Un festival es siempre una caja de sorpresas. La mayoría de las veces de forma metafórica, porque en el riesgo de atreverse a elegir una película de autor y procedencia desconocidos, movidos solamente por el intrépido deseo de ver de qué se trata, siempre se esconde para el espectador la promesa de una maravilla por descubrir. Pero otras, las menos, la sorpresa es literal. Presentada en el marco del 31° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata pero fuera de toda competencia y sección, justamente bajo el enigmático rótulo de La Película Sorpresa, se presentó La Flor, nuevo largometraje de Mariano Llinás. Aunque es necesario aclarar que la película todavía se encuentra inconclusa y que de ella sólo se proyectó la primera de tres partes, cuya duración neta rondó las tres horas cuarenta minutos. Ese carácter fragmentario también coloca a todo lo que pueda decirse de la película en el orden de lo conjetural o, por lo menos, de lo parcial o lo incompleto. Queda aclarado.
La presentación de La Flor constituye un acontecimiento cinematográfico por varios motivos. En primer lugar porque representa un punto alto dentro de la programación del festival, uno de los más destacados por la trascendencia del film y de su director. En segundo, por el lugar que Llinás ocupa dentro del imaginario del cine argentino a partir del éxito que cosechó con su película anterior, la celebrada Historias extraordinarias. Un espacio que no sólo tiene que ver con su rol como cineasta, sino también con los que ocupa como intelectual vehemente y activo polemista, siempre dispuesto a intercambiar opiniones y, si es necesario, pelearse un poco en la defensa de sus ideas y de su forma de entender el cine. El tercer motivo, porque este preestreno parcial le pone fin al período de ocho años que separan al trabajo anterior de Llinás de este último, convirtiéndola en una de las películas más esperadas del cine argentino.
La Flor fue presentada ante el público marplatense por el propio Llinás junto a las cuatro actrices de la película (Pilar Gamboa, Elisa Carricajo, Valeria Correa y Laura Paredes) y parte del equipo de productores a cargo de este proyecto de pretensión monumental, que vuelve a poner en acto la desmesura de su director. La película comienza con el cineasta contando de qué se tratará la cosa. Así el espectador se enterade que la misma está construida sobre un molde similar al de Historias extraordinarias. Es decir, a partir de varias historias unitarias que pueden verse de forma independiente, pero de las cuales también sería posible realizar una lectura integral. Un modelo que también utilizó hace dos años Damián Szifrón para articular sus Relatos salvajes. Las similitudes estructurales entre ambas, incluso la que hay entre sus títulos, no parecen casuales. Pero esa es otra discusión.
Llinás cuenta en el prólogo que esta vez serán seis las historias, que cuatro de ellas no tendrán final, que la quinta empieza y termina, mientras que la sexta arranca ya empezada y llega hasta su conclusión. Enseguida da algunos detalles acerca de cada uno de los seis episodios, de los cuales sólo pudieron verse los dos iniciales. La primera es una historia de clase B como las que Hollywood hacía pero ya no puede o no sabe contar; la segunda, un musical con toques de misterio; la tercera, una de espías; la cuarta no se sabe bien qué es; la quinta está inspirada en una película francesa y la sexta es sobre unas cautivas del siglo XIX que vuelven del desierto después de mucho tiempo.
El primero de los dos episodios proyectados cuenta la historia de un grupo de científicos que trabajan para una universidad, haciendo investigaciones arqueológicas en una zona cordillerana. Una mañana, justo antes de un receso de varios días, reciben una momia indígena que les ha sido remitida desde las excavaciones, pero sin cumplir con el papeleo necesario y por fuera del protocolo burocrático. Una de las empleadas del lugar manipula la pieza de manera imprudente y así libera una antigua maldición (o algo por el estilo). Si bien todo el episodio está rodado de forma impecable desde lo técnico y jugando con algunos de los recursos narrativos propios del cine de clase B norteamericano y hasta del giallo italiano de los 60 y 70, se trata de un ejercicio fallido. No porque no responda a las normas del género, ni porque la historia sea mejor o peor que otras de su clase, ni por culpa de las composiciones del elenco. Todo lo contrario. El problema es que Llinás nunca consigue alcanzar el megalómano objetivo que él mismo se propone en su introducción, cuando define a la suya como una de aquellas historias de clase B que los americanos ya no saben cómo contar, dando por sobrentendido que él sí sabe. Sin embargo en el Episodio I Llinás no viene a releer, ni a adaptar, ni a aportarle nada distintivo o novedoso al cine de clase B (ni al actual ni al del pasado) ni, más importante aún, tampoco a su propia obra. Porque más allá de algunas referencias divertidas, de situaciones resueltas con gracia y de algunas señales que revelan una intensión paródica, este primer relato de La Flor se parece más a un juego o a un capricho, que a una película.
