En el exquisito mundo de las artes plásticas está extendida la máxima de que lo que se ve en la primera observación de un cuadro no es lo interesante y sustancioso, lo relevante está al descubrir aquello que oculta. La primera resonante voz que se expidió en tal sentido fue la de Pablo Picasso. Su sentencia fue un grito de alerta, harto ya de recibir, apenas conocida la obra, las más torpes opiniones de los críticos acerca del “significado” de su célebre «Guernica», pintado sobre caliente, días después del criminal bombardeo nazi a la ciudad vasca, el 26 de abril de 1937.
Hoy lo repiten los curadores de La huella colonial, una muestra inaugurada en el Thyssen-Bornemisza de Madrid, erigida, sin quererlo, en punta de lanza del progresismo cultural en la batalla por la “descolonización de los museos”.
La muestra en sí sólo tenía el objetivo de convertirse en un factor pedagógico, dando vuelta la historia y poniendo el foco en los pueblos que fueron víctimas de la política colonial. A eso se dio en llamarlo descolonización, aunque en estos tiempos de auge de la ultraderecha en el mundo occidental este no es precisamente el mejor momento para debatir sobre el coloniaje, esa etapa siniestra en la que las culturas blancas europeas se expresaron con toda ferocidad para reafirmar una imaginaria superioridad. El nazifascismo español, que se expresa a través del Vox de Santiago Abascal y el Partido Popular (PP), que tiene su rostro más cavernario en la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, encabeza la resistencia a la descolonización y llega, incluso, a negar la existencia de las colonias.
La ofensiva lanzada por los dinosaurios de la política contra La huella colonial comenzó antes de que la muestra viera la luz. Así, sus promotores, debieron aparecer a la defensiva desde el mismo día de la inauguración. En medio de un clima de tensión nunca visto ante una manifestación artística, Andrea Pacheco, una de las curadoras del Thyssen, se presentó a la defensiva. “Nadie se asuste –dijo–, esta exposición no pretende descolgar ni reintegrar a los depósitos ningún cuadro, sino que ha sacado a relucir muchos que llevaban décadas guardados y dicen cosas que se habían silenciado”.
Luego contraatacó: “La identificación de descolonización con restitución de obras no es inocente. Los medios promueven eso para provocar alarma, para que la gente se resista a lo que podría ver como una dilapidación de nuestro patrimonio”.
La National Geographic pretendió respaldar a los promotores de la muestra lanzándoles un salvavidas de dudosa efectividad. “Nos encontramos en un momento de disrupción –señaló la entidad– en el que la diversidad demográfica, la visibilidad de grupos históricamente excluidos y el deseo de vivir en un mundo más justo, son conceptos que adquieren cada vez más fuerza”.
Y rescató una decisión del gobierno español de Pedro Sánchez, que se propuso hacer una revisión de los museos para “superar el marco colonial” y reconocer la memoria y la perspectiva de los pueblos de los que proceden los bienes expuestos. De modo elíptico aludió a la descolonización que alcanzaría al Museo de América y al de Antropología, que “albergan obras adquiridas durante los siglos de la era virreinal”.
Dos veces metió la pata. Al hablar de obras adquiridas, en lugar de saqueadas, y al llamar virreinato a las colonias.
Otros pasos al frente
No es fácil diferenciar entre los verdaderos combatientes de la descolonización y la troupe de hipócritas que merodea el tema. El problema reside en cómo los museos tratan a las minorías en sus colecciones. Michael McGowan, director del Nordnorsk Kunstmuseum de Noruega, explicó que “el arte indígena suele encontrarse en museos etnográficos más que en los de arte, lo que perpetúa la idea de que esas culturas son inferiores”. En consecuencia, dio un paso al frente, transformando el célebre museo en el Sami Daiddamusea, exhibiendo una nueva colección de arte sami (pueblo del norte de Noruega, Suecia, Finlandia y el noroeste de Rusia) y obligando al uso del idioma sami en los catálogos. Para desilusión de los descolonizadores, acosado por la ultraderecha, McGowan se apresuró a aclarar que “el nuevo museo es una expresión ficticia del museo de arte aún no realizado”.
La muestra se convirtió en un revulsivo. En sus 75 obras exhibe desde bucólicos paisajes que ocultan la explotación del hombre hasta harenes con mujeres aborígenes, lascivas, de sexualidad salvaje; o familias con bellos esclavos, como el que pintó Frans Hals en “Grupo familiar ante un paisaje” (*), muestra del colonialismo holandés en Ghana, o el “Retrato del conde Fulvio”, en el que un esclavo aparece a escala burdamente inferior a la del noble (**).
. Para enriquecer la polémica, la muestra se cierra con una obra reciente del francés/palestino Taysir Batniji (nacido en Gaza en 1966). Saltando por los siglos, Batniji denuncia con sarcasmo el colonialismo de Israel en Palestina con imágenes de casas recién bombardeadas, destruidas, exhibidas en las ofertas inmobiliarias de Tel Aviv. «
(*) https://www.museothyssen.org/coleccion/artistas/hals-frans/grupo-familiar-paisaje
(**) https://es.m.wikipedia.org/wiki/Archivo:Retrato_del_conde_Fulvio_Grati_(Giuseppe_Maria_Crespi).jpg
Los saqueos que se exhiben y los que se esconden
Saqueo de los colonizadores o de los aventureros que tras las matanzas se quedaron, unos y otros, con todo lo que imaginaron que tuviera algún valor para saciar sus ambiciones o las de los reyes. Así fue en Asia como también en África o América Latina, el llamado Tercer Mundo, y eso es lo que explica el formidable valor de las muestras presentadas periódicamente por los más “prestigiosos” museos de Occidente.
Lo que exhiben y también lo que esconden todavía hoy guardado en sus depósitos, después de siglos del transcurrir humano, son miles y miles de piezas robadas a los pueblos colonizados. Esculturas, grabados, cerámicas, objetos de culto.
En tiempos bien recientes, no más de tres décadas, surgió entre los directores de museos y curadores de obras de arte una corriente vergonzante que propone revisar la historia de los años coloniales y, aunque sin llamar a las cosas por su verdadero nombre, sugiere reconocer, y no más, que todo lo acumulado no es el fruto de los buenos modales y los mejores usos.
Hasta aquí llegó el intimidante discurso de la ultraderecha, que no soporta que se hable de una hipotética devolución de tesoros robados, que ningún debate incluya la revisión del pasado colonial y la rapiña.
Es más, en Madrid, por ejemplo, Vox y el Partido Popular (PP) rechazan que España haya tenido colonias. Fueron virreinatos, dicen. Para esa gente que gobierna de norte a sur en un extendido territorio occidental que ya incluye a América Latina, son propios, y no hablan de devolución, el busto de Nefertiti, la reina egipcia de 1370 a.C.; las esculturas cinceladas por Fidias para el Templo de Atenea, en el año 448 a.C. y el Tesoro de Quimbaya (decenas de piezas de oro de esa cultura de la Colombia precolombina, en manos de España desde 1893). La soberbia nazifascista no tiene límites. “Hablan de descolonizar, de qué descolonización hablan, lo que ocurre es que les estorban hasta los grandes museos que hacen de España una potencia cultural”, se enfureció Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid y del PP madrileño.