El primer libro que leí cuando tenía apenas seis años fue «Juan y la planta de habas», una breve fábula de un niño que vivía con su madre en una pequeña casa. Repasaba ese cuento todas las noches y me identificaba mucho con su protagonista. Después de todo se llamaba igual que yo, vivía con su madre, no había un padre presente en su historia y tenían muchas necesidades. Por aquellos años empezábamos a construir nuestra casa poco después de una dictadura que nos había dejado con mi padre desaparecido y casi sin dinero. Mi madre había estado medio año secuestrada y comenzábamos a rehacer nuestras vidas lentamente. Ella tejía pulóveres toda la noche para un local que le pagaba apenas unos pesos por cada prenda terminada.
El personaje de mi cuento infantil un día es enviado al pueblo con la única vaca que tenían con el fin de venderla y así poder comprar algo para comer. Juan en el camino se encuentra con un hombre que le enseña unas habas mágicas y se las cambia por la vaca. Al regresar su madre se enoja y se las tira por la ventana, pero a la mañana siguiente, Juan descubre que las habas habían crecido hasta convertirse en una planta gigantesca que llegaba al cielo. Decidido, trepa y sube hasta lo más alto. Arriba encuentra un castillo con un gigante que guardaba en una bolsa unas monedas y un arpa de oro. Juan reconoce que esos eran los mismos tesoros que le habían sido robados a su padre tiempo atrás. Cuando el gigante se duerme decide tomar la bolsa y bajar rápidamente. El gigante lo escucha y comienza a descender tras él. Juan llega hasta el suelo, le pide un hacha a su madre y corta la planta. El gigante cae y muere. Desde entonces él y su madre viven tranquilos y nunca más pasan necesidades.
En el año 2002 en el marco de lo que fueron los Juicios por la Verdad, mi madre declaró y participó de una inspección ocular al Centro Clandestino de Detención ubicado en la subestación de radar de la Fuerza Aérea Argentina en Mar del Plata. No era la primera vez que entraba a ese lugar. Ahí había estado durante cuatro meses en el año 1977, ella, mi padre y el resto de los abogados desaparecidos durante lo que luego se conoció como “La noche de las corbatas”. Aquel 6 de junio el aparato represivo había salido a cazar a un grupo de abogados laboralistas cuyo delito había sido defender a la clase trabajadora de los atropellos patronales y empresariales. Los verdugos utilizaban una mesa para acostar a los detenidos y torturarlos mediante el paso de electricidad por el cuerpo. Durante su calvario mi madre fue repetidamente torturada, al igual que el resto de los detenidos, sobre esa mesa. La misma en la que murió mi padre el 28 de junio de 1977 producto de los tormentos recibidos, después de un grito ahogado, cuando su corazón dejo de latir.
Hace unos meses y luego de presentar algunas notas y pedidos, se logró recuperar la mesa que se utilizó durante período 1975/1980 para los interrogatorios en el CCD “La Cueva” de Mar del Plata y que permaneció más de 20 años en un depósito judicial. Próximamente será exhibida en un espacio de Memoria y a través de ella se le podrá contar a las nuevas generaciones las historias de vida de aquellos que aun hoy permanecen desaparecidos.
La mesa tiene 1,74 metros de largo (la altura promedio de una persona) por 75 cm de ancho y 78 cm de alto, suficiente para que el verdugo «trabaje» cómodamente sobre su víctima. Un dato curioso y escalofriante es que la misma fue revestida con una lámina metálica para conducir mejor la electricidad y cuando fue hallada, una silueta humana podía verse impresa sobre ella transferida por el sudor y el calor emanado de los cuerpos torturados.
Ahora entiendo por qué todavía recuerdo mi primer libro. Esta mesa es mi “planta de habas”, la misma que escalé durante todos estos años para llegar hasta donde vive ese gigante, enfrentarlo y poder recuperar algo que le perteneció a mi padre. Su memoria.