Es la primera quincena de febrero, y Villa Gesell atraviesa una seguidilla furtiva de días lluviosos. «Inestables», define el medidor del clima del celular como una rutina diaria, como si el tiempo no pasara. En la concurrida peatonal de la avenida 3 hay un sitio donde el tiempo también parece detenerse, pero por otras razones menos meteorológicas y más humanas. No es poca cosa en estos tiempos signados por la crueldad. Acá reina el disfrute, el pasatiempo y la nostalgia que se desprende cuando uno se encuentra frente a una calesita. Y la de Gesell es una de las calesitas históricas del país.

Un corazón enorme con sus contornos iluminados se erige por sobre el carrousel. Se lee: «60 años junto a vos». Y debajo: «La calesita de Gesell. 1961-2021». Atravesó pandemias, gobiernos radicales, peronistas, dictaduras, crisis que la Argentina termina naturalizando. Pero en el centro están los chicos, que siempre vuelven. Muchas veces de la mano de los que antes eran niños y hoy son padres. «Ves, a esta calesita venía yo cuando tenía tu edad», le dice Celeste (36) a su hija Federica, de cuatro años, que parece no terminar de asimilarlo. Quizás lo termine de entender en tres décadas, cuando regrese con su hija. Como un eterno retorno. Una vuelta más.

Girar es un efecto

Todo tiene un origen. En el caso de la calesita se ubica en Lanús, de donde es oriundo Humberto Cabutti, quien recuerda los primeros buenos tiempos, ahora acodado en la barra de la caja registradora, del lado de los clientes, pelo blanco como el caballo estrella que gira y gira, 89 años en su haber.

Humberto pisó Gesell por primera vez en 1959. Junto a su hermano llegaron para ser jardineros, aunque nunca había agarrado ni una guadaña. Pero lo suyo siempre fue combinar audacia con creatividad. Hicieron una máquina eléctrica que cortaba el pasto en cinco minutos. Así llegaron a ser contratados para cortar en 22 parques. Pasaron seis veranos e inviernos en la costa, hasta que se volvieron de Gesell en 1965. Extrañaron tanto que quisieron regresar a la villa.

«Se nos ocurrió poner una calesita, no había nada. Estaban el bowling Kao Kao, en el sur, y la pista de Luigi Patín en la 108. Nos pusimos al lado de esa. Al principio la electricidad me la pasaba un bar. Ahí estuvimos dos años en los que seguía simultáneamente haciendo jardinería. Después nos mudamos a la Avenida 3 número 578, entonces la primera calesita se la dejé a otro calesitero quien, a cambio, me dio un carrousel. Para muchos es lo mismo, porque ambos giran, pero hay una diferencia importante: la calesita tiene los objetos fijos, mientras que los del carrousel se mueven, suben y bajan, resultando más atractivo», contó en su momento a Pulso Geselino.

En diálogo con Tiempo, con niños que corren alrededor y el incesante sonido de la ficha del tejo eléctrico rebotando en las paredes, recuerda con humor: «Al principio no fabricábamos, comprábamos. La primera fue una que parecía una calesita». Cuando finalmente se instalaron donde están ahora (en 3, casi Paseo 106), señaron el lugar con 50 pesos. La zona era un baldío. Enfrente, sólo el correo.

En esa época todavía vivía Carlos Gesell, el pionero, cuya casa museo se puede visitar en el bosque, a metros de la playa en la zona norte. «Don Carlos nos deseó suerte y siempre nos apoyó –recordó Humberto–. Estaba en contra del casino, de los juegos de cartas y los videojuegos, pero como nosotros estábamos más enfocados en lo infantil, nos bancó. Cuando abrimos la primera calesita vino a ver cómo iba todo».

Humberto.

Un caballo que gira y gira a su alrededor

¿Cuál es la clave para hacer una buena calesita? Responde Humberto: «La seguridad, ser respetuosos de los chicos. Nunca hemos tenido problemas. La cuestión principal es aprender y romperse los dedos. Ahora se hacen carrouseles de dos o tres pisos, son más para espectáculos que para calesitas». Como si cayeran las fichas le salen las reflexiones: «Antes se subían los adultos a la calesita. Hoy parece que les da vergüenza».

Con el tiempo, Humberto empezó a alternar su vida entre Gesell y Lanús. En el fondo de su casa en Escalada confeccionó unas diez calesitas. Otras las compró, como una espacial de Italia que adquirió por teléfono en los ’80 pero con la que no le fue bien. «Era muy fría. Y encima venía sin sortija». Algunas de sus figuras pueblan la actual calesita que funciona en el local geselino y que elaboró con su yerno. «Aprendí a hacer los caballitos con fibra de vidrio, hice varios, pero después me quedaban los brazos inflamados porque al pulir ese material sale un polvillo que se te incrusta y lastima. Aprendí a romperme los dedos». Con el tiempo, su local empezó a tener competencia. Centerplay, Sacoa, Enjoy. Todas empresas, lo artesanal pareció quedar fuera de moda. Las enfrentaba priorizando la buena atención. Y algunas picardías: «Para competir con la de enfrente pusimos dos palitos de sortija en vez de uno. Pequeñas ventajitas», se ríe.

Llegó el celular, la computadora. Sin embargo, la calesita se mantiene. Luchando contra los cambios culturales y las crisis socioeconómicas. «En lo personal estamos hechos, pero la situación general del país es un problema para la gente, para subsistir. Hoy no es cambiar el coche, sino subsistir. Necesitamos gente buena».

«Pero tenemos muy buena relación con el público, es toda gente de familia que vinieron desde chiquitos y siguen viviendo, como un recuerdo de su niñez, pasan y saludan. Los chicos hasta nos dejan dibujitos que pegamos en una pared. Aparte de lo comercial, es un hermoso trabajo, recibís muchas satisfacciones. Tenemos un buen local y una excelente atención. Mientras sigan viniendo los chicos, la calesita va a seguir viva».

La sortija y los cambios de época

«Ser calesitero es un oficio hermoso, te tiene que gustar, trabajar con los chicos es lo mejor que hay. Si no fuera porque tienen padres es el oficio perfecto», se ríe José Guillermo Fells.
Geselino, de chico era habitué de la calesita. Hace 40 años le ofrecieron trabajar en el lugar de su infancia. Desde ese momento hasta hoy es el calesitero. Sortija, caramelo, otra vuelta más. «Cuando empecé a trabajar acá todos se peleaban por la sortija. Ahora le tenés que enseñar cómo se hace, si no, no la saca nadie. Y la pandemia no ayudó nada tampoco».
Los cuatriciclos, que se pusieron dentro de la calesita en forma provisoria en los ’90, son el objeto más elegido por el público infantil para subirse y dar las vueltas de rigor. Durante el año las escuelas visitan el local, siempre de manera gratuita. En una de las paredes sobresalen los carteles y dibujos que le dejan de recuerdo los chicos. El negocio también se utiliza para festejar cumpleaños, aunque Humberto admite que el invierno en ciudades como Gesell es «para perder plata». Se lamenta de algo más: hoy en los juegos de las infancias «todo tiene que ser perfecto».

José Guillermo Fells, el «sortijero».