El Episodio II marca una diferencia con el anterior, manejando más recursos y con resultados más sólidos. Se trata de una mixtura entre el melodrama musical más pringoso y la variante más paranoica del suspenso, en la que la separación de un dúo estilo Pimpinela, a partir de la entrada de una tercera en discordia, se cruza con los planes macabros (y ridículos) de una especie de logia secreta que busca destilar una poderosa toxina a partir del veneno de escorpión. Barroco y kitsch, el relato comienza demasiado ligero, haciendo temer que esa ingravidez se prolongue en el tiempo. Pero de a poco va ganando en sustancia e intensidad, sobre todo en la línea del melodrama, donde la atmósfera remite un poco el costado más lúdico del cine de Almodóvar, sumando personajes, pasiones e intrigas, hasta alcanzar un gran clímax en la secuencia final. Un logro de Llinás en este segmento es el ingenio para crear composiciones que parodian el modelo de cierto cancionero romántico (se reconoce la influencia obvia de Pimpinela, pero también la del brasileño Roberto Carlos, por ejemplo), poniéndolo al servicio de una historia que no se aleja mucho de los argumentos que son habituales en ellas. Sin embargo el relato avanza con altibajos notorios.
La Flor no sólo parece una película pensada para el lucimiento de sus actrices: La Flor es exactamente eso y Llinás se encarga de que su decisión no pase inadvertida. Es el destino de los personajes que ha creado para ellas lo que impulsa el desarrollo de los relatos y son sus presencias las que guían las puestas y los desplazamientos de cámara. Llinás se adhiere a sus cuatro actrices como si quisiera tener un registro completo y exhaustivo de sus movimientos, como si en ellas se encontrara la fuente de energía que pone en marcha a la película. Y así es, pero esa decisión tiene una consecuencia inevitable: mientras más se empeña el director en captar con obsesiva precisión la gran labor de sus actrices, más se va diluyendo la película en torno de ellas, quedando en segundo plano. Mientras más se concentra en ellas, más se olvida de construir una estructura que las contenga y sostenga a la altura de la calidez con que él mismo retrata a sus cuatro protagonistas. La decisión fotográfica de trabajar de forma reiterada con los juegos focales parece ser la manifestación visual de ese procedimiento: cuanto más se concentra el foco sobre el primer plano, más se esfuma y se pierde de vista el paisaje general.
Habrá que ver de qué forma las cuatro historias restantes acaban incidiendo en la estructura de La Flor como obra completa. Por lo visto hasta ahora la película es estimulante de a ratos, casi nunca innovadora, algo despareja y desequilibrada en el balance final y, sobre todo, caprichosa y arbitraria. Queda en el aire la duda de si la síntesis no sería una herramienta oportuna para una obra cuyo primer tercio se extiende a lo largo de 220 (larguísimos) minutos. Quizás ahí se encuentre la raíz de las inconsistencias que se manifiestan en esta primera parte de La Flor, porque no se trata de una cuestión de talento, materia prima que Llinás tiene en abundancia. Pero muchas veces el trabajo de un artista consiste en el desafío de abandonar las herramientas conocidas, aquellas que ha conseguido dominar con soltura, para permitirse la posibilidad de avanzar por nuevos camino. Al contrario de eso, Llinás ha optado por persistir en el camino del desborde y la grandilocuencia, que para él representan el lugar de la comodidad. El terreno seguro y conocido que le valió el reconocimiento casi unánime de sus colegas y de la crítica. La Flor, al menos esta primera versión parcial, es la encarnación cinematográfica de esa comodidad, la obra de un conquistador satisfecho de sí mismo.
Tal vez Llinás podría permitirse el lujo de poner en duda sus propias certezas e intentar concentrarse en lo esencial, en narrar con sencillez y sin desbordes, en ganar potencia aspirando a la mínima expresión en lugar de perderse una vez más en los recovecos de la desmesura. Porque eso ya lo hizo y lo hizo muy bien. Y, como se dijo, talento no le falta para aspirar a nuevos horizontes y nuevas conquistas.