El reciente resultado electoral nos sacó una selfie gigantesca en la que salimos como somos y pensamos en este determinado tiempo histórico. Habrá que conservar esa foto y volver a verla cada tanto. En estas horas los que no aparecimos sonriendo expresamos, en defensa propia, inquietud, perplejidad y temor.
Los que más saben, entienden y se destacan pulsando el acontecer político (en Tiempo Argentino hay muchos de esos buenos, pero para ser sincero, no es mi caso) sostienen que no hay mayor despropósito que enojarse frente a lo que, en una elección, la mayoría seleccionó como la oferta disponible más conveniente. En especial, si como ocurrió, el acto se desarrolló en un marco de legalidad. Ya con el nuevo gobierno en funciones el desatino se vuelve aún más inútil y extemporáneo. El tiempo, que no tardará en hacer sentir su efecto, hablará por si mismo y dictaminará si el pueblo votó mayoritariamente a favor o en contra de sus intereses. Es posible que el reciente acto electoral sea recordado como el caso testigo de un candidato, finalmente ganador, que prometió a sus votantes el más intragable de los remedios: olvidar y resignar lo ganado, a cambio de una experiencia que puede tener resolución de acá a algunas décadas.
Hubo un filósofo español que vivió aquí, que admiró al país, apreció a sus habitantes y también los reprendió. Autor de valiosas reflexiones sobre el modo de ser argentino, José Ortega y Gasset escribió el ensayo, de inspiración nietzcheana, Uno y sus circunstancias. Se trata de un título que, al menos en quien esto firma, explica los sentimientos de estos días. Soy uno de los que padecen que la moneda al aire cayó del lado menos deseado. Por eso me siento un yo abrumado por las circunstancias. Seguimos haciendo comparaciones. Entre muchas, esta sorprende, y perturba. De los 35.400.000 ciudadanos habilitados para votar, por lo menos dos generaciones integradas por personas de entre 16 y 40 años no habían nacido cuando se recuperó la democracia, De lo que se infiere que cada uno tiene una historia particular con lo que ocurrió en estos 40 años de democracia. Y en caso de no haber primado el desinterés cívico, de la dictadura, por ejemplo, solo supieron si lo ocurrido les despertó interés personal, si tuvieron padres, maestros, familiares, amigos que los pusieron en la pista de la mayor tragedia argentina, esa misma que hoy, desde distintos sectores, se procura negar.
Parece, entre cientos, un dato significativo, pero tampoco suficiente. No hay otra: tendrá que pasar tiempo para aceptar, para entender y para volver a ser lo que fuimos. Mientras tanto, la biblioteca de la mente se volvió a bifurcar, y eso nos reafirma más separados de lo que estábamos antes del balotaje.
Frente a las nuevas medidas, especialmente aquellas que, ya nos avisaron, nos provocarán sufrimiento nuestro cuerpo reaccionó con un aumento de la frecuencia de ¡Ay, Dios! en sangre. No habrá que salir disparando a un laboratorio, solo tendremos que escucharnos cuántas veces al día recurrimos a esa invocación. Daría la sensación que la frecuencia irá en aumento.
En el año 1912, el presidente Roque Sáenz Peña se puso al frente de una reforma del Estado que estableció nuevos derechos, entre ellos, uno fundamental, el establecimiento del voto universal, secreto y obligatorio para todos los varones mayores de 18 años. Las mujeres recién tuvieron acceso a las urnas 40 años después, en las elecciones de 1951, durante el primer gobierno peronista. El consistente y audaz proyecto de Sáenz Peña vino a dejar atrás la exclusión de las mayorías y el patético y corrupto control y manipulación de cualquier comicio hasta entonces. Aquél era el tiempo en que el país, aún con mucho del siglo XIX, despuntaba a los ojos del mundo con una oferta social, económica y humana deslumbrante. Hasta aquí llegaron en busca de un lugar, millones de inmigrantes. Cuando a Sáenz Peña le tocó explicar su idea en el Congreso pronunció una frase que quedó en la historia: “Quiera el pueblo votar”. Eso dijo, y deseó. Una vez concretado su propósito la frase siguiente fue: “Sepa el pueblo votar”, vigente hasta hoy como una forma de valorar la posibilidad de elegir, de agigantar el concepto de ciudadanía, de proteger lo adquirido, de ampliar los derechos y de defender el sistema democrático.
Si el prometido shock de malestar se concreta será demasiado extensa la nómina de lo ganado que se va a perder o a enflaquecer, desfinanciación tras desfinanciación. Entre lo mucho que puede venirse abajo no habrá una pérdida más dolorosa que la justicia social, a la que el presidente electo calificó como una intolerable aberración. No es difícil, ni caprichoso, afirmar que a partir de 1945 esa conquista hizo de nuestro país un antes y un después. Está probado: la justicia social asiste, y existe, allí donde nadie –y mucho menos el mercado– llega. La justicia social es el otro. Es la necesidad transformada en derecho. Es el recurso que enseña que nadie es feliz en soledad. Es la contraseña que a cualquier ciudadano le permitirá saber cuándo sus días fueron más felices. Sin justicia social no solo no hay justicia, sino que faltarán los valores simbólicos y materiales que la distinguen y adornan.
PD: NO a la eliminación de la pauta publicitaria oficial. Eso solo hará más poderosos a los medios hegemónicos y ahogará a los medios pequeños, autogestivos independientes y cooperativos.