Dentro de tres días, junto con el inicio del nuevo año, el Convenio de Basilea pondrá en marcha un nuevo capítulo de su larga y hasta ahora escasa efectividad en la lucha a favor del control del tratamiento que las multinacionales hacen, o deberían hacer, de la basura y los desechos tóxicos que generan. Tras el medio siglo transcurrido desde que comenzaron las negociaciones para llegar a ese acuerdo, los productores de residuos electrónicos estarán obligados a declarar el detalle de sus exportaciones para obtener un permiso de los países receptores de sus envíos. En el paquete caerán, también, los generadores de basura en general, como Amazon, Adidas, Unilever, todas las automotrices y otras decenas de esos gigantes que signan la vida diaria de miles de millones de consumidores del mundo.

Como otros tantos acuerdos multilaterales pactados en el ámbito de la ONU, el Convenio de Basilea es un maravilloso compendio de buenas intenciones que no encuentran respuesta de parte de los grupos dominantes, que reducen su paso por el planeta a una desenfrenada carrera en pos de la acumulación. Efectivamente, sus objetivos pasan por proteger la salud humana y el ambiente de los efectos nocivos de la basura tóxica, reducir la generación de desechos peligrosos, asegurar un manejo racional de los desechos, promover la cooperación internacional, establecer mecanismos de coordinación y seguimiento. Esos son sus objetivos, todos muy loables. La ONU admite que, por ahora, su quehacer es un fracaso.

En su último informe sobre el monitoreo global de residuos electrónicos, el organismo mundial reconoce su fracaso: la producción mundial de residuos electrónicos crece cinco veces más rápido que su reciclado. En 2023 se detectó un total de 62 millones de toneladas de basura electrónica, 82% más que una década atrás. Este volumen llenaría 1,6 millones de camiones de 40 toneladas, un impresionante número de vehículos que, puestos en fila, serían suficientes para componer una línea continua alrededor del Ecuador. La generación de residuos no se detiene, cada año aumenta en 2,6 millones de toneladas, lo que llevaría en 2030 a un acumulado de 83 millones de toneladas, un alza del 33% con respecto a 2023. Esas montañas de desechos peligrosos se acumularán en Ghana, otros países africanos, Malasia y Tailandia, los más grandes basureros de Estados Unidos y Europa.

Hasta los años ’80 del siglo pasado pocos se habían preguntado dónde iban a parar esas monstruosas cantidades de desechos, residuos peligrosos que, en general, se relacionaban más con la basura nuclear que con el mercurio, el cadmio, el plomo, los metales pesados, el arsénico y otras toxinas. Y pocos se habían percatado de que cualquiera de esos elementos provoca graves problemas de salud. En Buy Now, the Shopping Conspiracy (Compre ahora, la conspiración consumista), un documental estrenado el mes pasado por Netflix, Nirav Patel, un exjefe técnico de Apple denuncia que “en ninguna empresa se habla jamás del desperdicio, no hay ninguna reunión en la que se hable sobre el final de la vida útil de los productos, buscan atraparnos en un ciclo interminable de compras, sin importar las consecuencias de consumir y producir cada vez más”.

«Miente más»

Aunque nada asusta a Jeff Bezos, el “emprendedor” que repartiendo sobres y paquetes se convirtió en 30 años en el hombre más rico del mundo, en 2022 empezó a sentir que el piso se le movía. Fue cuando los obreros de su depósito central de Staten Island decidieron formar un sindicato, el Amazon Labor Union. Recibieron entonces el apoyo de Malen Costa, segunda del organigrama jerárquico de la empresa. Ahora, afuera de Amazon, es una de las voces críticas de Buy Now… y comparte la idea de que la película apunta más a la verdad que todos los informes de la ONU, y lo hace con la versión de los arrepentidos del sistema. Costa reniega de sus años en Staten Island y enumera las cinco reglas de oro de la empresa de Bezos: “Vende más, desperdicia más, miente más, oculta más, controla más”.

