Desde un punto de vista político-institucional Brasil quizás haya vivido una de las semanas más relevantes y más determinantes de los últimos años. Más allá de los sucesos del martes 7 de septiembre, con las bravuconadas de Bolsonaro dirigidas hacia dos ministros de la Corte Suprema y la estridencia de algunos participantes de las multitudinarias movilizaciones, el desenlace de la tensión de esta semana deja una correlación de fuerzas políticas mucho más tranquilizadora para las elites económicas que hace diez días atrás. Con el anuncio del jueves, una etapa de Bolsonaro ha concluido. Ese ánimo confrontativo, fascista, desorganizador del país fue aceptado por las cámaras empresariales – o capitalistas en nombre propio-, sectores industriales y/o bancos hasta cierto punto. Hace meses que venían manifestando sus diferencias.
Porque, además, Bolsonaro había ingresado en una circunstancia paradojal desde el punto de vista político-electoral; hacia finales de agosto todas las encuestadoras y empresas de opinión pública del país daban vencedor a Lula en un hipotético balotaje con Bolsonaro; aún más, Bolsonaro, con un 64% de reprobación de su gestión mostraba en las proyecciones una incapacidad para despegarse de su propio piso electoral, lo que dejaba bastante más simplificado el escenario al propio Lula. Así, el cálculo de las elites sería el siguiente: a este Bolsonaro 2021 le quedaba muy poco margen para realizar un movimiento hacia el centro político: si en la elección del 2018 su apuesta fue – a lo Donald Trump- quedarse en un extremo del espectro ideológico y no moverse de allí, para hacer venir hacia su propia candidatura a los sectores del centro y centro-derecha, cosa que efectivamente ocurrió – la deshidratación de las candidaturas del PSDB o del MDB, o de la misma Marina Silva- ahora esos movimientos serían improbables. Más aún con el desgranamiento del respaldo de la «juristocracia», aquel sector social (influyente en términos ideológicos) vinculado al discurso moralizante y disciplinador del Poder Judicial – como lo fue en su momento, incluso en beneficio de Bolsonaro, la figura de Sergio Moro.
La secuencia de los acontecimientos fue la siguiente: el martes 7 de septiembre Bolsonaro tumultúa – a la manera de un pretendido golpe- todo el escenario institucional arrinconando especialmente a la Corte Suprema y a dos de sus miembros, pidiendo que revean sus últimas decisiones – órdenes de detención a bolsonaristas caracterizados y bloqueos de ciertas empresas financiadoras de las movilizaciones, entre otras disposiciones. La reacción fue inmediata y coordinada, de allí que también puedan permitirse algunas especulaciones. Se instala con fuerza la posibilidad del impeachment – a tramitar en el Congreso, que ahora daría curso al expediente; también toma fuerza la inhabilitación del Presidente vía Tribunal Supremo Electoral; o bien detenciones al «clan», su hijo Flavio en principio (el más complicado, en casusas de dinero en negro y vínculo con las milicias), el propio Jair, o el otro hijo Carlos.
Arrinconado, el Presidente hizo traer a Michel Temer – articulador del golpe a Dilma Rousseff- para redactar y exhibir un «Mensaje a la Nación» el jueves 9, mensaje que cambiaría el panorama: allí Bolsonaro se arrepiente de sus dichos sobre Alexndre de Moraes y abdica de arremeter contra la Corte Suprema y el Poder Judicial, negando sus propias palabras de convocatoria de «no irse de Brasilia hasta que renuncien todos los miembros de la Corte». Así, las elites económicas y financieras volvieron a tomar control del proceso histórico, que amagaba con desmadrase: sea en una deriva de alteración institucional (golpe) cuyas complejidades jurídicas traerían demasiados costos externos, sea en una futura victoria de Lula, cuyas probabilidades eran altas, altísimas. El factor Temer fue eso: un golpe dentro del golpe, vaya a saber cuál de los dos más preparado que el otro. En todo caso, este último, decidido a pavimentar una candidatura competitiva para la derecha durante los próximos meses.