Quizá porque las canciones patrióticas cantadas en los actos escolares de la infancia dejan una huella indeleble, la palabra batalla hace pensar en que tras los muros sordos ruidos oír se dejan de corceles y de acero. Por su parte, la expresión batalla cultural remite a los nombres de intelectuales como Gramsci y Bajtin y a conceptos como lucha por el sentido y hegemonía. Y sí, la batalla cultural puede definirse como las perpetuas escaramuzas en busca de imponer la agenda propia del sentido común.

Sin embargo, aunque la expresión batalla cultural sea bélica, ningún enemigo avanza a paso redoblado, al viento desplegado su rojo pabellón. Tampoco del otro lado están las huestes que prepara San Martín para luchar en San Lorenzo. En el campo cultural no se enfrentan dos fuerzas homogéneas con el mismo poder de fuego e ideas contrarias. La lucha es más compleja y a la vez, más sutil y, paradójicamente,  más ramplona.  

Así como Foucault acuñó la noción de “microfísica de poder” para  oponerla a la idea de un poder compacto, concentrado en un solo lugar y para pensarlo más bien como una fuerza líquida que se expande por capilaridad, debería acuñarse también el concepto de “microfísica de la batalla cultural”. Porque ¿dónde se expande y deposita sus larvas esa batalla? Seguramente en todas partes, pero se expresa, se palpa y se reproduce de manera exponencial en la chancleta agujereada que el señor de la esquina se calza al levantarse, en la sobremesa del domingo, en el deseo de ser rubio, en el gusto por asistir a una reunión de consorcio en calidad de propietario para denostar al inquilino del 5ª B… La enumeración de lugares impensados podría continuar casi hasta el infinito porque la batalla cultural es invisible y se libra sin ser percibida en los lugares más inesperados.

En la novela de Osvaldo Soriano No habrá más pena ni olvido, uno de los personajes dice: “Si yo nunca me metí en política, siempre fui peronista”. En el otro extremo del espectro político Mirtha Legrand  en uno de sus famosos almuerzos le dijo a Cecilia Rossetto cuyo marido permanece desaparecido: “Estás muy politizada, demasiado, demasiado”, como si existiera la posibilidad de establecer científicamente cuál es el tope de carga política que puede aceptarse en un ser humano “normal”.

En ambos casos la batalla cultural ha realizado su operativo emblemático en el afán de llevarse el botín de guerra del sentido común: hacer que la ideología propia se perciba como algo natural, casi biológico y no como una construcción.

Es esa misma operación la que se repite cuando se habla de “periodismo militante”, o se dice “planeros” o “negro de mierda”. La misma que una mañana en que los titulares de los diarios anunciaban el triunfo en las elecciones presidenciales de Evo Morales hizo que un taxista, violando la regla elemental de la conducción de un auto girara la cabeza hacia el asiento trasero para preguntarle al pasajero: “¿Pero usted cree que un indio puede conducir un país?”.

Nietzsche dijo alguna vez: “Si Dios ha muerto, todo está permitido”. Alguien descubrió mucho más tarde que si el sentido está muerto, sucede lo mismo: todo está permitido. Hoy, por lo menos en Argentina, la batalla por el sentido ha dado un giro copernicano. Parece que es más productivo imponer el sinsentido. ¿Cómo se combate desde la razón contra el pensamiento disparatado? Ojalá se encuentre pronto la respuesta a esta pregunta, a ver, es decir, o sea, digamos…  «