No fueron ni son diferencias menores. La forma de caracterizar un golpe de Estado, el modo de denominarlo, no es una discusión de comunicación política y estrategia de marketing. Es una cuestión medular. Hace al núcleo central del estilo de vida que se defiende para una sociedad. O hay compromiso con la democracia, respeto por la voluntad de la mayoría popular y por las minorías políticas que pierden la elección, o no la hay. O se considera un quiebre institucional que las Fuerzas Armadas sean el árbitro de los conflictos políticos o se justifica su intromisión en «determinado contexto». No hay medias tintas.
El golpe de Estado en Bolivia mostró una fisura importante entre el presidente Mauricio Macri y su principal aliado político, el que le dio el despliegue territorial que el PRO no tenía, la Unión Cívica Radical. La condena explícita de varios de los principales exponentes del radicalismo fue una diferenciación fuerte ante el silencio que guardó el mandatario, que se limitó a «condenar» toda forma de violencia y avaló la posición de la OEA sobre la elección boliviana, que fue el catalizador final de un golpe planificado por la derecha del país vecino y respaldado por Estados Unidos.
Macri tiene compromisos demasiado profundos con EE UU como para tomar una posición demasiado distinta a la de Donald Trump. No es sólo el haber recibido el préstamo más grande de la historia del FMI. Es su relación permanente con la embajada, retratada en los cables de WikiLeaks que lo mostraron yendo a la sede diplomática estadounidense a pedir que fueran «más duros» con el gobierno kirchnerista cuando era opositor. A eso hay que sumarle cuestiones ideológicas y culturales muy habituales en la formación de todos los dirigentes derechistas de la región.
La tensión con el radicalismo no pudo no ser visceral porque no se trataba de cualquier cosa. Sin embargo, los socios salvaron su alianza con un documento lavado, que llevaron como proyecto de declaración al debate sobre el golpe en el país del altiplano que se dio en el Congreso. El escrito de Cambiemos evitaba usar la palabra golpe, hablaba de quiebre institucional, y le dedicaba varios párrafos a condenar (poniéndolo casi en pie de igualdad) las supuestas prácticas fraudulentas de Evo Morales. Es algo que ni siquiera la OEA pudo demostrar con rigor en su informe, en el que se certifican irregularidades como las que se pueden encontrar en muchas elecciones.
El proyecto del oficialismo dejó peor parado al radicalismo que al macrismo. De todos modos, luego de eso, el presidente desistió de reconocer al gobierno golpista. Eligió, esta vez, privilegiar la cohesión de su coalición política a su alineamiento con Estados Unidos.
Todo el episodio mostró potenciales fisuras que podrían desembocar en fracturas. Sin embargo, lo que se cocina por lo bajo no es un quiebre sino una destitución, una estrategia para destronar a Macri de la conducción del antiperonismo.
Un dato en el que no reparó ningún medio de comunicación fue en el silencio que guardaron sobre todo esto las otras dos principales figuras del PRO, Horacio Rodríguez Larreta y María Eugenia Vidal. Los ahijados políticos del presidente no se pronunciaron. Dejaron solo a su padrino. Ese silencio, más allá de mostrar una distancia con la posición del gobierno nacional, es una de las tantas señales del acuerdo bajo la mesa entre estas dos figuras y sectores del radicalismo que también quieren el posmacrismo.
Esta alianza se selló en la cuna política de Macri, en la Capital Federal, distrito en el que el eterno conductor de la UCR es Enrique Coti Nosiglia. Los radicales capitalinos estuvieron a pocos puntos de ganar la Ciudad en 2015 y producir un terremoto político que podría haber jaqueado la elección presidencial del actual jefe de Estado. Ahora, en cambio, se volvieron los principales aliados de Rodríguez Larreta.
En la negociación previa a las elecciones de este año, Emiliano Yacobitti, diputado nacional electo y figura central del nosiglismo, acordó con el jefe porteño que Martín Lousteau sea postulante a senador a cambio de que Diego Santilli, vicejefe de la Ciudad, volviera a reelegirse en su cargo. Eso le impide a Santilli candidatearse para conducir la Capital en 2023, igual que Larreta. Es una forma de «garantizar» –eso creen los boinas blancas– que el sucesor porteño sea Lousteau.
La otra pata del pacto se funda en que el actual alcalde se imagina compitiendo por la Casa Rosada dentro de cuatro años. En provincia de Buenos Aires quedaría la figura de Vidal, construida por Rodríguez Larreta en sus inicios.
El resto: los encontronazos entre Mario Negri y el mendocino Alfredo Cornejo por la jefatura de bloque, los tironeos con el PRO por la Auditoría General de la Nación, son peleas fuertes pero que están muy lejos de implicar fracturas.
No son buenas noticias para la minoría de dirigentes radicales que hace cuatro años pelea por romper el acuerdo con el macrismo y volver a los «principios» de su partido. La mayoría de sus correligionarios prioriza la potencialidad electoral de la alianza con la derecha por sobre el ideario radical. Para la mayoría de los caciques boinas blancas su principal adversario es el peronismo. Son una minoría los que creen que es el neoliberalismo con lo que hay que confrontar. «