Buenas tardes pasajeras y pasajeros. A quién no le ha pasado de estar en una cena familiar y que surja la clásica pregunta: “Mamá, papá, ¿qué relación tienen los lóbulos de la hipófisis de los sapos con el metabolismo del azúcar?”. ¡Y uno sin palabras!
Pues bien, hoy les traigo una solución; más que una solución, una oferta; más que oferta, ¡un regalo! Por apenas el valor de una pizza se están llevando, en edición pocket, apta para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero, mi publicación sobre La absorción intestinal de azúcares en el sapo Bufo arenarum Hensel, con insuficiencia hipofisaria o suprarrenal.
Pero les dije que era un verdadero regalo: por la misma suma agrego otro de mis trabajos. Quienes viajan en este medio de transporte suelen preguntarme “¡Pero Bernardo! ¿Esta semana no trajo copias de ‘The sensitivity to hypertensin, adrenalin and renin of unanesthetized normal, adrenalectomized hypophysectomized and nephrectomized dogs’? ¡En casa me lo piden!”. Hoy es su día de suerte: recién salida de imprenta la nueva edición para que nadie se quede sin saber qué le pasó al perrito hipofisectomizado.
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El 23 de octubre de 1947, Bernardo Houssay recibió el Premio Nobel de Medicina por sus descubrimientos sobre el papel de la hipófisis en la regulación de la cantidad de azúcar en sangre, clave para comprender la diabetes. Así, se convirtió en el primer latinoamericano en recibir esta distinción en alguna disciplina científica.
Y estos desarrollos, como tantísimos otros, no fueron posibles por la mera existencia de un científico sino por la de una universidad pública, la Universidad de Buenos Aires, en la que tenía su laboratorio y donde daba clases; la de su grupo de investigación con colegas nacionales e internacionales, porque la actividad científica es colaborativa, y la de –muchos años después– el CONICET, organismo cuya creación Houssay impulsó y del que fue presidente hasta su muerte.
Difícil hubiese sido saber, para casi cualquier persona, que estos avances extraordinariamente importantes para promover la salud humana resultarían de la investigación de un señor que se dedicaba a, literalmente, cortarles pedazos a sapos y perros y cuyos trabajos no eran en absoluto relevantes —ni comprensibles— para el público no especializado. Nadie hubiese hecho fila por horas en pleno invierno en la puerta de una librería para comprar libros de Houssay, ni habría llamado pidiendo que pasaran los extractos más importantes de sus artículos, “la radio está buenísima, un saludo para todos los que me conocen”.
Por motivos que dependen del carácter enormemente especializado que tiene la producción de conocimiento científico, decidir qué investigaciones son valiosas y promisorias, y merecen en consecuencia recibir financiación, es una tarea que queda en manos de las personas expertas en cada área. Y pese a todo esto, en un nuevo episodio de lo que ya es una auténtica cruzada contra el conocimiento científico, Javier Milei pide justamente que sea “el público” el que determine, “comprando libros”, qué investigaciones científicas son valiosas y cuáles no.
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Un problema obvio de pensar que los mecanismos de mercado pueden servir para dirigir los recursos económicos necesarios hacia la investigación valiosa es que, simplemente, el público no especializado en ciencias no está en condiciones de determinar la calidad de un trabajo sobre, o sea, digamos, la usurpación británica de las Islas Malvinas, o sobre qué prácticas educativas son más eficientes para aplicarlas en la enseñanza escolar de ciencias sociales, o sobre qué campañas de prevención del embarazo adolescente son mejores, o sobre el desarrollo de un trigo transgénico resistente a la sequía. Más aún: ni siquiera quienes hacemos investigación, pero en otras áreas, estamos en condiciones de evaluar nada de todo eso.
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Y el motivo por el cual no podría funcionar el “método Milei” para financiar la investigación científica no es solamente que las personas fuera de las áreas especializadas no están en condiciones de evaluar la calidad de la investigación. Milei exige que se financie la investigación útil.
Pero aunque, como diría Marcelo Gallardo, “con el diario del lunes todos somos fenómenos”, la verdad es que en ciencia, igual que en el fútbol, no siempre sabemos de antemano qué va a servir y qué no. Muchas aplicaciones técnicas —en tratamientos de salud, pero también para que hoy existan el wifi, el GPS, Spotify, las cámaras digitales, los tests de embarazo y un largo etcétera— surgieron de buena investigación que inicialmente tenía otros fines, pero que nos permitió ahondar en nuestro conocimiento del mundo y, gracias a eso, dio lugar a aplicaciones en su momento inesperadas.
