A Lucía

También armé pequeños teatros, cajitas con recuerdos y adivinanzas para pequeños príncipes  porque la poesía es la continuación de la infancia por otros medios, y la miniatura un objeto transportable ideal para los seres nómades», dice María Negroni en El corazón del daño.

La frase es tan hermosa que en mi taxonomía personal  pertenece a esa categoría envidiosa de «Frases por las que hubiera dado cualquier cosa para que se me ocurrieran a mí». No me disculparé diciendo la hipocresía de que la mía es una «envidia sana». Entre la admiración y la envidia hay una frontera muy porosa por la que se contrabandean sentimientos poco nobles ante los que hacemos la vista gorda. Por otra parte, la salud es un concepto biológico sin contradicciones, mientras la contradicción y la impureza son la esencia misma de los sentimientos y las emociones, que además, no están hechos de materiales orgánicos. Se ve que también a Freud le gustaban las cajitas. Hizo una él mismo a la que rotuló como  «inconsciente» y guardó allí todo aquello que sale a la luz cuando es traicionado por el sueño o la palabra. Tal vez el lapsus sea también una continuación de la infancia por otros medios. Aunque parezcan impolutos, los consultorios de los analistas están infectados de bacterias afectivas, de sentimientos enfermos, de secretos inconfesables ante uno mismo, de emociones insanas  y contradictorias.

Y, en buena hora, digo yo, que la pureza de los sentimientos no exista. Tal vez de existir, sólo serviría para aspirar a ser un buen monaguillo o para  llegar a un supuesto paraíso prometido luego de haber vivido una vida insípida alejándose de las tentaciones, los deseos y los malos pensamientos. Pero dudo de que haya alguien que pueda experimentar sólo emociones puras aunque se lo proponga, porque como dice Antonio Marina «las emociones tienden siempre a ser dictatoriales».

Pero volvamos a la frase de Negroni «la poesía es la continuación de la infancia por otros medios». Algo similar pensaba Javier Marías, quien  decía que un escritor «es un hombre que juega con papeles».  De sus cinco hermanos, él era quien más preocupaba a su madre quien lo consideraba el más inmaduro, el menos apto para vivir la realidad, el que parecía no encontrar un cauce para su vida.

Sin embargo, jugando con papeles, llegó tan lejos. Jugaba  a hacer leudar las palabras con la levadura de la digresión y en frases que podían ocupar 20 líneas creaba 20 mundos diferentes, como si con el mismo mecano con que jugaban todos los niños de su época él lograra la hazaña de hacer poesía en prosa con sólo unos fierritos agujereados y  algunos tornillos.

Afirmaba: «La vida es un mal novelista, es caótica y ridícula». Por eso para meterla en una novela había que procesarla. Jugar con papeles quizá consistiera para él en encontrar un sentido a lo que no lo tiene, concederle vuelo poético a la realidad que se arrastra defendiendo, al mismo tiempo, la importancia de no omitir en el juego: «el coraje de ver lo que uno ve». Algo así como un proceso alquímico-ecológico que consiste en transmutar la basura en poesía.

A María Negroni, le gustan las cajitas de recuerdos, los teatritos de cartón, los dioramas, las cajas de sombras de Joseph Cornell que, cartonero lírico, armaba con los objetos desechados  que encontraba por la calle. Javier Marías tenía su propio museo sentimental hecho de objetos que consideraba «pequeños dioses del hogar», un mundo en miniatura compuesto en su caso, como ya conté una vez, por la toga oxoniense que usó durante dos años mientras fue profesor en Oxford, un collage de Juan Benet, un sello de una galera que era su ex libris y otros objetos entre los que se encuentra su «pluma negra» como llamaba a su estilográfica preferida.

El otro día asistí a una función de varieté en una sala pequeña y acogedora, casi una miniatura. Alguna vez le escuché decir a un clown que la nariz de payaso es la máscara más pequeña. En la varieté a la que me refiero todos llevaban la nariz enmascarada, una máscara en miniatura con la que quizá podían sentir aromas infinitesimales.  Despertaban carcajadas en el público con sus pequeñas desgracias, con las desgracias de todos, con la basura de la existencia transmutada en risa infantil a pesar de que era una función para adultos y casi no había niños en la sala.

Todos reíamos de la risa misma que es un virus contagioso para el que no se ha inventado una vacuna. Sin poder evitarlo todos nos tentábabamos con la tentación de las tentaciones de la que no logramos alejarnos ni siquiera intentando rezar entre carcajadas, cien veces el Padre Nuestro. Esa es un tipo de tentación a la que es imposible resistirse y lo peor, o lo mejor, es que no puede confesarse en la iglesia porque el cura mismo se tentaría de risa  en la soledad del confesionario. Por eso la risa es una tentación sin absolución posible. 

Mientras afuera seguía gobernando Milei y  Adorni continuaba con sus descabelladas conferencias  de prensa, dentro de la sala nos reíamos del ridículo, del absurdo del mundo y sus gobernantes, del mal teatro, de la mala política y los malos aprendices de Shakespeare empeñados en seguir escribiendo la tragedia argentina.

Estoy segura  de que María Negroni suscribiría estas palabras. Javier Marías, por su parte, abandonaría el sillón «R» de la Real Academia Española y descendería a la tierra para hacer en el escenario malabares con palabras como mi padre los hacía con naranjas.

Como la poesía, también la risa es la continuación de la infancia por otros medios y nos vuelve invencibles. La semana pasada fui invencible durante una hora y media. Sí, invencible durante una hora y media. ¿Se imaginan?  «