«Norita: amor, con amor se paga». La declaración amorosa está tatuada con prolija caligrafía en un pañuelito blanco de papel. Pegadito, otro mensaje: «Gracias por hacer de tu vida una bandera de lucha». Más allá, otro pañuelo reza: «Norita, una vida difícil de igualar». Es un collage que crece y crece en la puerta de Mansión Seré, el espacio de la memoria que brilla en el arrabal de Castelar, donde decenas de mujeres y hombres de a pie se arriman para despedir a Nora Cortiñas, la madre de todas las luchas justas de este país y más allá. Es que tanto compromiso, tanta solidaridad, tanto batallar, tanto amor de esta ejemplar madre argentina, con amor se paga.
Bien temprano, desde Caballito, llegó Clarisa. Cuenta que siempre es difícil decir adiós: «Ni te cuento lo que es despedir a Norita, que es una imprescindible, una irremplazable de nuestras vidas, de nuestras convicciones, de nuestras batallas. Así la recordamos, una mujer que nunca se rindió y dedicó su vida al otro».
Aunque los científicos insistan en que los seres humanos somos puros átomos y moléculas, algunos creemos que estamos hechos de historias de lucha. Clarisa repasa las mil y una batallas de la gigante pequeña guerrera: «La conocí en las rondas en Plaza de Mayo, en los tiempos de la dictadura asesina. Tengo a mi hermano desaparecido y siempre ella estaba al frente en las marchas. Pero su lucha fue mucho más allá. Estuvo con los trabajadores, con el feminismo, con los que menos tienen, con las mujeres kurdas, palestinas y las japonesas víctimas de violaciones en la Segunda Guerra Mundial. No paraba, escuchaba a todo el mundo, tenía siempre una palabra de aliento. Así la vamos a recordar».
Clarisa saca una polaroid de su memoria en la mañana gris del viernes: «Norita marchando frente a la Casa Rosada. Lluvia, los milicos en el poder, el agua a los tobillos, ella menudita, chiquita, frente a estos monstruos; toda la polenta, todo ese amor. Ese día me di cuenta de algo muy lindo, que me marca hasta el día de hoy: estaba marchando con mi mamá del corazón».
A Valentina, la cruzo cerca de una mesa repleta de retratos de nuestra heroína. «Hay mil imágenes de ella luchando, es la historia de su vida. Norita es como un faro, ilumina en las tinieblas», dice la muchacha llegada en tren desde Moreno. Cuando se siente bajoneada, cuando está cansada, cuando le dicen que no hay salida y hay que rendirse, la morocha Valentina tiene un antídoto infalible: «Pienso en Norita y se me pasa».
Amigos son los amigos. Lautaro dice que viene a despedir a una luchadora, pero sobre todo a una amiga: «La conocí en 2017, yo estaba en el secundario y me arrimé un jueves a la plaza. Fue amor a primera vista, se transformó en mi consejera». Compartieron cafés, teatro y charlas eternas. Al pibe de 23 años se le pianta un lagrimón: «Cuando empecé la universidad estaba medio perdido. Fui a la ronda y ella se dio cuenta que estaba bajoneado, tenía un sexto sentido, y me dio un abrazo que me cambió la vida. Vivía a mil, pero siempre tenía tiempo para el otro. Vivía para ayudar al otro, ese es su mejor legado. Ya te dije, vengo a despedir a mi amiga, mi mejor amiga».
Al hijo de Julia lo mató la policía. Hace la fila abrazada a su esposo para despedir a su compañera por memoria, verdad y justicia: «Norita nos acompañó en toda nuestra lucha contra el gatillo fácil. Vino a las marchas, al juicio, estuvo siempre. Con noventa años no frenaba nunca. Uno sentía que había mil Noritas, en mil batallas… Pero era una sola, de carne y hueso, humana como todos. Una mujer con valores, incansable, con un gran corazón. Nuestra heroína».
Adriana cuenta que marchó codo a codo con Norita. Los milicos chuparon a su hermano Abel. Millones de vueltas dieron juntas a la Pirámide de Mayo con el puño en alto, siempre reclamando aparición con vida: «Yo conocí a su hijo Gustavo, sé de su lucha incansable. Ella nunca bajó los brazos». La mamá de Adriana, fundadora de Madres, a veces andaba deprimida, cansada de batallar: «Y ahí aparecía Norita en casa a levantarle el ánimo. Le decía: ‘No podemos enfermarnos nosotras, hay que ser de roble, arriba que hay que pelear’. Y la levantaba a mi vieja. No me olvido más».
Desde el arrabal de González Catán se vino Micaela. Deja un papelito junto a una bandera de HIJOS que custodia los restos de Norita. Es psicopedagoga y militante social de La Matanza profunda: «Ella sembró semillas de lucha en todas las mujeres. Cuando te indignabas por algo, cuando te dolía la panza con alguna injusticia, cuando nos trataban de locas, ahí estaba. Era la primera en llegar a las marchas, a todas las marchas. Al 24, a una protesta en una fábrica, a un comedor que andaba sin comida, donde había injusticias, ahí estaba Norita».
«¡Treinta mil compañeros, desaparecidos! ¡Presentes!». El grito inunda Mansión Seré al mediodía. Violeta levanta el puño y reflexiona: «Ahora y siempre va a estar Norita con nosotres. Así lo sentimos millones». La piba es estudiante de Filosofía. Recuerda a Norita con el pañuelo blanco en la cabeza y el verde atado a la muñeca. Le pregunto qué diría la madre luchadora frente al oscuro presente de la Argentina. Violeta no duda: «‘Hasta la victoria, siempre’. Y después seguro levantaría el puño y nos regalaría un eterno ‘Venceremos'».