tiene o no se tiene swing, esa es la cuestión.

Desde el centro de la lustrosa pista de La Confitería, un coqueto centro cultural del barrio de Colegiales, a Mariano Ballesteros le importan un pito las definiciones del diccionario. De hecho, entre volteretas, sonrisas, saltitos y balanceos escribe la propia con su cuerpo. Cuando en los parlantes deja de sonar un clásico de la big band de Glenn Miller nadie tiene dudas. El muchacho sabe de qué hablamos cuando hablamos de swing. Lo cuenta bailando.

Desde hace varios años, Ballesteros es el maestro de ceremonias de La Swinguería, punto cardinal de la movida porteña de este estilo. Religiosamente todos los martes, los fieles de este baile nacido y criado hace casi cien años en los Estados Unidos se congregan para sacarle viruta al parqué del primer piso de la vieja casona ubicada sobre la calle Federico Lacroze.

El muchacho cuenta que dio sus primeros pasos en las pistas hace una década. En ese tiempo trabajaba como ingeniero en sistemas, estaba en pareja y no bailaba ni «El Meneaito». Pero un día su existencia dio una voltereta digna de Fred Astaire: se cansó de ver pasar su vida frente a una pantalla, se separó y en la danza encontró un mundo nuevo. Primero exploró el abrazo del tango, pero lo sintió algo nostálgico. Después el zarandeo del rock and roll, demasiado sucio y desprolijo. Antes de dar otro paso en falso, se cruzó con la elegancia y la alegría contagiosa del swing. Fue un flechazo que le dura hasta el presente.

Hace un tiempo colgó el mouse para siempre. Decidió formarse con los mejores. Viajó y conoció de primera mano las catedrales del ritmo. Entonces empezó a ganarse el pan dictando clases del baile que ama.

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(Foto: Eduardo Sarapura)


Mientras sus pupilos ensayan piruetas, el dancer da una master class de historia: «El swing estuvo de moda en los ’30, durante la Gran Depresión, antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Tiene raíces afroamericanas, de la rama bailable del jazz y de las grandes orquestas. Muchos lo conocen como Lindy Hop –el ‘salto de Lindi’–, un nombre que nace en Nueva York, en un baile homenaje al famoso vuelo de Charles Lindbergh a través del Atlántico». Agrega que las pistas del Savoy Ballroom de Manhattan son la tierra santa; el bailarín Frankie Manning, el santo patrono; y el cine de la edad de oro de Hollywood, una biblia donde las parejas hacían milagros bailables en films como Un día en las carreras y Hellzapopping.

Como toda moda, el swing tuvo una existencia efímera y murió sin pena ni gloria en los ’40. Resucitó recién en los ’80 en las pistas europeas –Suecia y España son potencia– y goza de buena salud global hasta el presente, con miles de festivales y fanáticos. A la Argentina llegó a finales de los ’90 y desde entonces no deja de ganar adeptos.

Hay academias, encuentros semanales y hasta un famoso bailongo: el Frankie BA, que celebra en mayo el cumpleaños del legendario bailarín. 

Antes de volver al ruedo, Ballesteros se acomoda el pantalón tiro alto, también el corbatín y el sombrero Big Apple. Luego confiesa: «Cuando bailo la música me lleva a los dibujitos animados de mi infancia, las aventuras de Tom y Jerry. También estas eran las canciones que escuchaba mi abuelo Julio, marino mercante y gran bailarín. Por eso lo llevo en la sangre».

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(Foto: Eduardo Sarapura)


Su colega y pareja de baile Marcela Sívori también conserva recuerdos de su nonno poniendo los casetes de Benny Goodman como banda de sonido de las meriendas. Da tres razones irrefutables para animarse a dar el primer paso en el swing: «ejercicio físico divertido, un espacio de encuentro y una manera de empezar a entender el cuerpo y conectar con el otro. Me pasó en un festival de bailar con un chino. No cruzamos palabra, pero los cuerpos dialogaban. Y acá también te olvidás por un rato de todo el bajón social y económico del afuera». La «Macrisis» no es el crac del ’29, pero Sívori confirma que los últimos meses vinieron muy duros con la baja en las convocatorias. Si tiene que elegir el tema perfecto para gastar los timbos no lo duda: «‘Bill Bailey, Won’t You Please Come Home’, en la versión de Billie Holiday, la voz de la negra es mortal y más que bailar te hace flotar».

A eso de las 10 la pequeña big band sube al escenario y los primeros acordes del contrabajo prenden fuego la pista. Ballesteros, Sívori y una docena de valientes patinan la madera como en trance. El cronista patadura no puede esquivar el convite y termina moviendo el esqueleto. Preferiría no hacerlo. «