Hoy, 10 de octubre, se celebra el Día Mundial de la Salud Mental. Más allá de definiciones teóricas, podemos entender que la salud mental es la posibilidad que todos tenemos de transitar la vida de modo satisfactorio, lo que no significa la ausencia de sufrimiento pero sí la capacidad de construir proyectos ligados a nuestros deseos.

Para tener esa capacidad se requiere mínimamente tener algunas condiciones materiales básicas resueltas como alimentación, acceso a la salud, vivienda, trabajo y educación, cierta estabilidad de horizontes que permita proyectar a futuro y aptitud para confiar en el otro, lo que no significa que haya que confiar en cualquiera, pero sí que la presunción que rija las relaciones sociales no sea el miedo o la desconfianza.

También es importante contar con una historia familiar donde hayamos podido habitar lo suficiente el deseo del otro como para construir el propio, y que nos haya ayudado a aceptar que no todo lo que uno quiere en la vida siempre es posible.

Algunas de estas cuestiones no son linealmente abordables desde las políticas públicas, pero en otras el Estado es fundamental. Y no me refiero sólo a las condiciones materiales, sino también al tono de época que puede teñir las relaciones interpersonales del color de la convivencia, la solidaridad, la aceptación de las diferencias y la creencia en el otro o, por el contrario, de violencia, individualismo, discriminación y miedo.

Dicho esto, estamos en condiciones de contextualizar el aumento de problemas de salud mental que se ha observado en los últimos años, y también orientarnos mejor acerca de lo que podemos hacer para mejorar la situación.

La hipótesis de la pandemia de COVID como causa de padecimientos psíquicos es muy corta e interesada, porque busca resignificar restricciones individuales necesarias para un bien colectivo  como fue la cuarentena como algo patógeno, y así instalar su prédica de individualismo extremo.

En estos 10 meses de gobierno, además del clima social generado por la violencia discursiva, Milei ha tomado medidas concretas que empeoran la situación de acceso a la salud mental, entre ellas: aumento desmedido de las cuotas de prepagas y del precio de los medicamentos (un informe del CELS habla de 200.000 personas que dieron de baja su prepaga y que los laboratorios facturaron 361% más que el mismo trimestre de 2023 a pesar de una caída del 8,5% en las ventas con recetas), cierre de la obra pública (incluyendo la sanitaria), amenaza de eliminación masiva de pensiones de discapacidad, recortes a las provincias (que son las que sostienen la casi totalidad del sistema de atención) y desfinanciamiento de las universidades que forman a los profesionales en grado y posgrado.

En esa línea destructiva, vivimos en los últimos días una enorme movilización social por la pretensión sin precedentes de cerrar un Hospital Público como el Laura Bonaparte, referencia a nivel nacional por su trabajo en red y con enfoque de derechos humanos, que además viene transitando un proceso de adecuación a la ley nacional de salud mental: creación de dispositivos comunitarios, fortalecimiento de lo ambulatorio por sobre las internaciones crónicas, interdisciplina e integralidad de la atención sanitaria. Esta intención de cierre, luego desmentida, no forma parte de ningún proyecto sanitario de integración de la salud mental a un sistema de salud general – para lo cual se requiere mantener todos los puestos de trabajo como dice explícitamente el último párrafo del artículo 27 de la Ley 26.657- sino de puro y duro ajuste económico.

En el inicio de su gestión el gobierno ha intentado, a través de la ley ómnibus, reformar la ley nacional 26.657 para eliminar derechos que todos los ciudadanos tenemos ante el sistema de salud y reducir controles en un sistema como el manicomial, que tiene enorme capacidad estructural para vulnerar derechos humanos.

Si una reforma así prospera, no sólo no va a dar ninguna solución sino que reforzará el poder represivo para que esa sea la respuesta a problemas de salud que el propio Estado está contribuyendo a generar.

En lugar de vulnerar aún más los derechos de las personas con padecimientos mentales tenemos que invertir más en salud pública, controlar mejor la salud privada, garantizar la rápida y eficaz atención de las crisis y la continuidad de atención a las personas y sus familias sin recurrir al abandono (ni en la calle ni en las instituciones). Claro que todo eso supone no destruir el Estado desde adentro como un topo. También debemos reducir los factores de estrés que genera todos los días el gobierno con su prédica y sus medidas de ajuste.

No es cerrando hospitales ni cambiando una ley de salud y derechos humanos para convertirla en una herramienta de exclusión social como vamos a mejorar la calidad de vida de nuestro pueblo.