Teniendo en cuenta que ahora el verano es ya, para mí, una huella del calendario interior y nostálgico, aquí desde Zaragoza, envuelto en su Cierzo inquebrantable sin estación predilecta (viento característico de rachas fuertes), quiero contarles una historia en la cual deseo, romance y sus lazos ramificados en lo sensible, personal, apenas son un estallido lejano pero de amplia implicancia en el devenir de mi vida. Porque es así para uno, cuando se va convirtiendo en ESE mismo que es ahora y se percibe como sea, con todas las fragmentaciones posibles. Con nostalgia, pero sin entrar en melancólicas zonas grises, revivo un suceso entre tantos de aquel verano de juventud, en Villa Gesell.
Para mí eran épocas de sobreviviente cantor, aprendiz febril en aquellas míticas playas geselinas y una noche, luego de haber cantado en un rincón apretado de bar esporádico con escenario trucho sobre cajones de cervezas, de esos bares que duraban con suerte y viento a favor hasta un 15 de enero…
Quedaron al final dos pibas sentadas bebiendo en una mesa. Muy guapas, resultaron ser hermanas. Se retenían ahí entre risas. Como esperando algo, un palpitar no despreciado de aventura. Quizás, abordando en cuelgue unas birras y generando una muy buena onda con nosotros. Cuando digo nosotros incluyo a circunstanciales amistades veraniegas de carpa y fogón. Hubo señales.
No recuerdo bien qué hizo la hermana, ni con quién de mi entorno pegó onda. Evidentemente que hubo algo con alguien y se fueron del bar a hacer la suya por ahí sin anunciarlo como era menester y leyenda con marca propia en Gesell. La noche era bella. Salimos conversando con la chica, inquietos y animados hacia la playa más cercana al bar. Yo con mis alpargatas pesadas de arena humedecida. La guitarra quedó guardada en el bar. Glamour de bohemia garantizada.
Liviano como la espuma de esas noches de alevosía sensitiva, me dejé llevar por una belleza de tono primitivo, aunque algo de nobleza encubierta sentía en el perfume adquirido fuera de su piel. Ni hablar de las tobilleras de caracolas tan finas que no eran berretas. Tampoco la campera de jean que al despojársela más tarde, dejó palideciendo a la luz que no permitía ocultar el escenario, ni las acciones de los personajes que encarnábamos sin guion bajo la luna. La atracción, mutua y contundente. No llegamos ni a mojarnos los pies cansados de andares playeros diurnos y de sol. Urgentes rodamos por la arena en bolas, sin importar nada, ni el gordito de gafas alucinado de puerto Pollensa… Si lo hubiera…
Todo estaba claro, sin dilaciones ni histeria. Se tradujo entre nosotros lo que deseábamos. Creciendo desde el bar, más de una vez. La arena se convirtió en polvo adherido como lentejuelas en una levita y la playa solamente fue un paisaje testigo de color terrenal, en un médano, albergue silvestre, cercano, para no colgarnos lunáticamente. Finalmente nos quedamos torrados. No teníamos reloj ni había celulares. La guía horaria era pura intuición y temperatura corporal. De pronto y alarmada, ella irguiéndose inquieta recordó en voz alta y sin pudores que su novio llegaría en auto desde Buenos Aires a eso de las 7. Ella resultó una veraneante de una colosal casa paterna, bien metida en el bosque del barrio norte de Gesell. Y debía estar allí, esperándolo a él. Un plan que habían orquestado hacía meses.
«Como una novia», diría el Nano Serrat. «Qué buen partido», habría dicho seguramente alguna voz del patriarcado de esos años. Aquí en España, «un braguetazo».
De a poco la realidad contundente del sol empezó a cabalgarnos y los polvos se convirtieron en molestia de límite, frontera entre el debo y el no. Nos miramos con ternura compinche, plena de soberbia juvenil y nos volvimos a trenzar en el más sabroso que fue, de salidera, con perdón de terceros.
Recuerdo que la acompañé a cruzar la calle de tierra y arena hasta su casa ceñida en el bosque y también que le ayudé, consciente, a sacudirse de encima todo lo que pude con las manos. Pero que ella llevaba de rastro delator encima. Nos besamos con besos de amor inconcluso a cuenta de los que no se sucederían nunca más. Y sin darse la vuelta cruzó la puerta al fin. No fue esa la última vez que la vi. No, qué va. Me quedé escondido en celo y algo aturdido para espiar la escena de la llegada del novio.
No habrá pasado media hora que el auto de buena gama frenó posta en la puerta. Ni tuvo que tocar timbre el muchacho que ella ya estaba espléndida en el umbral, como si nada. Bajaron juntos valijas y afines con ayuda de la hermana que se sumó a la bienvenida y se perdieron dentro. Creí verla dar un vistazo furtivo hacia el bosque, delicado y no explícito toque. Yo quedé perdido, en estado de vértigo. Así sería hasta el encuentro con otra piel que me centrara próximamente, apenas horas después. No debí esperar hasta el próximo recital en alguno de esos bares de poca vida en donde casi siempre pasaban cosas que aún repercuten en la construcción de sentido, como cartas marcadas en el pestañeo de un crepúsculo marino.
Así eran las cosas entonces y ese verano se tatuó en mi pista de los bailes de la vida…
¿Cómo habrá hecho ella para retomar su rumbo habitual en la relación con el novio? ¿Habrá saltado el asunto, alguna vez? Digo yo, que siempre dudo de las cosas, de las mías, sobre todo. Antes era un mar de miedos pero actuaba sin dudar, al revés de lo que hago hoy, en cada día de mi vida.
Pero presiento a Lena (ese era su nombre… al fin, qué más da), lejos de esa mañana y ese día incierto con sus mensajes diversos de expiación y mandato carnal afectivo, asomada en su limbo de vez en cuando. A ver si estoy oculto allí, ensoñada o realmente, para comprobar si me fui de ella sin girar al menos una vez, aquella mañana hasta hoy, en su propia memoria afectiva sentimental de nostalgia.
Quizás haya sido esa larga noche hasta el amanecer, el tercio de lo prohibido-permitido en su vida. ¿Acaso fue eso? Es probable también, aunque algo muy adentro que me conduce a sospechar desde el centro mismo del deseo y la vieja receta de la intuición, que su mirada la condujo cada tanto, cómplice y secreta para toda la vida, hacia esa playa geselina y su mística. Con los ojos cerrados para olerme mejor. Que ver es lo de menos ya en estas cosas a través de los polvos del tiempo.
Besos de playa (por esta vez) y abrazos de cancha. «