Hacia el final del concierto, en la pausa previa al último tema, desde el público alguien grita: “¡Judas!”. Displicente, Bob Dylan ensaya unos acordes en su guitarra eléctrica y se acerca a micrófono: “No te creo. ¡Sos un mentiroso!”, exclama. Luego se gira hacia sus músicos. Les dice, irónico: ¡toquen fuerte! Rompe a sonar “Like a Rolling Stone”.

La secuencia ocurrió en el Free Trade Hall de Manchester, durante el mítico concierto del 17 de mayo de 1966. Para ese entonces, parte de su público tradicional ya consideraba que Bob Dylan era un traidor. En sus últimos discos, el de Duluth, Minesotta, había osado trastocar el folk, pasarse a la guitarra eléctrica y escribir una poesía ininteligible, urdida sobre melodías demasiado subjetivas para la escolástica del realismo social.

En el festival de Newport, en el que participó entre 1963 y 1965, Dylan ya había revelado el negativo de su metamorfosis: en el 63 es un joven talentoso y combativo, aunque no exento de humor. En el 64, la ironía y la informalidad toman su cambio de actitud. En 1965 ya es el pionero irreverente que tendrá su paroxismo en la película Don’t Look Back (1967): ese año, acompañado por The Hawks, había dividido su concierto en dos partes, una eléctrica -que le valió algunos abucheos- y otra acústica, siempre celebrada. Pero, ¿en qué momento Bob Dylan había cambiado tanto?

Todo había comenzado dos años antes, con el lanzamiento Another Side of Bob Dylan, el 8 de agosto de 1964. El título del disco era toda una declaración de intenciones: anticipaba una nueva faceta, otro modo de encarar las composiciones. Si bien el músico de 23 años jamás había sido panfletario o monocorde, su acercamiento eléctrico al rock, al blues y a la lírica simbolista no dejaba duda de una transformación en ciernes.   

A Dylan nunca le importó el qué dirán.

El crítico Nat Hentoff, invitado a la sesión del 7 de junio en el estudio A de Columbia en la 7ª Av. en Manhattan, describe a la perfección un momento que marcará a fuego la trayectoria de su amigo Bob. En su crónica (“The Crackin’, Shakin’, Breakin’ Sounds”), publicada en The New Yorker Magazine el 24 de octubre, Hentoff señala que “sus canciones suenan como si se hubieran creado a partir de la historia oral de la calle, en lugar de haber sido escritas cuidadosamente y con tranquilidad”.

El texto destaca palabras literales de Dylan en el estudio: “Me he vuelto más libre en las canciones que escribo, pero todavía me siento confinado. Por eso escribo mucha poesía, si es que esa es la palabra”. Según Hentoff, su amigo parecía “alejarse de los ‘señalamientos con el dedo’ y escribir material más profundamente personal”.

Tapa original del emblemático álbum.

Tas el lanzamiento del Another Side irrumpe la polémica. Aunque la instrumentación seguía siendo acústica, se notan cambios poco fieles al folk de la estirpe Guthrie. En noviembre del 64, el editor Irwin Silber publica una  “Carta abierta a Bob Dylan” en la influyente revista que dirige, Sing Out!: “Tus nuevas canciones parecen estar todas dirigidas hacia el interior (…) conscientes de sí mismas, tal vez incluso un poco sensibleras o algo crueles en ocasiones. Y eso también sucede en el escenario. Ahora pareces relacionarte con tus compinches detrás de escena, en lugar de con el resto de nosotros que estamos al frente. Todo eso está bien, si así lo quieres, Bob. Pero entonces eres un Bob Dylan distinto. El anterior nunca nos hizo perder el tiempo”.

El jugoso debate del momento no hacía sino reflejar la controversia entre el arte racionalmente comprometido y el arte como desobediencia simbólica, sensorial y subjetiva. Desde luego, el segundo Dylan no hubiera existido sin el primero: sus discos Bob Dylan (1962), Freeheelin’ (1963) y Times They Are A-Changin’ (enero de 1964) son tres piezas maestras que ya manifestaban un lenguaje inquietante, capaz de conjugar la explicitud civil de la música con una singularidad plena. No obstante, la vuelta de terca por venir en el nuevo material se quería, como diría el filósofo Alain Badiou, “un testimonio vivo sobre la vida”.  

Ahora aparecen el amor y sus dilemas, un idioma surrealista y un cambio de aliento en las composiciones, que adoptan una mayor soltura, nuevos arreglos, modulaciones y matices expresivos que encarnan una declinación anímica que va del lamento a la risa explícita: un saber de la experiencia que contrasta con la narrativa del Village. La diversidad del disco es fenomenal: la ironía de All I really Want To Do o I Don’t Believe You; el tono circense de Black Crow Blues o Spanish Harlem Incident; la intimidad de Ballad In Plain D, To Ramona, It Ain’t Me y Chimes Of Freedom; la tradicional -no exenta de segundas- I Shall Be Free No.10 oel surrealismo de Motorpsycho Nitemare se conjugan sin esfuerzo. El fraseo sardónico de Woody Guthrie sigue ahí, también la armónica. Pero en My Back Pages, Dylan parecía insinuar su salto: “Era mucho más viejo entonces, ahora soy más joven”.

Ante la superchería de la inmediatez y el colectivismo de la mercadotecnia, la divina comedia dylaniana persiste en tanto nos devuelve a la realidad del arte y su necesaria transmisión poética y política del sentido; su penetración en el tiempo de la existencia, en los sueños primordiales del inconsciente y la memoria social siguen dando vigencia a una voz que pareciera inagotable en la misteriosa búsqueda de dialogar con el mundo y decirse a sí misma.    

A 60 años del lanzamiento de Another Side of Bob Dylan