Cuando en Basilea la diplomacia mundial daba a luz el Convenio que ahora ingresa en una fase crucial, los pobladores de las posesiones insulares francesas denunciaban al mundo que la metrópoli hacía pruebas atómicas en el atolón de Mururoa, contaminando las aguas del océano Pacífico. Dos décadas antes del conclave de Basilea, en el ardor de los primeros debates, se había filmado en el puerto francés de Cherburgo, en Normandía, una melosa película musical que lanzó a la fama a la entonces veinteañera Catherine Deneuve: Los Paraguas de Cherburgo. Desde ese puerto, y en esos mismos días, partían sin que nadie supiera los barcos que llevaban otra basura nuclear francesa hacia terminales desconocidas. Nueva Zelanda lo denunció y ese fue, quizás, el disparador para que Francia cesara esos criminales transportes y se estampara la primera firma al pie del Convenio de Basilea. Para los barcos de Cherburgo no hubo un punto final. Ahora, desde la red Basel Action Network le abren un cierto crédito a esta nueva fase. Creen que se podrían cerrar algunos agujeros de los que se valen los traficantes para llevar su carga a los destinos del mundo pobre del sur. Por ahora se manejan con toda comodidad, no se conocen derrotas que hayan acabado con alguno de esos carteles. Y eso que se han manejado de manera rudimentaria. En algunos casos les bastó con declarar “erróneamente” la carga de sus contenedores. En otros, cuando desde puerto se los alerta, viran el rumbo de sus barcos, apagan las balizas de situación y arrojan la carga al agua. Un vocero de la Organización Mundial de Aduanas en el puerto británico de Felixstowe fue por demás gráfico: “No se imagina usted –dijo– el valor infinito que tiene un billete de 100 dólares en estos puertos”.

Creación y destrucción

El angurriento monstruo económico-financiero global destina 35 veces más de sus sagradas reservas a las actividades que destruyen el mundo que lo aplicado a la defensa de la naturaleza. El impactante dato proviene de la respuesta que la Plataforma Intergubernamental sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (PIBSE) ofrece ante una tan breve como concreta pregunta que se formula buena parte de la humanidad: ¿Cuánto cuesta destruir el Planeta? Parece propia, la pregunta, de Elon Musk. Lo llamativo es que la PIBSE es un escenario ecuménico en el que interactúan los gobiernos de casi 150 de los 195 países que conforman el sistema ONU, y pese a que sus análisis son de una extrema rigurosidad, nadie, salvo sus cuerpos científicos y técnicos, se hace cargo de ellos.

El dato y la respuesta no vienen solos ni son los más impactantes. Los equipos integrados de la Plataforma consideran que los costos no asumidos por las políticas económicas, a los que llaman “efectos perversos del conjunto del sistema económico” –la suma de los costos no asumidos por las políticas en boga–, tienen un impacto socio ambiental negativo que se puede estimar entre U$S 10 y 25 billones por año. El informe destaca, además, que más del 50% del PBI global, es decir más de la mitad del valor de los bienes y servicios producidos por todo el mundo en un año, depende en mediana o alta proporción de la naturaleza.

El informe recuerda que la diversidad biológica –la riqueza y la variedad de la vida en la Tierra y en los mares– disminuye a un ritmo de entre el 2% y el 6% cada década. El resultado de tal caída tiene repercusiones directas y nefastas sobre la seguridad alimentaria y la nutrición, sobre la disponibilidad de agua bebible y la salud. “No obstante, los gobiernos siguen trabajando cada cual por su lado, sin prestarle atención a la relación entre uno y otro componente de la crisis”. El resultado, dice el informe de la PIBSE, es que “esta manera de operar da lugar a objetivos contradictorios e incentivos negativos”. Así, el informe divulgado en Madrid el 16 de diciembre estima que los costos no contemplados en la actividad económica, y que repercuten sobre biodiversidad, agua, salud y cambio climático, ascienden a ese estimado de entre U$S 10 y 25 billones/año

La PIBSE insiste: más de la mitad del PBI global –casi U$S 60 billones de la actividad económica anual del planeta– depende de alguna manera de la naturaleza. “Esa es una cifra moderada”, aclara. El problema es que en la toma de decisiones se priorizan los rendimientos económicos a corto plazo mientras se ignora, porque eso está en la esencia del capitalismo, el costo que supone para la naturaleza, “sin que se exijan responsabilidades a los agentes causantes de las presiones económicas negativas sobre el mundo natural”, dijo en La Vanguardia el estudioso catalán Antonio Cerillo. Todo ello actúa, se atreven a opinar los expertos de la PIBSE, como una palanca que hace crecer los incentivos financieros privados hasta totalizar inversiones en actividades que dañan la naturaleza por un monto de U$S 5,3 billones al año.