Fue mascarón de proa de la trova rosarina, ese colectivo artístico que en el despertar democrático trajo aires frescos a la canción popular urbana y proyectó a nivel nacional a artistas como Fito Páez, Silvina Garré y Rubén Goldín.
Luego de ser parte de la ecléctica escena rockera de los ’80, Juan Carlos Baglietto conformó una sólida sociedad musical con Lito Vitale, con quien desde hace 34 años explora con fuerte impronta personal repertorio tanguero y folklórico.
Además, actualmente protagoniza El Principito, una aventura musical, en donde interpreta a Antoine de Saint-Exupéry y comparte espacio laboral junto a sus hijos Julián y Joaquín.
-A lo largo de tu carrera abordaste distintos géneros musicales. ¿Cuál te representa más?
-No es que lo prefiera, pero me apasiona particularmente interpretar tangos. Es la música que escuchaba de chico y me lleva a mi papá, al combinado. Hay un momento en que uno se rebela contra esa música hasta que, con el tiempo, se saca de encima prejuicios y la deja salir.

-¿Qué música te hizo rebelar en su momento?
-El clic me lo hizo el rock nacional. La ficha me cae al escuchar Almendra, Manal, Los Gatos. A posteriori llegaron Los Beatles. Y también escuchaba mucho rock internacional: Zeppelin, Purple…
-¿Elegiste cantar o se dio por decantación natural?
-No elegí nada. Empecé a tocar la guitarra y cantar a los cinco años, entonces para mí es algo indivisible. Era el número vivo de la familia. Luego empecé a tener gustos personales. Estoy muy agradecido a mis viejos porque nunca me condicionaron. Nunca me propuse llegar a ningún lado. Se fue dando y yo fui siguiendo el camino con una gran convicción.
-¿Hubo algún “plan b” en algún momento o alguna otra inquietud?
-Estudié Arquitectura hasta quinto año. Siempre cuento que, en la Universidad de Rosario, en el área a la que llaman “La Siberia”, estaba la Facultad de Arquitectura y, pared de por medio, estaba el Instituto de Música. Yo tenía amigos de ambos lados de la pared. Mucho tiempo antes de saber si iba a poder vivir de la música, dejé Arquitectura. Tuve en claro que quería elegir ese camino, aunque no tuviera la certeza si iba a funcionar.

-¿Quedó algún resabio de esa experiencia?
-Me gusta mucho “empujar” el lápiz y el diseño. Formo parte de un equipo con el cual hemos desarrollado espacios temáticos, o sea, museos. Hicimos el Museo de Boca, el de River, el de la Constitución Nacional en Santa Fe, el de la Conmebol en Paraguay, el del Vino en Cafayate, y la última obra grande que hicimos y de la cual estoy profundamente orgulloso es el Museo del Deporte de Santa Fe.
-La empresa de iluminación de espectáculos que tuviste durante mucho tiempo, ¿fue un antecedente de esto?
-Lo que pasó es que tuve la empresa durante más de 30 años, pero decidí bajarme de la “carrera armamentística”. No soy empresario y básicamente me traicionaba el artista. Yo tenía un eslogan en esa empresa que era: “Equipamiento puede comprar cualquiera que tenga plata, ideas no”. Focalicé en eso, me bajé de proveer objetos y seguí con esto de producir ideas.

-¿Qué significa para vos Rosario Central?
-Tengo una conexión profunda porque vivía a 50 metros de la cancha. Soy socio de Central desde los 30 minutos de vida. Central tiene una ligazón muy fuerte con mi familia. Era un acto de “compinchería” con mis primos, mis tíos y mi papá. Los domingos, la cita obligada era comer en mi casa para luego ir a la cancha. He jugado a la pelota, pero muy mal.
-¿Estuviste en la cancha la mítica tarde del 19 de diciembre de 1971?
-¡Claro que estuve presente! Vi en vivo el famoso gol de palomita de Aldo Pedro Poy.
-¿Cómo recordás tu desembarco en Buenos Aires?
-Fue un shock muy grande. Me pegaron las dimensiones de la ciudad. Tenía amigos que tomaban un tren y dos colectivos para llegar a algún lado. En Rosario, si hacías eso, te caías del mapa. Me impactó mucho la diferencia entre lo público y nuestra intimidad, porque estaba mi cara en todos lados, se escuchaban las canciones hasta en el supermercado, y no teníamos un peso: vivíamos en el hotel de la Asociación de Telegrafistas. Éramos muy ingenuos, no entendíamos el negocio de la música. Y éramos muy apasionados: nos peleábamos por un acorde. Y cuando empecé a ganar guita, me dio culpa porque ganaba en un show lo mismo que mi viejo ganaba en un mes de laburo.

-¿Se canta cada vez peor en la música popular?
-Siento que se fue degradando la cosa y entiendo que ya no es tan importante el cómo hacés las cosas, sino el qué: digitado además por el negocio potente que han generado las redes y las industrias digitales. Pero creo en la decantación natural y le sigo dando el valor que se merece al cómo se dicen las cosas.
-Charly García dijo que hay que prohibir el autotune. ¿Coincidís?
-Antes vos te diferenciabas por plantear algo distinto y el éxito dependía de que fueras distinto. Me parece que lo que está pasando es que todo se ha convertido en una cosa despersonalizada. Todo suena igual. No sé si hay que prohibir el autotune, pero hay que racionalizar su uso.
