Pasaron treinta años del consenso más notorio que tuvo la Argentina contemporánea. Las dos fuerzas políticas principales, a través de sus jefes políticos, Raúl Alfonsín y Carlos Menem, que eran a su vez los presidentes civiles de la posdictadura, habían acordado reformar la Constitución. Ese diálogo político bipartidista, mirado desde el melodrama de las “grietas” que vinieron después, evoca para muchos la nostalgia de una cultura democrática e institucional que se perdió. El añorado consenso democrático. Además, la reforma de 1994 sumó a la Constitución un conjunto de actualizaciones progresistas internacionales, como los pactos interamericanos de Derechos Humanos, la protección ambiental y el reconocimiento de los pueblos originarios.

Con todo eso en la memoria, este aniversario redondo de la reforma de 1994 se convierte -para muchos- en una efeméride llena de lustre y melancolía. Como cuando Google Fotos nos recuerda una fiesta de cumpleaños de hace 6 años, con la torta, los sobrinos y musiquita de ringtone, tal vez obviando el hecho no fotografiado de que aquel día las cosas terminaron mal. ¿Es así como debemos recordar 1994? ¿O acaso detrás de aquel consenso bipartidista y los derechos constitucionales de cuarta generación, como con las fotitos de Google, se escondieron cambios de fondo que resultaron perjudiciales para el país?

Avanzaba 1993 cuando Alfonsín y Menem se reunieron en la Quinta de Olivos para sellar el núcleo de la reforma constitucional que se concretaría el año siguiente. Ambos estaban apurados por agendas políticas particulares: Menem quería su reelección y Alfonsín necesitaba “salvar” a su querida UCR, que continuaba golpeada por la derrota de 1989 y acechada por una ascendente centroizquierda, que de hecho sería la segunda fuerza en las elecciones de 1995. Y la nueva democracia argentina, que cumplía 10 años, se debía una nueva constitución.

 La democratización de 1983 había impuesto una épica refundacional, pero le faltaba profundidad. España, que era “el modelo” para la Argentina de los 80, había salido del franquismo con elecciones, pacto socioeconómico -la famosa Moncloa- y una constitución democrática. Argentina, en cambio, solo había tenido elecciones y Derechos Humanos: carecía de agenda económica e institucional.

Sin embargo, nuestra propia Moncloa, que fue el módico Pacto de Olivos acordado a las apuradas, no tuvo una verdadera visión estratégica. Al contrario, lo que hizo fue darle rango constitucional a la Argentina fragmentada que nos habían dejado los conflictos y las dictaduras de las décadas previas. Los dos presidentes tenían que negociar con los nuevos dueños del poder fragmentario, que eran los gobernadores, y la Constitución de 1994 consolidó la transferencia del poder desde la Nación hacia las provincias. Procrastinando dos bombitas neutrónicas que todavía hoy, 30 años después, seguimos procesando: la coparticipación federal de impuestos y la provincialización de los recursos naturales del subsuelo.

El poder de los «gobernas»

Siendo justos, probablemente ni Alfonsín ni Menem “la vieron” entonces. ¿O acaso habían imaginado que poner en la Constitución a la coparticipación federal de impuestos, un modelo que ya venía atado con alambres desde el régimen antiperonista post 1955, iba a poner a las finanzas argentinas en un problema crónico de ingobernabilidad? Cavallo y los economistas liberales de los 90 estaban, con razón, desesperados por centralizar la política fiscal bajo su lapicera, pero Menem se había enamorado del nuevo método político de la rosca federalista, y Alfonsín comenzaba a tomarle el gustito.

Por otra parte, pocos en los años 90 daban más de dos monedas por el petróleo y la minería. La dirigencia estaba encandilada por ese mundo global de servicios y telecomunicaciones, y nadie imaginaba la centralidad que adquirirían estos recursos estratégicos en la geopolítica del siglo XXI. En 1994 en Rusia estaba Yeltsin, no Putin. Y los pocos que “sí la vieron” la pensaron con ojos locales. En la Convención de Santa Fe, una de las constituyentes más destacadas y elocuentes, entonces poco conocida por el gran público, ferviente militante de los intereses patagónicos, fue la portavoz del artículo 124 de la nueva carta magna, que sentenció la provincialización y fue el gran obstáculo para que la Argentina tuviera en el siglo XXI políticas energéticas y mineras nacionales, acorde a todo su potencial. Aquella destacada convencional constituyente adquirió notoriedad años después: su nombre era Cristina Fernández de Kirchner.

Conscientes de que la reforma constitucional le daba a “los gobernas” un poder económico que nunca habían tenido, porque el federalismo económico argentino solo era un mito que nunca se había hecho realidad, Alfonsín y Menem quisieron compensar al nuevo Frankenstein provincialista con dos fallidas jugadas de ajedrez, que eran dos viejos proyectos de los dos movimientos nacional-populares, el yrigoyenismo y el peronismo. Yrigoyen y Perón, que basaban su poder en los votos y no en la rosca, siempre buscaron eliminar el Colegio Electoral e instaurar el voto directo presidencial en un distrito único nacional. Perón lo impuso en la reforma de 1949, derogada ilegítimamente en 1957. Y además, los radicales porteños liderados por De la Rúa querían elegir democráticamente al intendente de la Capital, que hasta 1995 era un delegado presidencial. Así fue como la reforma de 1994 introdujo dos perlitas políticas, que constituyen el corazón del vilipendiado “ambacentrismo” actual: la autonomía política porteña y la centralidad de la Provincia de Buenos Aires en las elecciones presidenciales. Antes de 1994, “la Provincia” tenía solo el 25% del Colegio Electoral; después de 1994, tiene casi el 40% de los votos. Un cambio descomunal en la geografía política argentina, que desde entonces está dominada por presidentes porteños y aparatos electorales bonaerenses. Pero a diferencia del centralismo democrático modernizador de Roca, Yrigoyen y Perón, el power trío que había logrado sepultar para siempre a los viejos poderes provincialistas -cuando Perón hablaba de “oligarquía” se refería a los caudillos ganaderos-, el nuevo “ambacentrismo” nacido en 1994 coexiste con la transferencia de poder económico a las provincias. O sea: la reversión exacta del modelo nacional, que produjo un cuello de botella para cualquier estrategia nacional de desarrollo.

En suma: la Constitución de 1994, que hoy tendemos a recordar con cierto beneplácito por sus formas consensuales, su restauración de la institución constitucional y sus derechos y garantías progresistas, fue también una obra maestra de la antigeopolítica. Tuvo muchos ganadores particulares, tanto a nivel sectorial como territorial, pero sentó las bases de una enredadera de ingobernabilidad política y económica que aún tiene efectos perjudiciales para la Argentina en su conjunto. Y sepultó, por eso mismo, la posibilidad de pensar al país como un todo común.

Algún día, cuando estemos en condiciones de consensuar una visión nacional, habrá que reformarla. Otra vez. «