Estaba en un bar sumergida en la lectura de la novela Berta Isla de Javier Marías, cuando en un momento en que emergí para pedir otro café reparé en una mujer que estaba a tres mesas de distancia. También ella leía. Tenía los codos apoyados sobre la mesa y la cabeza sobre las manos. Mientras leía, lloraba silenciosamente, aunque se le notaba el esfuerzo por contener un llanto que, dejado a su suerte, resultaría estentóreo y poco apto, en consecuencia, para un lugar público como ese bar ubicado en Cabildo y Lacroze.
Ante el llanto que esa mujer trataba inútilmente de domesticar se me cruzó por la cabeza una frase hecha: «Cada persona es un mundo». Pero mi propio corrector mental me hizo sustituir la palabra «mundo» por «isla». Me pareció menos pretenciosa pero también más desoladora. Es que la tristeza nos confirma como seres insulares. Además, Javier Marías me susurraba «Isla» desde el título de la novela, como instigándome a la sustitución.
Javier Marías sabía de islas. No sólo tradujo, entre muchos otros autores, a Robert Louis Stevenson, sí, el de La Isla del tesoro, sino que, además, fue rey de la Isla de Redonda, una islita del Caribe tan pequeña que parece de juguete. Está llena de hermosos pájaros pero deshabitada de seres humanos porque no tiene otra fuente de agua dulce que no sea la lluvia.
Con el nombre de Xavier I, Marías reinó allí hasta su muerte y, en ejercicio de los poderes que le concedía su investidura real, otorgó diversos títulos nobiliarios. A Eduardo Mendoza lo nombró «Duque de Isla Larga» y a Umberto Eco, «Duque de la Isla del Día de Antes». Los nombramientos fueron muchos pero sólo se consignan aquí los dos que aluden, a su vez, a otra isla. Marías fundó, además, un sello editorial al que llamó Reino de Redonda en honor al territorio insular sobre el que reinaba.
Vuelvo a la frase del principio tal como la corregí con la ayuda de Marías: «Cada persona es una isla». La mujer seguía llorando mientras leía o acaso, a esta altura, la lectura que la obligaba a bajar la cabeza fuera una estrategia para intentar disimular su llanto indisimulable. El llanto es salobre y eso nos emparenta con la Isla de Redonda: no hay pájaros de colores cap aces de ocultar que a veces nos sentimos deshabitados como las casas cuyo último morador ha muerto. Las casas vacías tienen un lenguaje mudo hecho de retazos deshilvanados, de ropa sin cuerpo, de desconsuelos y adioses definitivos. ¿En qué lengua hablan las casas vacías? En el mismo que nosotros cuando tomamos conciencia de nuestra condición insular.
Que James Joyce me perdone, pero no existe monólogo interior capaz de reproducir ese lenguaje de la soledad sin otra gramática que la yuxtaposición desordenada de pérdidas y dolores viejos. Es un lenguaje de un sólo hablante que apenas entiende el hablante mismo. La característica distintiva de esta lengua es que es tan digresiva como una novela de Marías. Una pena actual nos lleva a una prehistórica. Nuestro yacimiento arqueológico de recuerdos saca sus objetos a la superficie sin ningún tipo de orden cronológico. Luego, nosotros les quitamos suavemente el polvo con un pincel de arqueólogo y descubrimos en medio de una catarata de llanto que allí estaba ese recuerdo que hace tiempo no recordábamos. Imposible explicarle a otro por qué nos pone tan triste, por qué nuestro dolor, por razones inexplicables, desborda nuestro propio entendimiento. Nuestro carácter insular nos uniforma sólo en eso, en que somos islas. Estamos aislados aunque formemos un archipiélago. Cada isla tiene su propia vegetación y su propio desierto, su propia aridez lunar y su propia selva impenetrable.
Como islas humanas, no figuramos en ningún folleto turístico, ya que es imposible promocionar una visita a tormentos ajenos. ¿Quién invitaría a alguien a tomar el té en su propia mazmorra? ¿Quién escribiría una invitación pueril que dijera: «Te invito a mi fiestita. Animación a cargo de la Agrupación Humorística La tristeza, canilla libre de llanto, canapés arrugados, avistamiento de naufragios, recorrido por mis heridas interiores en carroza fúnebre»?
Me pregunté por qué lloraría la mujer, qué estaría leyendo, qué palabras abrieron el grifo de sus lagrimales. Me pregunté también si a la hora de cerrar el bar ella seguiría llorando, si existiría un SAME que asista a lloradores en la vía pública, de qué modo se hará un torniquete para detener la llantorragia y qué profesional debería hacerlo, si un oftalmólogo o un psicólogo.
Estuve tentada de preguntarle por qué lloraba, pero luego recordé que hoy, para llamar por teléfono, hay que pedir permiso primero por WhatsApp y que con semejante burocracia afectiva la pregunta podría resultarle una intromisión. Además recordé que, contrariamente a lo que afirmaba Mario Benedetti y proclamaba a los gritos Nacha Guevara, no es cierto que cada pregunta tenga su respuesta.
Entonces pagué, me puse el abrigo, guardé Berta Isla en la cartera y me fui. Mientras esperaba un taxi pensaba si Marías no habría comenzado arbitrariamente por Berta Isla con la intención de hacer una saga de antigua guía telefónica que incluyera desde Ana Isla a Zoilo Isla. Lástima que la muerte no le dio tiempo.
El día estaba gris y frío y, de pronto, sentí unas enormes ganas de llorar. No me pregunten por qué, porque no lo sé. Como todos, también yo soy una isla y, como a todos, a veces, sueño con imposibles: me gustaría perder el carácter insular y ser parte de un continente. «