El Puente de la Amistad, ese viejo cruce de hormigón armado reconstruido en 1960, lleva clausurado desde el año pasado. En medio de la guerra de sanciones por el conflicto en Ucrania, una arteria fundamental que conectaba a la Unión Europea con la Federación Rusa mediante Estonia se convirtió en una estructura inerte. Sobre su calzada, donde antes rugían motores y pasaban miles de autos al día, ahora hay barreras y bloques de hormigón. El paso es solamente a pie, de 7 a 23 horas. Un decorado macabro para un puente que, en otros tiempos, unía a dos mundos.

Este es uno de los confines más al este de la OTAN, esa alianza que le había prometido al camarada Gorbachov no avanzar y que hoy se extiende como una muralla moderna hasta las puertas de la Federación tricolor. En cada rincón de Narva hay señales de esa fricción: soldados de conscripción obligatoria patrullan con sentido del deber, firmes como un Sargento Cabral en el Báltico. Esta es, entonces, una crónica del viaje desde Tallinn hasta la frontera para volver, rapidito, gracias al gran pasaporte argentino, ¡Salud!

Uno. “No podemos depender de ningún país extranjero. Ya fuimos demasiadas veces piezas de intercambio”, me dice Andrei en el tren desde Tallinn hacia el este. El recorrido que en épocas del Imperio terminaba en la glamorosa capital del Tsar, San Petesburgo, hoy parará en Narva. El último punto en un país de apenas 1.3 millones de habitantes, de los cuales casi 300,000 son de etnia rusa. La pregunta flota en el aire: ¿podrían resistir solos si los vecinos decidieran cruzar la medianera? Andrei entiende. Plantea una guerra de guerrillas como la que hicieron sus bisabuelos con “La Hermandad del Bosque” a la moderna, pero vaya uno a saber cómo la tecnología daría espacio a un grupo así entre los árboles.

Al llegar a la bella estación de Narva aún la custodian viejos soldados soviéticos, pero en forma de escultura en todo su perímetro superior. Los locales decidieron preservar el legado artístico más allá de las diferencias. Por el contrario, en la última década removieron los monumentos que glorificaban a líderes como Lenin, o al Ejército Rojo en la Gran Guerra Patriótica, como le dicen los rusos a la Segunda Guerra Mundial. La zona fue de las más calientes con el paso de los nazis y por eso se libraron sangrientas batallas.

Dos. Narva Trans es el histórico equipo de fútbol de la ciudad. Para alegría argentina, acá juega Leonardo Rolón, el único compatriota en el fútbol estonio durante 2024. Rosarino de origen, se vino tan lejos tras quedarse libre de la reserva de Vélez. Delantero, rápido, estereotipo rioplatense. Uno de los tantos jugadores que pelean el mango afuera, porque acá un salario en un equipo como éste son unos dos o tres mil dólares al mes, más algún premio.

Para Igor, claro, esa es linda moneda, porque él gana unos mil USD al mes como conductor en Bolt, uno de los mayores competidores de Uber en el mundo. La marca es un unicornio local, que explotó la idea de e-Estonia en el mundo, como pasó antes con Skype, el mensajero fundado en Tallinn que adquirió Microsoft. “Me da mucha tristeza”, confiesa Igor en la puerta de la cancha al charlar sobre el puente cerrado.

Igor ya no puede visitar a sus amigos al otro lado del río para ir a pescar. Ahí, los únicos que no tienen idea de la linea política son los peces, que saben poco del daño que hicieron las sanciones promovidas por Joe Biden y compañía al sacudir la Caja de Pandora de conflictos étnicos que estaban superados hacía rato.

Tres. Al lado del edificio de migraciones se erige la fortaleza de Narva, que ahora es museo y cuesta nueve euros la visita. En esas paredes se puede jugar una pulseada contra una máquina que adopta la cara de distintos líderes, como Stalin, Hitler, o un rey de Suecia que perdió el control sobre el territorio estonio. El ruso Sofovich se hubiera hecho un festín con su viejo show de domingo. En la siguiente sala, los grandes ventanales están orientados hacia el extenso vecino.

Del terreno se ve poco, porque justo enfrente se erige otra fortaleza: la de Ivanovo. Por sus muros pasean otros turistas, con binoculares, que agitan el brazo para saludar. Sus movimientos parecen coordinados como los de las banderas tricolores que, izadas, flamean al ritmo del mismo viento. Pequeñas conexiones naturales en momentos que los hombres intentan romper vínculos. Tal vez con la impronta que se espera de Donald Trump, el puente construido por el Tsar vuelva a tener quien lo cruce, con o sin pasaporte argentino como hizo este cronista.

Un puente entre dos mundos. En Narva, un puente de hormigón reforzado cruza el río Narova. Lo llaman el Puente de la Amistad. Construido en 1960, cuando Estonia y Rusia compartían destino, hoy es un cruce con controles, visas y esperas. A diario, miles de autos y ómnibus lo atraviesan, mitad en suelo estonio, mitad en ruso.

Un paso vigilado. Quien llega con la idea de pasear por el puente se topa con una realidad distinta. Es zona fronteriza: acceso restringido para ciertos pasaportes, miradas atentas, y tráfico completamente cerrado. A un lado, el castillo de Narva; al otro, el Bastión Victoria de Ivanovo.

Memoria de concreto. El puente, con sus 162 metros divididos en tres tramos, guarda la historia de dos países que tomaron caminos distintos. Hoy es un símbolo de separación, pero también un recordatorio de que las fronteras, como los ríos, siguen su curso.  «

El rosarino

Leonardo Rolón fue el único compatriota en el fútbol estonio durante 2024. Juega en Narva Trans, el histórico equipo de fútbol de la ciudad. Rosarino de origen, se fue tan lejos tras quedarse libre de la reserva de Vélez Sársfield.