En palabras del propio César Milstein (otro Nobel argentino) respecto de la técnica que permitió el desarrollo de anticuerpos monoclonales: “[L]a técnica del hibridoma ha sido uno de los pilares de la revolución biotecnológica. Sin embargo, ninguna de las aplicaciones actuales fue el objetivo de la investigación que la hizo posible. En retrospectiva, puede parecer obvio que la invención de un método para inmortalizar células que producen anticuerpos específicos tendría tal potencial. Sin embargo, en ese momento, estas aplicaciones más importantes no estaban en nuestras mentes ni en las de los biólogos o incluso los inmunólogos”.
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Pero el problema no se termina aquí. Incluso si nos manejamos con el supuesto (totalmente poco realista) de que el público pudiera entender y evaluar el contenido de los trabajos científicos, e incluso si nos limitamos a trabajos “útiles”, de aplicación predecible (como la cura para enfermedades), la pregunta obvia es: ¿por qué habríamos de pensar que los mecanismos de mercado, por los cuales los agentes eligen “libremente” aquellos bienes en los que tienen interés, garantizan una distribución justa de los recursos?
En definitiva, que ciertos productos y servicios generen demanda, y por lo tanto se vuelvan sostenibles a partir de mecanismos de mercado, tiene por condición necesaria que las personas interesadas tengan recursos para pagar por ellos. Pocas cosas deben ser más útiles que investigar enfermedades como el Chagas o la malaria, que afectan seriamente las condiciones de vida de millones de seres humanos.
Pero, como comentamos en una columna anterior, la consecuencia de que la investigación de las compañías farmacéuticas se rija precisamente por criterios de rentabilidad —de investigar lo que se podrá de hecho vender, y a buen precio— implica que enfermedades como estas sean sistemáticamente desatendidas porque son enfermedades de pobres, y desarrollar tratamientos contra ellas no da plata.
La pregunta entonces no es si los “chicos del Chaco” tienen interés en que existan mejores tratamientos contra el Chagas, como los que les debemos a científicos de instituciones públicas de nuestro país, sino si el poder adquisitivo de sus familias tiene el suficiente peso como para que esa enfermedad vuelva a interesarles a las farmacéuticas. En última instancia, el gran problema es que los chicos del Chaco no pueden incidir en el mercado porque, ejem, no nacieron en las familias correctas, como los Bulgheroni o los Pérez Companc, que sí recibirán privilegios sociales de sus padres. Hablemos de “casta”.
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Ahora bien, el problema no es solo que nadie fuera del área especializada está en condiciones de determinar el valor de un trabajo científico; ni tampoco que no se pueda saber de antemano qué trabajos científicos van a ser útiles; ni siquiera es solo que las obvias desigualdades sociales generan formas también desiguales de decidir, por mecanismos de mercado, qué investigaciones se financian y cuáles no.
Hay otro problema obvio que arrastra la idea de que el valor de la investigación científica pueda definirse a partir de la demanda que existe para “libros”: la publicación comercial de libros no incluye nada remotamente parecido a los estrictísimos mecanismos de evaluación que están por detrás de la publicación de artículos académicos en las revistas de mayor nivel.
Un obstáculo evidente que habría tenido Milei si de verdad hubiera querido ser “un académico”, como hilarantemente lo denominó su vocero Manuel Adorni, es que en el mundo académico los plagios se sancionan. Una ventaja de que los libros casi nunca atraviesen una evaluación por pares es que el presidente ha podido una y otra vez robar párrafos enteros de gente que sí hace su trabajo; 51 páginas consecutivas, en el caso de “su” último libro.
En el mundo de la investigación, naturalmente, prácticas así llevan a que un artículo sea retirado por la revista correspondiente, y deje de formar parte del conjunto de investigaciones del plagiario. Al requisito (¡bastante mínimo!) de no andar sustrayéndoles ideas a los colegas sin reconocérselo, se agrega que un artículo académico tiene que hacer aportes novedosos, tiene que estar basado en evidencia, tiene que tener claridad expositiva, y demás características que son objeto de evaluación experta y de las que carecen las publicaciones comerciales.
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Venderle los textos al por menor al público no especializado nunca es la forma en que se financia la investigación científica. Y un presidente que se autodenomina “académico” debería saberlo. Si Houssay no tuvo que vender sus publicaciones en el colectivo fue porque tuvo el apoyo de instituciones públicas como la Universidad de Buenos Aires, que le permitió llevar adelante las investigaciones que condujeron a su premio Nobel. En el caso de los miles de becarios e investigadores a los que el gobierno de “las fuerzas del Cielo” les desfinancian la investigación, la salida tampoco será que se dediquen a vender libros. La salida es, una vez más, y tristemente, Ezeiza.
Marta Arrieta
12 September 2024 - 11:08
La ignorancia al poder. Penoso. Excelente artículo