Un hombre amado. Un sacerdote. Un compañero. Carlos Francisco Sergio Mugica Echagüe, el que vivía a la velocidad de un rayo. Siempre sintiendo que el tiempo le quedaba corto. Que hubiera preferido ser muchos Carlos para estar en todos lados, el tiempo suficiente.

Las chicas que lo vieron pasar en su moto, sin casco y campera de cuero, suspiran desde hace más de 50 años. Los pibitos con los que jugaba a la pelota juran que todavía lo extrañan. Un hombre rubio y de ojos celestes en la Villa 31, peleándole a López Rega mucho más que una camioneta repleta de garrafas o dos camiones con chapas de zinc. Todo eso, casi siempre, con las suelas de los mocasines embarradas.

Como muchos curas de su época, nació en cuna abrigada y terminó chupando frío, con las manos abiertas sobre alguna estufa a querosén. Su vehemencia trasunta el tiempo y llega hasta estos días, con recuerdo tan necesario. Más que recuerdo, invocación.

El Papa Francisco, entonces el arzobispo Jorge Mario Bergoglio, lo devolvió a la villa que vio a Mugica cambiar de piel, impregnando de política su religiosidad profunda. Allí están sus restos, desde hace 25 años, en la iglesia Cristo Obrero, la misma que él ayudó a levantar.

Pero a pesar sus ganas de cambiarlo todo, de su sonrisa franca y su mechón en la cara, del departamento de la calle Arroyo, de su pasión por el fútbol y por la villa, «también fue negado e invisibilizado», dice el cura en Opción por los Pobres, Eduardo de la Serna, en su texto Un paralelo indeseado, Mugica (1974) y Romero (1980). Una figura que a 50 años de su asesinato pareciera todavía luchar por liberarse del estigma de la iconografía que, desde el 11 de mayo de 1974, lo rodea y, en cierto sentido, también lo aplasta.

¿Qué hace que una persona pública sea acribillada a balazos? ¿Cuál es la verdadera razón, la explicación, de que varios proyectiles de armas pesadas impactaran en su pecho y en su abdomen?

Ríos de tinta se escribieron desde entonces: su relación con casi todos los y las integrantes de Montoneros, su viaje a Cuba, la visita a Puerta de Hierro en España, su tardíamente descubierta admiración por Perón. El Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo, el Plan de Erradicación de villas de emergencia de la Capital Federal y el Gran Buenos Aires, Racing campeón. Ricardo Capelli, amigo de Mugica de la vida y de la muerte, bromea: «Si juntás a todo el mundo que dice que conoció a Carlos, llenás la cancha de River». Y posiblemente lo mismo suceda con cada arista de la personalidad del cura. Con las interpretaciones, que sobreabundan. Con las lecturas sobre cada uno de los actos, que están de más. Pero todo eso en su vida. No en su muerte. El crimen no tiene grises. Fue como fue.

La tarde del sábado 11 de mayo de 1974, los expolicías Rodolfo Eduardo Almirón Sena y Juan Ramón Morales asesinaron a Carlos Mugica e hirieron a Capelli con balas de Ingram MD-10. Otro expolicía de la Unidad Especial del Ministerio de Bienestar Social, Edwin Duncan Farquharson, apodado «el Inglés», hizo de campana en el operativo de la calle Zelada.

«Yo conocía a Almirón, del Ministerio. Lo que no pude ver fue el arma, porque ese día llovía y la tenía tapada por el piloto», recuerda Capelli.

Almirón viajó a España al año siguiente, junto a José López Rega cuando huyó del país. En 1983, mientras trabajaba como custodia de Manuel Fraga Iribarne, líder de la Alianza Popular, fue localizado, pero la detención se hizo esperar hasta 2006. Fue en Torrent, una localidad cercana a Valencia. El juez Norberto Oyarbide ordenó su extradición, acusado de «asociación ilícita en concurso real con homicidio doblemente agravado en hechos reiterados». No sólo había matado a Mugica. Almirón había participado en los asesinatos de Rodolfo Ortega Peña, el exjefe de la Policía Julio Troxler, Silvio Frondizi y su yerno Miguel Ángel Mendiburu. Casi tres años después, murió. Murió sin condena. Al igual que Morales, mientras cumplía prisión domiciliaria en un departamentito en la Ciudad de Buenos Aires. Ninguno, algo que todavía es costumbre argentina, confesó su crimen.

Entonces, ¿qué hace que una persona pública, en un espacio tan reducido como una calle, Zelada, o cualquier otra, sea acribillado a balazos? ¿El que empuña el arma, el que da la orden, cree así, sin más, que la persona desaparece, como quien corre una cortina y oscurece la luz? ¿Tan cortita es su ilusión?

Mugica combatió por los pobres. Luchó por ellos hasta contra él mismo. Se prohibió, se corrigió, se confió. Demasiado. Lo dicen sus textos, su libretita negra, sus rodillas enfriadas por el rezo continuo. Lo dice en la letra de la «Misa para el tercer mundo» que él mismo compuso: «Tú que has nacido pobre y has vivido siempre junto a los pobres para traer a todos los hombres la liberación. Tú que estás a nuestro lado fuerte y resucitado para empujarnos en la lucha contra la injusticia y la explotación. Te alabamos, porque luchamos para que nuestros niños hambrientos coman. Te glorificamos, porque queremos destruir ya los instrumentos de tortura. Te damos gracias, porque hay hombres que dan su vida en la revolución. Tú que nos arrancas del egoísmo impulsándonos a luchar contra la explotación, ten piedad de nosotros. Señor Dios, cordero de Dios, que sigues desangrándote, en los hacheros del Norte, desangrándote. En los mineros bolivianos, desangrándote. En las favelas del morro, desangrándote. En el frío de los pobres, desangrándote. La carne del torturado, desangrándote».

La letra es de 1974, el mismo año de su muerte. Fue rescatada por el sacerdote jesuita José María «Pichi» Meisegeier. Su escritura acota el prisma. Quien quiera oír, que oiga.

*Sucarrat es autora de El inocente. Vida, pasión y muerte de Carlos Mugica.